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Red-acción
II Época / Nº34
Junio
2009
CULTURA / GALERÍA DE ARTE

'Triángulo de amor' y 'Una medicina para Arcadia'

Por Nuria Alaña y Mérida Miranda, alumnas de ESO del IES Las Llamas de Santander.

El IES Las Llamas ha celebrado recientemente la XX edición de su Concurso Literario, que culminó con la entrega de premios coincidiendo con el Día del Libro. A continuación puedes leer los trabajos premiados en la categoría Narrativa Nivel I.

En el acto de entrega de los premios de los concursos literario y de carteles


NARRATIVA NIVEL I / PRIMER PREMIO

'TRIÁNGULO DE AMOR'
Por Nuria Alaña, 3ºA ESO

Tal vez emprender este viaje no sea lo más acertado pues el miedo me atormenta día y noche. Siempre está, arrogante, en todos y cada uno de los recónditos lugares de mi cuerpo y de mi mente. Ganarse su amistad tiene un precio, un precio muy alto. Él es poderoso. En cambio tú, indefenso, te rindes a sus pies. Disfruta haciéndote llorar, sólo has sido una presa fácil, pero al fin y al cabo, frente al miedo, ¿quién no lo es?

Pero sólo miro hacia delante para ver que es posible. Puedo resolver este enigma que lleva tanto tiempo dormido y que desata miles de leyendas falsas. Después de cinco largos años, me siento preparado, seguro de mí mismo. Sé que mis ocho compañeros y yo descubriremos qué esconde, qué hay bajo sus armas de seducción y, lo más importante, que una vez allí, en el centro del famoso triángulo de las Bermudas, regresaremos y los hijos de nuestros hijos conocerán nuestra historia.

Dentro de dos semanas todo comenzará. Viajaremos con un solo barco, el mejor que jamás se haya visto, siendo dos cocineros, cinco marineros y dos mujeres los que llevaremos a cabo la operación. Poseo cientos de mapas, brújulas y todo tipo de material náutico. No fracasar es mi único objetivo. Jamás lo hice, jamás lo haré. Por el momento debo descansar, atar algunos cabos sueltos y no ser presa fácil del miedo. Esta tarde Olivia y César vendrán, repasaremos algunas cosas y matizaremos los últimos detalles.

Mientras tanto seguiré entretenido con uno de mis crucigramas. Me encanta esa sensación de creer que sabes algo cuando sólo eres un ignorante. Jamás he terminado uno; debe de ser que pierdo la paciencia muy fácilmente o, tal vez, que no sé nada más allá de mis útiles términos marineros...

Sonó el timbre. Vestida con un jersey azul y sus pantalones vaqueros habituales Olivia me saludó. César no tardó mucho en llegar y apareció, como de costumbre; con esa sonrisa que le otorgaba cierto toque cómico a su rostro. Conversamos amistosamente durante un rato.

Sólo quedaba un día para el comienzo de la aventura. Esa tarde nos reuniríamos todos en casa de Ruth para programarlo todo. Los nervios se apoderaban de mí. Pero nada que yo no pudiese superar. El despertador me arrebató mi sueño. Durante unas dos horas retoqué pequeños detalles y a eso de las nueve y media me dirigí hacia la vivienda de Ruth vistiendo mi camisa de cuadros favorita y mis zapatillas rojas.

Todos, sentados en el amplio comedor, esperábamos ansiosos a César que, como era habitual, llegó unos diez minutos tarde.

La emoción, los nervios y el afán de trabajo se respiraban en el ambiente. Tras unas cuantas horas de reunión regresé a casa. Todo quedó preparado para poder zarpar a la mañana siguiente. Al amanecer nos dirigiríamos al puerto, izaríamos nuestra bandera y sólo tendríamos una preocupación: demostrar que todas esas especulaciones son fruto del miedo y de la casualidad. Nosotros lo descubriríamos todo.

Esa noche dormí poco, muy poco. ¿Cómo puede una simple porción de agua producir semejantes desastres? La búsqueda de la respuesta traería fatales consecuencias.

Llegadas las seis de la madrugada todos acudimos al muelle. Poco a poco el alba despertaba y los rayos de sol incidían directamente en la cubierta blanquecina de nuestra bella embarcación. Tras la laboriosa y pesada tarea de izar las velas que llevamos a cabo César y yo, repartimos los camarotes y los preparamos adecuadamente. Mis branquias marineras respiraban ese salitre que tanto echaba de menos. Sin embargo, siempre que mi ajetreada vida me lo permitía paseaba con mi velero por la bahía. Pero aquel viaje no se trataba de un simple paseo, sino de toda una heroica aventura. Ahora, yo seré algo más que un simple marinero. Todos sabrán de mí, pues descubriré el misterio del Triángulo de las Bermudas después de tantos años, siglos incluso milenios que lleva sin una coherente explicación.

Una vez que todo estuvo listo zarpamos, dejando atrás el enorme puerto de Vizcaya. La bruma del Mar Cantábrico pronto quedó disipada por la llama de calor que nos azotó acompañada del mediodía. El timbre anunciador de la hora de la comida sonó. Un buen menú junto con la típica conversación. Temas como política, náutica o economía quedaron servidos en la mesa. Minutos más tarde tres de los tripulantes se encontraban dormidos, las dos mujeres bronceaban su blanca piel, los cocineros ponían en orden el comedor y yo dirigía la embarcación sumido en mis pensamientos y advirtiendo que una de mis deportivas rojas presentaba un minúsculo agujero. Me agaché para observarlo aún más de cerca. De repente oí un estruendo y tras ello el barco frenó en seco produciendo una fuerte vibración. Todos acudieron a la cubierta muy alarmados. Envié a Will y a Lucas a sus camarotes, ya que eran simples aprendices y no nos proporcionarían ninguna clase de ayuda. Uno de los cocineros, Tom, trajo mi equipo de buceo. Después de vestirme adecuadamente y prepararlo todo me dirigí a observar el casco del buque. No tardé mucho en hallar el problema. Un cabo perteneciente a una vieja ancla había topado con nuestra hélice, así que intenté cortarlo para que el ancla cayera al fondo. Cuando lo hube conseguido tiré de la cuerda sobrante, todavía enganchada a la hélice y una vez en la superficie y con los motores en marcha el barco funcionó con toda normalidad.

Cuando entró la noche la tripulación ya dormía. Mientras, yo resolvía uno de mis complicados crucigramas. El cansancio se fue apoderando de mí hasta que, exhausto, me adentré en el maravilloso mundo de los sueños. El timbre del desayuno y los ronquidos de Will hicieron que mi ilusión se desvaneciera, que mis párpados se abrieran cegados por la luz del nuevo día. El cielo no sonreía, pero eso no había impedido que las dos muchachas se hubiesen tumbado en la cubierta a tomar el sol. Olivia vestía un bikini azul que resaltaba en su pálida piel. Tenía el cabello negro y ondulado y unos ojos verde esmeralda capaces de enamorar a cualquier hombre. Ruth era compañera suya de trabajo y aunque llevaba con nosotros más de un año no se había adaptado del todo. Era algo tímida y normalmente sólo conversaba con Olivia. Sin duda Ruth la superaba en belleza, tal vez por esa sonrisa pícara o por esa gran melena rubia que llevaba en un moño.

Conversábamos tranquilamente los tres cuando sonó el timbre de la comida. Tom y Héctor, los dos cocineros, habían preparado un delicioso manjar que nuestro exquisito paladar agradeció con mucho gusto. Tras descansar un rato subimos a la cubierta para jugar a las cartas, ese absurdo juego que conduce a tantos hombres a la miseria. La codicia es la peor locura que alguien pueda padecer; destroza matrimonios, familias; todo lo que le impide el paso lo destruye dejando sólo recuerdos. La tarde huyó como perseguida por un feroz lobo. Finalmente, César y Ruth se proclamaron campeones, aunque sin recompensa. Mientras cenábamos rememorábamos la estupenda tarde de ocio. Poco después todos dormíamos en nuestro lechos. Yo soñaba con ganar esa batalla al mar, con vencer a ese peligroso enemigo de una vez por todas.

Los días fueron pasando parsimoniosamente. Pronto la semana murió. Nos inquietaba la escasez de provisiones. Ya llevábamos medio camino recorrido. Tras varias reuniones decidimos acudir a un pequeño puerto para adquirir los alimentos necesarios para el resto del viaje. Una vez en el puerto, nos dividimos en dos grupos de cuatro para realizar las diferentes tareas. A las seis volveríamos y zarparíamos rumbo al Triángulo de las Bermudas. Después de cuatro horas, la búsqueda de alimentos finalizó, regresamos al buque y ordenamos todo. Tan solo nos quedaba un último esfuerzo. Cualquier paso en falso significaría la caída al abismo. Cualquier error conllevaría la muerte segura. Cualquier desatino traería fatales consecuencias. Pero habíamos de ser valientes.
El alba iba abriendo los ojos. Nosotros activamos los motores dispuestos a descubrirlo todo. Tuve que reunir a todos mis compañeros para advertirles de que el tiempo empeoraba vertiginosamente, pues una tormenta se acercaba.

- Si ya hemos llegado hasta aquí, ¿qué podemos temer de una simple tormenta? -dijo Lucas.

- No se trata de eso. Se avecina una fuerte tempestad y el Triángulo no es un lugar seguro.

-Tal vez debamos regresar- repuso Will, apoderándose de él el miedo.

-¡No! ¿Volver? ¡Jamás! No desperdiciaré cinco años de trabajo -exclamé.

-¿Y que sugiere, capitán?

-Atracar por un tiempo en un puerto cercano.

- Capitán, todos excepto los dos aprendices llevamos toda la vida entre barcos. Yo aprendí a manejar un timón antes que a caminar. No me rendiré ahora y espero que usted tampoco- me dijo César.

- No se trata de rendirse. Sólo velo por nuestras vidas.

-¿Acaso velaron por sus vidas los grandes descubridores? No, fueron valientes.

-Yo solo sé que he visto cómo el mar arrebata vidas humanas, cómo en décimas de segundo te lo quita todo. Mi gran deseo es descubrir qué esconde ese Triángulo, pero jamás regresaré con menos tripulantes que con los que partí.

Nadie replicó. El hacer lo correcto me atormentó durante todo el día. El egoísmo me incitó a seguir. Por una tormenta no tiraría por la borda todo mi trabajo y esfuerzo. Todos dormían plácidamente, así que me dispuse a rellenar otro de mis crucigramas. Quizá fuera a media noche, tal vez más temprano o más tarde, porque no era consciente del paso del tiempo, cuando un sollozo bajo, suave pero muy claro me despertó de mi sueño. Aquel sueño de palabras, cuadros y pistas me aislaba del mundo por completo. Lágrimas femeninas, amargas e incesantes provenían de camarote de Ruth. Llamé a su puerta con la intención de calmarla, pero no recibí respuesta. Lo intenté de nuevo.

-No quiero hablar, Olivia, ahora no.

-No soy Olivia- contesté.

Tras unos minutos de incertidumbre abrió la puerta.

- No quiero que me veas así, capitán.

- Está bien. Te espero en la cubierta en media hora.

Ella se limitó a esbozar una bella sonrisa de aprobación.

Una vez en el camarote me vestí con mi camisa de cuadros preferida y mis deportivas rojas. Habiendo ya llegado a la cubierta del barco, me senté a esperar. Apareció ataviada con un elegante vestido tan rojo como sus labios. Por unos instantes el tiempo se detuvo, sólo ella y yo, fundidos en una intensa mirada. Nuevamente ella sonrió. Conozco a miles de mujeres y puede afirmar que ella es la mujer más bella que jamás he conocido y conoceré. Limitándome a lo que habíamos acordado anteriormente, le pregunté qué le ocurría y a qué se debía su llanto.

- Tengo miedo. Tengo mucho miedo.

- No hay por qué tenerlo.

- ¿Y si todo sale mal? ¿Y si fracasamos?

- Eso no pasará. Te lo prometo.

Por un momento todos mis problemas se esfumaron y todo había quedado en el olvido.
Me besó. Siempre recordaré aquel beso. Aquella noche en la que nos tumbamos en la cubierta del barco a mirar las estrellas fue inolvidable. Pasado un tiempo un pequeño astro se desplazó, produjo una pequeña luz y, sabiendo que era una estrella fugaz, pedí un deseo.

Frías gotas de agua caían sobre mi cuerpo. Llovía. Pese a que su melena lloraba, ella no: me sonreía, me miraba fijamente. Sentí otra vez sus labios junto a los míos, pero, de repente todo quedó roto por la voz de Will, que me llamaba a gritos. Se encontraba histérico, asustado y yo no entendía nada de lo que intentaba decirme. Poco a poco empecé a asustarme, pues sólo balbucía palabras como huracán, tornado, tormenta...
Seguí su dedo con el que intentaba señalar algo. En un instante todo cobró sentido. Aterrorizado observé que un terrible monstruo nos acechaba y al ver que Will estaba en lo cierto llamé a todos mis compañeros para alertarles de la llegada de un tornado.
En poco tiempo los motores funcionaban a la máxima potencia y el barco huía de aquel horrible enemigo. Aunque creímos haberlo eludido, pronto escuchamos alarmados un gran estruendo. Al mirar vimos que la proa del barco había quedado destrozada y Will y Lucas habían caído al agua.

- ¿Dónde estamos?- grité a Olivia.

- Ahora mismo acabamos de entrar en el Triángulo.

Con ayuda de César arrojé dos salvavidas al mar. Lucas alcanzó uno y rápidamente se encontró de nuevo con nosotros. Pero cuando Will se dispuso a hacer lo mismo una ola se abatió sobre él dejando un horrible grito en nuestros oídos. Pese a nuestra espera nunca subió a la superficie.

-Capitán, los camarotes comienzan a inundarse y el barco no tardará mucho en hundirse por completo- me informó César.

Ruth me miró. Al ver terror, angustia y dolor en aquella mirada traté de calmarla susurrándole palabras de seguridad y consuelo.
Di la orden de abandonar el barco y tomar un bote para llegar al puerto más cercano.
Habiendo dejado atrás aquel precioso buque que poco a poco se iba inundando por completo, creímos encontrarnos a salvo. Pero el monstruo regresó.
Pese a que Olivia aceleró, todo fue inútil. Divisando la muerte más cerca que nunca, abracé a Ruth.
Las olas bramaban. El mar rugía. Las rocas quedaban rotas en mil pedazos. El tornado chocó contra nuestro bote y todos salimos disparados. Finalmente el mar nos acogió casi sin vida.
Observé cómo la muerte se llevaba a mis compañeros: César, a pesar de todo, conservaba su sonrisa cómica inolvidable, Olivia vestía su jersey azul cian y sus pantalones vaqueros habituales.

Tal vez durante el final de mi aventura dejé que el miedo se apoderara de mí. Padecerlo es algo horrible, pero sé que hay una cura, algo que está por encima de todo. El amor. Él no supo llamar a mi puerta, mas yo le llamé a él. Ahora mis falsas promesas se las llevaba el viento, mis propósitos quedaban ahogados, todo se esfumaba.
Finalmente vi algo, un viejo libro de crucigramas, todos ellos sin terminar.
Sentí que ya no podía respirar. Ruth y yo, fundidos en un abrazo, yacíamos en el mar vagando sin rumbo. Mi deseo jamás se cumplió. Jamás se cumplirá.



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NARRATIVA NIVEL I / ACCÉSIT

'UNA MEDICINA PARA ARCADIA'
Por Mérida Miranda Navarro, 2ºB ESO

El valle, sepultado por el hielo frío y traicionero, me hacía sentirme sola y perdida. Parecía como si el mal hubiera extendido su mano tenebrosa sobre aquel lugar muerto y alejado de la mano de Dios. La nieve ocultaba el rostro dormido de las montañas que, como un anillo, rodeaban y atrapaban el lugar, inclinándose sobre él como monstruos enormes.

El río ya no corría con alegría, porque todo era triste; el viento no soplaba raudo, porque el tiempo se había detenido; los animales ya no jugaban entre los árboles desnudos, porque no había nada con qué divertirse.

Yo, avanzaba a duras penas, luchando a muerte contra el viento gélido, que me azotaba sin piedad por todos lados. El silencio gritaba por entre las ramas retorcidas y petrificadas, sobrecogiéndome con su aspecto infernal.

Yo sabía que podría morir allí, y nadie se daría cuenta de ese hecho, pero mi deber era continuar como fuera. Al otro lado de este averno se encontraba la casa del boticario y necesitaba sus medicinas milagrosas para Arcadia, mi hija de cinco años.

La única compañía que había tenido la suficiente piedad como para querer embarcarse conmigo en esta travesía, era mi gato Sbuff. El pobre diablo iba embutido en mi mochila, y se quejaba a cada bamboleo de su cálido medio de transporte.

Como la Madre Oscuridad se cernía ya sobre mí, decidí hacer un alto para descansar. La fatiga me castigaba sin piedad y mi débil cuerpo de mujer me suplicaba que le proporcionara descanso. Hallé una cueva semioculta en la nieve. Me acerqué hasta ella ya sin fuerzas, y me adentré como pude. Tuve suerte, porque era bastante profunda. Podía oír cómo el viento helado silbaba y me buscaba para clavarse en mí como una estaca pero, en mi refugio de roca, por fin estaba a salvo.

Con unas pocas ramas secas y una cerilla, hice nacer un Dios del Milagro que, con sus ardientes llamas rojizas de esperanza, calentó con rapidez mi hogar improvisado. Sbuff vio su oportunidad y, con un elegante y orgulloso salto felino, salió fuera de mi bolsa y se acurrucó junto al fuego, que lo recibió con los brazos abiertos.

Preparé una cena de campaña, mientras canturreaba una canción desafinada y, tanto persona como animal comimos con voracidad. Después, estrujé con fuerza al minino, e intenté conciliar el sueño.
Me parecía estar soñando, pero había algo que me impedía descansar bien. Mi mente se encontraba entre el reino de los sueños, y el reino de la crueldad pero, finalmente, el reino de la realidad tiró de mí con todas sus fuerzas, pidiéndome a gritos que hiciese caso a ese ruido.

Me sobresalté, y me incorporé como un resorte. Mis entumecidos músculos no querían trabajar, pero me insté a mí misma para hacer un esfuerzo. No me costó mucho tiempo ver a mi gato acurrucado en una esquina, aterrado. Temblaba como una hoja, y no dejaba de bufar y gruñir, dirigiendo su mirada de ojos bicolores (uno amarillo y otro azul) muy abiertos, hacia un punto en la penumbra.

Me di la vuelta a la velocidad del rayo y comprobé con espanto como unos ojos hipnóticos y unas fauces abiertas y salivantes me apuntaban con avaricia, pero sobretodo con hambre. Se trataba de un oso enorme, marrón, que gruñía y rugía con la furia de un huracán. Yo reaccioné con rapidez: prendí, no sé si con valentía o inconsciencia, una rama con el ardiente elemento que me calentaba, e hice frente al titánico animal, al que yo seguramente había arrancado de su letargo hibernante.

El monstruo no tenía demasiado espacio para moverse con fluidez, pero aún así resultaba aterrador. Yo enarbolé la rama llameante con igualada fiereza, o al menos eso quería pensar yo, para mantenerlo a distancia. El monstruo se me acercaba, enseñándome los dientes tan afilados como dagas. De pronto, ante aquel problema, hallé una idea en medio de la niebla de mi mente, una chispa de esperanza. Me acerqué a la lumbre, escurriéndome como una serpiente. Preparé mi pie y, cuando el oso estuvo muy cerca, di una patada y las brasas se abalanzaron furiosas sobre el rostro de mi enemigo.

El gemido se extendió por todo el valle, y a punto estuvo de provocar algún alud. Solo recuerdo, en lo más profundo de mi subconsciente, haber agarrado a Sbuff, introducirle sobre la marcha en mi mochila, y salir corriendo de la cueva. Aunque las piernas no reaccionaban, pues estaban entumecidas; corrí y corrí, como nunca.

No llegué demasiado lejos. Caí rendida en la nieve fría y húmeda. Aún podía oír los quejidos y lamentos del oso. Eran lloros en mitad de la nada, entonces caí en la cuenta de que, si a mí me ocurriera algo, y gritara, nadie me oiría. Si hubiera dispuesto de lágrimas, estas se hubieran suicidado desde mis mejillas y habrían caído al hielo, para fundirse con él en uno; pero, hace tiempo que mis ojos estaban secos y amargos.

Me desperté poco más tarde, porque oía y sentía a mi gato, debatiéndose colérico en el interior de mi bolsa, y ahogándose entre mi escasa ropa. Me di cuenta de que el resto de mi equipaje lo había olvidado en la cueva pero, por supuesto, no me atreví a volver. Además, la ventisca había borrado el rastro de mis huellas, por lo que me hallaba sola, en medio de la nada blanca, que parecía reírse de mí, con cada susurro del viento muerto, o con cada gruñido de roca.

Definitivamente, estaba perdida y desesperada. No veía ni siquiera las montañas que antes tanto me inquietaban, y tampoco sabía si era de día o de noche, pues todo era sencillamente monótono. Tenía hambre, estaba sucia, y entumecida de arriba abajo. Supe que si me quedaba más tiempo quieta, se me congelarían los dedos de los pies, y ya no podría andar. Me puse en marcha, pero me caí de nuevo. Mi pie izquierdo no se movía, estaba fijo, y lo notaba hinchado, apretado contra la bota. Volví a intentarlo, sin resultado. Como pude, levanté el pie derecho y, arrastrando el otro, fui avanzando poco a poco.

No llevaba demasiado tiempo andando, cuando el suelo se hundió bajo mis pies. Una grieta sinuosa y reptante se fue extendiendo hacia mí. Me di cuenta entonces de que me encontraba deslizándome sobre el río helado. Grité de espanto, e intenté huir más deprisa. La grieta se acercaba a mí, y los músculos no me respondían bien, pero debía seguir. Saqué a Sbuff de la mochila: no podía con tanto peso a la espalda. Mi gato chilló y se retorció, pero corrió veloz a la otra orilla, y me esperó allí. De pronto, la grieta pareció cambiar de opinión, y desvió su rumbo, pero yo no me detuve.

Nunca supe cómo pude alcanzar la otra orilla del río, pero lo logré. Entonces, por primera vez, la suerte pareció tornarse a mi favor. Estaba muy cerca de las montañas, y casi podía ver la lucecita de la casa del boticario. Volví a introducir a Sbuff en la mochila, y saqué un bocadillo. Lo devoré con ansia. El agua lo había dejado en la cueva del oso, por lo que (aún a sabiendas de que era fatal para mi organismo) cogí un puñado de nieve y lo ingerí, no tuve más remedio. No sabía bien, pero me satisfizo.

Las horas y las distancias pasaban ante mí con una lentitud frustrante, de modo que parecía que el objetivo se alejaba en vez de aproximarse. No encontraba ningún sitio donde descansar, y la suerte volvió a abandonarme a merced de la voluntad del valle maldito. Ya no tenía voz ni para quejarme, las fuerzas habían renunciado a proseguir con mi descabellada idea; solo Sbuff parecía darme ánimos.

Pero, tanto sufrimiento no le parecía bastar al mismo Satán, que aparentaba controlar el lugar: Una avalancha de nieve se desprendió y se precipitó hacia mí, con el rostro de un monstruo sádico. Abrí los ojos al máximo. Aquello no podía ser. No podía ser que ese desierto de hielo me odiase tanto. Me dirigí en dirección contraria. Mis pasos torpes me impedían avanzar más rápido, pero pude vislumbrar con dificultad una gran roca. Me puse en camino rápidamente. Si lograba llegar hasta allí, tal vez la nieve no me ahogaría.

Mi pie izquierdo dificultaba las cosas, puesto que me obligaba a continuar con un solo apoyo seguro. La nieve me cubría hasta las pantorrillas, y era muy costoso el avance. El desmoronamiento me perseguía con perseverancia, pero conseguí ponerme a salvo en el último instante. La avalancha pasó por encima de mí, sin rozarme si quiera: la inmensa masa de piedra me protegía de cualquier mal, pero mi corazón se me salía por la boca.

Cuando todo paró, el silencio sepulcral volvió a apoderarse del valle muerto. Resoplé de alivio, pero no descansé. Ya me faltaba poco para llegar a mi destino.

Otro mal, sin embargo, me asaltó de nuevo, mucho peor que todos los que había tenido antes: Empecé a tener visiones.

Caminaba sobre la única pierna que me funcionaba, cuando aprecié una figura que se desplazaba lentamente. Me froté los ojos con fuerza, y volví a comprobarlo. Pestañeé varias veces, por si era una mota de polvo o algo así, pero no. Allí, avanzando hacia mí, había claramente un cartero. Llevaba un manojo de cartas en la mano, una gorra de cartero, una bandolera de cartero y un uniforme de cartero; pero, curiosamente, no parecía estar perdido, ni tener frío.

Yo le grité desesperada, y agité los brazos como si de aspas de molino se tratasen. A pesar de que tenía un hilo de voz, me oyó. Se dirigió hacia mí. Cuando estuvo a mi lado, yo le supliqué que me ayudase. Él me miraba fijamente y, de pronto, estalló en carcajadas. Yo me asusté, e intenté zarandearle, pero mis manos azuladas ya no se movían. Estaba clavada en el sitio, y el rostro del cartero empezó a transformarse, hasta que se convirtió en la faz de un Demonio. Yo le explicaba que necesitaba ayuda, pero él no paraba de reír y burlarse. No pude soportar más esa situación, y me alejé; pero, de pronto un grupo de turistas que habían emergido de la nada se me echó encima. Me empujaban y agobiaban, sin dejarme seguir adelante y, por si ello no fuera poco me gritaban en un sin fin de idiomas desconocidos para mí. Pero, lo peor aún estaba por llegar.

Cuando la marea de turistas eufóricos y gritones se disipó como humo en el aire, vi a una niña pequeña dando brincos en la nieve, jugando con los copos que caían al suelo. Llevaba un camisón blanco, e iba descalza. Su pelo era largo y rubio, y muy sedoso.
Arcadia. Iba danzando, con sus piececitos casi sin tocar la superficie helada, jugando con un copo y riendo con su voz inocente. De pronto se giró hacia mí, sonrió, y me dijo:

- Hola, mamá.

Me pareció que una lágrima se resbalaba por mi mejilla. La última vez que había visto a mi hija estaba tiritando, metida en la cama, y de un color violeta púrpura. Sin embargo, esa niña estaba sana y feliz, y me miraba con ojos sinceros y cándidos.

Sacudí la cabeza. Aquello no era real, eran imaginaciones mías. Debía ignorar a ese fantasma. Avancé con decisión, sin dirigirle más miradas a la alucinación.
-Mamá- repitió dulcemente.

Yo me tragué un sollozo, pero me acongojé. Mi garganta se cerraba, sin poder tragar. Supe que estaba llorando: pero, aquello era ficticio, ... debía continuar. Pasé a su lado, sin siquiera mirarla. Era consciente de que ella se daba la vuelta, y repetía una y otra vez la palabra “mamá”, esta vez lo hacía con súplica.

Me perdí en la nieve, y dejé de oír sus llamadas desgarradoras. Esa fue la situación que más hizo mella en mí. Una madre no debe abandonar a sus hijos, pero nadie se atrevía a ayudarme. Nadie se compadeció de mí; ... tan solo mi gato.

Hace tres días que había dejado a Arcadia, mi preciosa niña, en manos de su abuela materna, y partí sin más demora al infierno de hielo en el que ahora me encontraba. Debí hacerlo; el único boticario de la Comarca está totalmente aislado del mundo, por no hablar del hecho de que es un hombre muy mayor, y una travesía así podría acabar con su vida.

No sabía ya si estaba volviendo a sufrir las alucinaciones, o había recuperado la cordura, porque me pareció que me encontraba a las puertas de la casa del boticario. Sin embargo, no quedaba ningún recurso en mi cuerpo; mi energía se había esfumado con el viento gélido. Estaba completamente extenuada.

Me desplomé ante la casa. Supe que, si no me movía, la nieve acabaría por cubrirme, y moriría ahogada, o quizá de frío, o de ambas cosas al tiempo. Sbuff saltó de mi mochila, se sentó ante mí, y me miró con sus ojos bicolores, que se me antojaban tiernos. Le supliqué con un hilo de voz que volviera al interior de la bolsa, pero, en vez de eso, dio la vuelta y se metió por un hueco que había en la casa. Pensé que, por lo menos, él se salvaría.

Al cabo de unos minutos, no recuerdo con exactitud, creo que una luz que oscilaba como el péndulo de un reloj se acercaba a mí, y me gritaba algo incomprensible. Lo último que aún quedaba en mi mente me abandonó también. Perdí la consciencia.

Tiempo después me desperté sobresaltada, oculta debajo de una montaña de mantas calientes, y al lado de un buen fuego, preso en el estómago de una gran chimenea. Mi gato reposaba tranquilo a mis pies. Me levanté con sigilo, y me dirigí hacia ningún lado. Me dolía la cabeza como si tuviera una aguja clavada en la sien.

- No deberías hacer un esfuerzo tan grande, después de lo que has pasado ahí fuera- Me dijo una voz calmada y llena de paz.

Me giré con reflejos felinos, y vi a un octogenario anciano, con una larga melena blanca, que resplandecía como la plata.
Intenté abrir la boca para decir algo, pero las palabras no querían despertarse, después de tanto tiempo de letargo sin bailar en mi garganta:

-Usted...- logré articular.

Tomé varias bocanadas de aire y me volví a llenar de energía nueva y reluciente.

- ¿Es usted el boticario?- pregunté sin rodeos, con una voz cascada y quebrada.

Él asintió, con movimientos leves de cabeza. Tenía una clara y reconfortante sonrisa. Yo empecé a temblar. Me lancé como una posesa sobre mi mochila, y rebusqué con manos ansiosas las recetas. Cuando las tuve en mi mano, se las planté en las narices, y le supliqué de rodillas que me diera las medicinas.
Le conté que mi hija Arcadia estaba enferma y padecía de Axteropodírticodiosis.
Él suspiró profundamente.

- Sí, la conozco. Pero, ... me temo que ya me retiré hace tiempo, y no puedo darte ninguna medicina para su cura. Lo siento.

Supe que el corazón se me había parado. El mundo se me vino encima, y caí en un hoyo mental, muy profundo y oscuro. Yo dije: -“¡¿Qué?!”-. Pero, me pareció que sólo mis labios se movieron, pues ningún sonido emergió de mis cuerdas vocales.
No me preocupaba que todo el viaje que había emprendido no hubiese valido la pena. Lo que me aterraba, era saber que mi hija, mi hijita pequeña, mi Arcadia fuera a morir porque un viejo chiflado se había retirado, y no quería entregarme las medicinas que tanto necesitaba. Me tambaleé.

Entonces, en un acto reflejo, me dirigí a su escritorio, tomé un abrecartas por el puño, y amenacé con abrirle de arriba abajo con el arma blanca. El anciano alzó las manos.

-Querida, no hagas eso, podrías lastimarte- dijo, inquieto.

- Aquí- susurré con voz entrecortada- el único que va a... salir perjudicado...- tomé aire, me estaba mareando- será usted, sino me da las... malditas... medicin...-
No aguanté más tiempo despierta, y me desplomé de nuevo.

Cuando volví a despertarme, seguía en el suelo. Me incorporé, dolorida, pero mucho mejor.
Me acordé de todo de golpe y me dispuse a buscar al viejo loco. Pero cuando estaba iniciando la batida de búsqueda y destrucción, me di de bruces con él. Tenía en la mano una bolsa de plástico.

-Toma, hija. Es ilegal lo que estoy haciendo, pero he visto la receta, y lo que necesita tu hija exactamente, es esto-.

Me flaqueaban las piernas. Alargué mi brazo para tomarlas, y escapar de allí, cuando algo me llamó la atención. Parecía un sollozo. Entonces, todo empezó a parecerme irreal......

Quizá fuera medianoche, tal vez más temprano, o más tarde, porque no era consciente del paso del tiempo, cuando un sollozo bajo, suave pero muy claro, me despertó de mi ensueño. Me incorporé. Estaba en mi habitación, en mi cama, con las mantas y sábanas revueltas y empapadas en sudor. A mi lado encontré a Arcadia, de pie, mirándome fijamente. Estaba sana.

- Mamá, hay un monstruo feo debajo de mi cama, ¿puedo dormir contigo?- repetía incansable.

Sbuff descansaba hecho un ovillo sobre mi estómago, aplastándome el abdomen, y dificultando mi respiración, mientras mi marido roncaba, a mi lado, silbando como el viento gélido de las montañas nevadas del valle.

Toda la aventura que yo había sufrido: el oso, el río helado, el desprendimiento, las visiones, el viejo loco, ... habían resultado ser fruto de mis pesadillas.

Todo había pasado ya, y recordé con alivio que llevaba una vida normal, un trabajo normal en Correos y Telégrafos, y que tenía una preciosa hija llena de vitalidad. Me alegré mucho de volver a mi rutina, pero, aún así, la aventura de estar al límite había sido emocionante, ¿no?.



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