Los alumnos
de 3º F han trabajado este trimestre la narración
y, tras asimilar toda la teoría y haber analizado
algunos relatos cortos, se les ha propuesto que realizaran
su propia narración partiendo de unas pautas.
También, en la educación en valores
y atendiendo a nuestro orden constitucional y democrático,
se ha debatido sobre la pena de muerte.
La propuesta
ha sido la siguiente: narración en primera
persona. Historia de una persona que está condenada
a muerte en un país en el que sea legal la
pena de muerte. Deben aparecer diálogos con
familia, abogados u otras personas. Ha de ser verosímil,
para ello deben recabar información real de
los países elegidos. También pueden
trasladarse en el tiempo. Éstas son
seis de las creaciones de los alumnos.
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Bloggers condenados a muerte en Irán.
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OSCURIDAD
Cuando la policía de Texas llamó a
mi puerta pensé sinceramente que se habían
equivocado de planta. Cualquiera de mis vecinos tenía
más de delincuente que yo. Me acababa de mudar
a la ciudad de Abilene y en mi vida le había
hecho daño a nadie.
Estaba a punto de irme a trabajar cuando dos hombres
uniformados como policías me sacaron de mi
casa y me trasladaron a una prisión preventiva,
por lo que pude leer en el rótulo de la entrada.
Me retuvieron durante un rato en el que nadie me
dijo nada ni me preguntó nada, y en el que
yo aproveché para mantener mi cabeza ocupada
en la posible causa de mi arrestamiento. Pensé
en los paquetes de chicles que robaba de pequeña
con mis amigas y en el albornoz con el que me quedé
perteneciente a un hotel de la costa, y, de pronto,
mi abogado, con el que me habían dado derecho
a hablar, entró en mi celda.
- ¿Qué ha pasado? ¿Por qué
me han detenido?
- Te acusan de un delito grave, Laura.- hizo una pausa
y prosiguió- te acusan de matar a tu padre.
- ¿Mi padre? ¿Mi padre ha muerto?- la
noticia de mi detención no me dolía
tanto como la de la muerte de mi progenitor.
- ¿Y por qué Nina no me ha dicho nada?-
pregunté.
Nina era la actual esposa de mi padre, con la que
se casó después de que mi madre muriera
al darme a luz.
- No te ha dicho nada porque ella es la denunciante,
ha testificado como testigo. Dice que te vio apuñalar
a tu padre a sangre fría y que justo después
cambiaste de domicilio.
- ¿Y por qué no ha presentado primero
su denuncia?- llevaba ya más de dos semanas
en Abilene.
- Dice que por miedo, que eres muy agresiva, pero
tu padre murió el día que tu te fuiste
y ese mismo día el forense examinó su
cuerpo. Murió de una puñalada.
Cada vez me estaba poniendo más y más
nerviosa.
- ¿Hay alguna prueba contra mí?
- Sí, Nina ha traído una grabación
realizada una semana antes de la muerte de tu padre,
que grabó ella desde una webcam. La policía
ha ido a investigar la casa en la que vivíais
y ha encontrado más pruebas contra ti.
El juicio se celebrará mañana. Si no
has sido tú, debes decir la verdad.
- ¡Pues claro que no he sido yo!- me indignaba
que me creyeran capaz de matar a mi propio padre.
- Pues di la verdad, yo no te puedo ayudar. Pero,
Laura, el fiscal pide la condena a muerte y hay demasiadas
pruebas en tu contra.
Entonces, mi abogado abandonó la celda y me
dejó allí, con la muerte de mi padre,
una acusación indebida y una condena a muerte
sobre mí.
Las horas siguientes, que no sé si fueron
dos, cuatro o diez, las pasé pensando. Pensando
en mi padre, que estaba muerto. En porqué había
cambiado a su heredera (de una gran cantidad de dinero),
que ahora era Nina, tres días antes de morir,
cuando llevaba tanto tiempo escrito mi nombre en su
testamento. Pensando en lo que podía llegar
a ser capaz la gente por un puñado de dinero.
Pensando en las pruebas que había contra mí.
Pensando en el juicio que tenía mañana
por delante y pensando en la condena a muerte.
De pronto, me llevaron la cena a mi celda, que consistía
en dos tostadas calientes y un vaso de leche que no
podía tomar por mi intolerancia a la lactosa.
Después, creo que me quedé dormida,
aunque yo no quería. Sabía que si me
quedaba dormida soñaría y vería
cosas que no quería ver. Tenía miedo
al juicio, y procuraba acordarme de que, de momento,
no me habían condenado a muerte.
Entonces, una mano que movía mi hombro con
fuerza me despertó. Eran dos hombres, que me
dijeron que había llegado la hora de ser juzgada.
Me sacaron de la celda y me montaron en una furgoneta
que me llevó hasta los juzgados. Los conocía.
Cada mañana pasaba por ahí para ir a
trabajar, y añoré los días, que
ahora me parecían tan lejanos, en los que pasaba
por ahí conduciendo mi coche.
Entonces entré dentro del edificio, y los
mismos hombres que me habían despertado me
condujeron a una sala amplia, muy parecida a las que
se ven en las películas, pero ésta estaba
vacía.
Me llevaron a una silla, y, acto seguido, a mi lado
se sentó mi abogado. Me dijo que sabía
lo de la herencia, y que ésa era nuestra principal
prueba para desbaratar la acusación de Nina.
A medida que me hablaba, la sala se iba llenando.
De todas las personas que entraron sólo conocía
a dos, el antiguo abogado de mi padre y su cliente,
Nina, la mujer que me había llevado a estar
delante de un tribunal, y, probablemente, la asesina
de mi padre.
Entonces, el juez llegó y el juicio comenzó.
Me llevaría tiempo contar todo lo que se dijo
entre esas cuatro paredes, todo lo que sentí,
todas las mentiras que se dijeron y todas las pruebas
que se presentaron en mi contra.
Simplemente Nina presentó su grabación,
que representaba una discusión entre mi padre
y yo en la que se oponía a que dejara de vivir
con él.
También el arma homicida, un cuchillo que
yo podría haber tocado en casa mil veces, un
montón de pruebas más con mi ADN y,
aunque mi abogado intentó culpar a Nina por
el tema del testamento, esta acusación se volvió
en mi contra y quedó allí expuesto el
móvil de venganza, por haberme retirado su
herencia.
Por eso la jueza, impasible, me condenó a
muerte. Por algo que no había hecho. Por algo
que jamás habría hecho. Por algo de
lo que sabía quién era culpable. Y por
algo que me iba a sacar de este mundo dentro de tres
días mediante una inyección letal.
Sin dejar que mi cabeza fuera más allá
en mis pensamientos, me volvieron a trasladar en la
misma furgoneta de antes a la prisión en la
que moriría. Allí, me embutieron en
un peto naranja y me llevaron a mi celda. Cada reclusa
dormía en una celda diferente, y todas estábamos
condenadas a muerte. A algunas les conseguirían
alargar el plazo hasta el día de la ejecución.
Otras se librarían por una intervención
magistral de su abogado, pero la mayoría no
saldríamos de aquellas celdas. Salvo para ir
a morir, claro.
La verdad es que la cárcel no era tan mala
como la pintaban. Nos trataban bastante bien, nos
daban de comer aceptablemente y las condiciones de
higiene eran bastante buenas. Recibíamos visitas
cuando queríamos, y el día después
del juicio yo tuve una visita completamente inesperada,
Nina. Por suerte, no tuve que hablar con ella por
teléfono a través de un cristal, nos
metieron en una sala diminuta para que la conversación
fuera privada.
La viuda de mi padre me miraba con un aire de superioridad,
y la sonrisa no se le borraba de la cara.
- ¿Ves cómo acaban las malas personas,
Laura?
- Las dos sabemos que la mala de esta película
eres tú- le dije.
- Ay, pero ya ves, cosas del destino, tú estás
a punto de morir y yo de convertirme en millonaria.
- Sé que fuiste tú. Sé que lo
hiciste por la herencia de mi padre- le espeté.
- Sí, y lo mejor de todo es que te van a matar
sabiendo eso, sabiendo que fui yo. Sí, fui
yo, y te lo digo para que te mueras sabiendo que una
asesina fue capaz de engañar a tu estúpido
padre-.
Entonces, ella abandonó la sala y yo regresé
a mi celda.
La verdad es que no reflexioné sobre sus palabras,
pues no me había dicho nada que yo no supiera.
Al día siguiente conocí a varias presas
más. Estaba asustada, porque ninguna decía
arrepentirse de sus crímenes, pero para la
vida que me quedaba, ya me daba igual.
Entonces, la noche se cernió sobre la cárcel.
Ésa era la última noche, la última
vez que podría ver las estrellas. Desde la
pequeña ventana de mi celda yo contaba cuarenta
y dos, pero las que había en el firmamento
eran incontables.
La mayoría de mis compañeras de destino
que dormían en las celdas de al lado estaban
llorando. Yo no iba a llorar. No dejaba nada atrás
en el mundo. Mis padres habían muerto y no
tenía ningún pariente cercano. Los pocos
amigos que tenía los había hecho en
el instituto y ahora no se acordarían ni de
mi nombre. Tampoco tenía un perro, o un pez,
o una vecina a la que subirle las bolsas de la compra.
Nada. Nadie me iba a echar de menos, así que
¿qué sentido tenía llorar?
También, sabía que morir no iba a ser
difícil. Me daba más miedo enfrentarme
a las cosas cotidianas de la vida. Vivir es mucho
más doloroso.
Entonces, me quedé dormida.
A la mañana siguiente no tuve ninguna visita.
Esperaba recibir a mi abogado, pero cuando lo pensé,
me di cuenta de que no tenía nada que decirme.
Para ser el último día de mi vida, transcurrió
de una forma muy aburrida. Nada especial. Nada para
el recuerdo.
Así que cuando el sol se puso y llegó
la hora de mi ejecución, la muerte se me echó
encima. Vinieron a buscarme a la hora exacta. Y, mientras
caminaba por el pasillo, pensé en si alguna
vez se me había pasado por la cabeza morir
así, pero no. Muy pocos de mis pensamientos
habían estado dirigidos a la muerte.
Cuando mi paseo terminó, me introdujeron en
una sala amplia. Había muy pocas personas de
público. Estaban Nina y mi abogado. Nadie más.
Tampoco esperaba una mayor expectación, pues
la pena de muerte en Texas no era motivo de espectáculo.
Dos hombres fuertes me tumbaron en una camilla y
me amarraron a ella con una especie de abrazaderas.
Vi que había tres tipos de veneno, de los que
partían dos tubos y, mediante unas agujas,
me conectaron uno a cada brazo.
Entonces, una mujer vestida con bata blanca pulsó
dos botones cercanos a las bolsas de veneno. Vi cómo
un líquido amarillo avanzaba lentamente por
los tubos hasta llegar a mi brazo, donde noté
cómo el líquido pasaba a mis venas.
Al principio no sentí nada. Después,
vi cómo las luces de la habitación comenzaban
a apagarse. Casi podía oír que mi corazón
no latía, y sentía que cada vez me costaba
más respirar.
Entonces, una oscuridad se cernió sobre mí
y no volví a salir más de ella.
FIN
Teresa
Cobo Ruiz
LOS ÚLTIMOS DÍAS DE JOSÉ
El día 15, sí, 15 de febrero de 2009,
ése es mi último día de vida.
Aquí en San Juan (Puerto Rico) he sido detenido
por algo que ni siquiera he hecho. Estaba borracho,
pero estoy totalmente seguro de que yo no le maté.
Dentro de la cárcel las cosas son muy diferentes
y la gente te mira con mala cara, imagino que sea
porque soy el nuevo. No puedo recibir ninguna visita,
a excepción de mi abogado. Echo mucho de menos
a mi hermana Sara, ya que no tengo más familia
a la que extrañar. Llevo esperando cuatro días
a mi abogado al que aún no conozco.
- Señor José Ariondo, tiene una visita.-
me llamaron por el altavoz.
Acto seguido se abrió la celda y dos policías
me condujeron a la sala de visitas. Allí se
encontraba una mujer alta y delgada, apoyada contra
la pared, con un archivador lleno de papeles; ella
debía de ser mi abogada.
- Buenas tardes, José.- me dijo.
- Hola...- contesté sorprendido al ver que
era una mujer y no un hombre quien me iba a defender.
- Me llamo Elisabeth y voy a ser tu abogada.- contestó
amablemente.
- Vamos a perder el juicio, sólo me quedan
diez días de vida, sin contar el día
de mi muerte. No hace falta que se moleste, no hay
nada que hacer. Lo único que quiero es ver
a mi hermana Sara. Por favor, es lo único que
pido.
- Tranquilícese José, por supuesto que
va a ver a su hermana, pero cada cosa a su tiempo.
- ¿Ella está bien?- pregunté.
- Está perfectamente, pero no he venido aquí
a hablar de su hermana, sino de usted.- me contestó.
- Está bien.- dije fríamente.
- Ahora necesito que me cuente todo lo que sucedió,
sin olvidarse de ningún detalle. Comience desde
el principio y recuerde que es muy importante que
me cuente sólo la verdad, es por su bien.
- Está bien.- contesté.
- Adelante, le escucho.
- Yo estudiaba en la Universidad de San Juan Magisterio.
Las cosas me iban muy bien, tenía unas notas
estupendas y una novia, Inés, que me quería,
o eso es lo que yo creía en ese momento. Entre
mis compañeros de clase estaba el hijo del
rector, típico tío rico y chulo que
se creía superior a los demás, pero
lo cierto es que era una basura.
- ¿Por qué dice eso?- interrumpió
Elisabeth.
- Porque estaba metido en asuntos de drogas.
- ¿Cómo lo sabe?- volvió a interrumpir
la abogada.
- Le vi varias veces haciéndose rayas en el
baño.
- Continúa.- dijo Elisabeth.
- Una noche llamé a mi novia para salir a dar
un a vuelta y ella me dijo que tenía que acabar
el trabajo de psicología y que no podía
salir, así que decidí irme solo al bar
Alcalá que se encontraba a unos 2 kilómetros
de mi casa. Al llegar al bar me llevé una sorpresa
tremenda al ver a Inés y a Guillermo, el hijo
del rector, juntos. Me quedé observándoles
desde la puerta y vi que se besaban. Sentí
rabia y odio hacia los dos, eché a correr hacia
ellos y sin pensármelo dos veces le propiné
un puñetazo a Guillermo, él me lo devolvió
y el dueño del bar nos echó a la calle.
Cuando las cosas estuvieron más calmadas, les
pedí explicaciones, estaba destrozado y la
rabia todavía seguía en mí. Resultó
que Inés me engañaba desde hacía
tiempo. En ese momento, hundido y derrotado, lo único
que se me ocurrió fue huir.
- ¿Qué hiciste después?¿A
dónde fuiste?- intervino Elisabeth.
- Me fui al bar más cercano que encontré
y me emborraché, pero era consciente de mis
actos. A partir de aquí ya no recuerdo muy
bien, pero sí que recuerdo que a la vuelta,
camino a mi casa, vi salir a Guillermo de casa de
Inés y le esperé.
- ¿Qué pasó entonces?- interrumpió
Elisabeth.
- Cogí una de las botellas vacías de
cerveza, salí del coche y cuando Guillermo
estaba de espaldas se la rompí en la cabeza.
- ¿Qué hiciste luego?- intervino la
abogada.
- Nada, Guillermo se cayó al suelo y se dio
con el bordillo de la acera en la cabeza; él
empezó a sangrar, se quedó tirado en
el suelo, yo me asusté mucho y huí,
como era costumbre en mí.
- ¿A dónde fuiste?- me preguntó
la abogada. Yo en este momento estaba muy nervioso,
Elisabeth no paraba de escribir todo lo que yo decía
y ya no recordaba nada más.
- Ya no recuerdo nada más de ese día
-contesté- sólo recuerdo que al día
siguiente, por la mañana, entraron en mi casa
dos policías, me dijeron que me habían
acusado del asesinato de Guillermo Rodríguez
y que estaba condenado a muerte- terminé de
contar la historia.
- Muy bien, ¿está seguro de que no se
ha olvidado de ningún detalle?- preguntó.
- Sí, estoy seguro- respondí.
- Y, ¿entonces, cómo es que Guillermo
murió de un tiro en la frente?- preguntó
muy seria.
- A eso no puedo contestarle, Elisabeth, ni yo mismo
lo sé.- dije.
- Bueno, José, como bien ha dicho, usted está
acusado de asesinato y han encontrado sus huellas
en la botellas de cerveza. Usted dice que no le mató,
que sólo le partió una botella en la
cabeza, ¿no es así José?- me
preguntó.
- Sí, así es- dije.
- Muy bien, entonces tendré que buscar pruebas
que verifiquen que usted es inocente, que tenga un
buen día.
Dicho esto, la abogada se levantó, se fue y
a mí me llevaron de vuelta a mi celda.
Pasaron diez días y recibí una llamada
de mi abogada con malas noticias, no había
encontrado ninguna prueba que ayudara a mi liberación.
Otra llamada fue la de Sara, mi hermana, me dijo que
me quería y que no me preocupara porque pronto
iba a estar de vuelta con ella en casa. Me alegré
muchísimo al poder recibir una llamada suya
pero cada día estoy más triste y ya
no me queda ninguna esperanza, ni ninguna ilusión
para seguir viviendo, sólo me queda Sara.
Me quedan dos horas y voy a morir, ni siquiera me
dejan ver a mi hermana y si yo lo estoy pasando mal
no quiero saber cómo está ella. No puedo
dejarla sola, es mi hermana pequeña, la quiero
y no tiene a nadie más. En estos momentos lo
único que quiero es que ella se encuentre bien.
Esto fue lo único que pude pensar en todo
el día, quedan diez minutos y ya estoy en "el
matadero", así es como lo llamo yo. Sabía
que iba a morir, pero no que lo iba a hacer alegre
(dentro de lo que cabe) y esto se debe a que acabo
de despedirme de mi hermana por teléfono. Ella
está bien, aunque se la notaba en la voz que
estaba tan o más destrozada que yo, y eso me
ponía peor.
En estos diez últimos minutos he pensado en
todos los errores que yo he cometido y que por culpa
de Inés iba a dejar sola a mi hermana, pero
ya todo da igual.
Elisabeth
Por fin, esto es lo que estaba buscando. No sé
si ya será demasiado tarde, esperemos que no.
Acababa de encontrar una colilla en el lugar de los
hechos y la llevé al laboratorio, justo al
lado de donde sucedió todo.
Si mi reloj no estaba mal, debían de quedar
unos diez minutos para la ejecución de José,
y esto me estaba poniendo muy nerviosa. Antes de que
eso sucediera, llamé a la cárcel donde
él había estado encerrado.
- ¿Diga?-me respondió un hombre en tono
severo.
- Hola soy la abogada Elisabeth- dije rápidamente.
- Sí, sé quien es ¿qué
desea?- me preguntó.
- Quiero que detengan la ejecución de José,
mi cliente. Acabo de encontrar una prueba que, si
estoy en lo cierto, le convierte en inocente. Por
favor, llame a los guardias que van a matarle, diles
que no lo hagan, por favor.
- Claro Elisabeth, ahora mismo llamo, hasta luego-
dijo.
- Hasta luego y gracias- dicho esto, cerré
el móvil y entré en el laboratorio.
Apenas tardaron cinco minutos en saber el ADN de
la persona que fumó el cigarro y comprobar
que las huella de la colilla y las de la bala coincidían
y que eran de Felipe Gómez, el camello que
vendía las drogas a Guillermo, que le debía
dinero y ya tenía antecedentes penales. Felipe
pagará por lo que hizo.
Espero que el comisario haya llamado a tiempo. Acto
seguido me sonó el móvil.
- Lo siento Elisabeth, ya era tarde.
"Sara te quiero. Todos mis pensamientos se terminaron
con el impacto de una bala en mi frente.
José"
Yohana
Herrero Alonso
MIS ÚLTIMAS HORAS DE VIDA
Mi nombre es Alberto Gómez y voy a ser condenado
a muerte dentro de unas horas. Fui acusado de traición
en tiempos de guerra y mi historia comienza así:
Vivía en España en tiempos pasados,
pero cuando cumplí la tierna edad de veintinueve
años, me mudé y me fui a Brasil, ya
que después de haber acabado una carrera de
ingeniería me ofrecieron un puesto de trabajo
allí. Un año después, Getulio
Vargas llegó al poder imponiendo de esta manera
una dictadura. En ese momento yo me vi envuelto en
problemas políticos, pues pertenecía
a un partido comunista y no defendía una de
las principales normas de "SU SEÑORÍA",
la explotación del pueblo y las guerras por
el poder y el enriquecimiento propio en guerras suicidas
contra Estados Unidos que ocasionaban miles de muertos
y el hambre en las calles. Se preguntarán por
qué no entonces volví a mi país
natal. La respuesta es sencilla, pues allí
reinaba otra dictadura, el franquismo, y no más
cerca de mi libertad el abandono de este país
me podía costar la vida, que ironía.
Vargas, al verse tan lejos de la victoria contra
Estados Unidos, decidió aliarse con Alemania.
Aquí es cuando mi historia se complicó
aún más, pues a Vargas no se le ocurrió
otra cosa más que proporcionar a los ingenieros
alemanes puestos de trabajo aquí para elaborar
bombas y artefactos más importantes. Pero como
os podréis imaginar, no sólo trabajaban
los ingenieros alemanes sino los brasileños
y esto me incluía a mí también.
Si te negabas a trabajar con ellos te amenazaban con
la muerte y yo, por mis ideales que no eran desconocidos,
estaba más expuesto y vigilado ante esas amenazas,
aunque ahora sé que no me mataron antes porque
me necesitaban vivo. En fin, nos obligaron a hacer
una bomba cuyo nombre no llegué a saber, sólo
sé que tras la resistencia tan fuerte que oponía
Estados Unidos esa bomba fue a parar a las vidas de
la gente de allí sin dejar rastro ninguna de
éstas. Yo al enterarme de tal cosa no pude
quedarme con los brazos cruzados, mantuve correspondencia
con los partidos comunistas de allí para idear
un plan y matar a Vargas. Dicha correspondencia la
saqué del país pagando a mensajeros
que se dedicaban a ello, pero una de las cartas no
llegó a su destino sino que por un truncamiento
del destino me apresaron por tal escrito, y la finalización
del plan no llegó a las manos idóneas.
Por eso me condenaron y por eso ahora espero en la
tranquilidad de mi celda la muerte, "más
vale morir de pie que vivir arrodillado", qué
gran frase a mi parecer.
Me concedieron el privilegio de hablar con mi hermano
que viajó hasta aquí al enterarse de
mi noticia, pues "aunque traicionaste a la nación,
estuviste también ayudando a que ésta
prosperara durante un tiempo"; esas fueron las
palabras de un juez y aunque me pesa más que
la muerte, en cierto modo fue verdad. En la celda
hablamos en la intimidad:
- Sé valiente y deja de llorar. –. Le
dije a mi hermano que no paraba de sollozar.
- ¡Por qué es tan cruel el destino! -.
Exclamó mi hermano con un liviano aliento.
- No te preocupes más por mí, quiero
pedirte un favor.
- ¿Qué favor?
- Quiero que viajes a España y les des esto
a mis compatriotas, quiero concluir la misión
que no pude ni empezar.
- Pero si fallo me condenarán a mí también.
De repente se oyó la grave voz del carcelero
diciendo que se acabó el tiempo. Mientras me
arrastraban hacia mi fatal destino le decía
a mi hermano:
- Sólo te pido ese favor, despídete
de papá y de mamá por mí.
Cuando llegué a la plaza donde me iban a fusilar,
decidí mirar a los ojos de mis verdugos para
que vieran que no me importaba morir, sólo
quería que se acordaran de mí para siempre.
Sabía que mi hermano no me iba a defraudar,
siempre fue más fuerte que yo, y por eso no
me entristecía la muerte, mi muerte. Cuando
las balas penetraban en mi cuerpo sentí cómo
el metal caliente me arrebataba mi pequeño
lustro de vida.
A los pocos meses después Vargas, tras una
junta militar y el apoyo de las Naciones Unidas, fue
depuesto; se instauró entonces una nueva constitución
en 1946 aunque al tiempo se reprimían nuestras
ideas comunistas y a nuestros partidos. Al cabo de
cuatro años, en 1950, Vargas volvió
al poder al convocar unas nuevas elecciones, pero
no pudo con la presión al descubrirse corrupción
y todos los asesinatos cometidos a gente inocente,
incluyendo los de aquella mañana, con lo que
se suicidó en 1954 por la presión militar
para que abandonara.
Mi hermano no me defraudó, mantuvo un firme
contacto con los partidos políticos, pero sobre
todo ayudó en la investigación contra
el dictador y, ya ves, no le hizo falta mancharse
las manos.
Pablo Merino Galván
DE INJUSTICIA EN INJUSTICIA
Inmerso en un mundo de injusticias, de hambre, de
pobreza, de lucha, de esperanza... y cada uno viviendo
la vida que nos ha tocado: unos ricos, otros pobres,
unos en un país libre, otros en una dictadura,
unos condenados por sus delitos a sentencias de cárcel
y otros sentenciados a muerte en países como
en el que yo vivo, China. Éste es mi caso.
Yo, condenado a muerte por una de las tantas injusticias
de este mundo, un delito que no cometí, una
trampa que me pusieron por estar en el lugar equivocado
a la hora equivocada y para que los miserables asesinos
quedaran libres de sospecha.
Quedan menos de veinticuatro horas para que toda
mi agonía termine (o para que empiece) y en
lo único en lo que pienso es en las últimas
palabras que le dije a mi mujer que casi no me salían
de la emoción:
- El destino me ha traicionado y yo siento ahora que
te estoy traicionando... y...
- Ssss... no digas nada. Sólo disfrutemos de
este momento, de... nuestro último momento.
Aquellas palabras me llegaron muy profundas, tanto
que lloré por primera vez en la vida, y por
la mujer a la que siempre había amado. Una
noche con ella entre barrote y barrote, un guardia
que puede entrar en cualquier momento y arrebatármela
de los brazos, pero fue una noche con ella. Besos,
caricias, palabras, roces, pasión, placer.
Todo aquello que sentí en tan poco tiempo pero
que fue tan largo como la vida misma que me había
tocado. Podía haber durado más pero
una vez más, estaba en el sitio equivocado
a la hora equivocada. Merecía estar en mi casa
con mi mujer disfrutando de la vida, disfrutando de
lo que había ganado con sudor y lucha, pues
tan sólo tengo treinta años y una vida
por delante. Ni siquiera podré disfrutar de
nuestros hijos porque nunca podré tener hijos
con ella. Eso es lo que dije antes de saber que estaba
embarazada. Otra vez, volví a llorar, pero
esta vez más de alegría que de pena.
Llegó la hora de arrebatármela de los
brazos y le di el mejor beso... el último beso.
Ella me lo devolvió entre lágrimas y
dejó caer un te quiero muy sincero, el cual
me llegó a lo más profundo. Y sin pensarlo
le di otro beso y la dije que le amaba.
Son las doce en punto del mediodía y ya oigo
las llaves del guardia dispuestas a abrir la puerta
que me lleva a una de las muertes más dolorosas
que puede haber: la silla eléctrica. Me sientan,
me quitan las esposas para atarme a la silla, me mojan
la frente y me colocan el casco. A un minuto de acabar
todo, me preguntan si quiero decir algo:
- ¿Tienes alguna última voluntad o algo
que decir?- me pregunta un guardia.
- Sí, sólo una cosa... espero... que
algún día os arrepintáis y os
deis cuenta de que yo no soy culpable, y espero que
ese día sea pronto, aunque demasiado tarde.
Acabé de decir esto y...
Y mi padre acabó muerto por una injusticia,
la injusticia más grande del mundo. Una injusticia
que a mi padre le tocó vivir y a mí
sufrir. Pasados quince años, todavía
no se ha encontrado a los culpables, pero yo los encontraré
y por fin mi padre podrá descansar en paz y
mi familia vivir en la paz.
Julia
Ruiz Salmón
UN SUSTO DE MUERTE
Cuando tenía 20 años recién
cumplidos me integré en la universidad de Haití
en Puerto Príncipe (el Caribe). Allí
viví durante los siguientes cuatro años,
que eran los que necesitaba para realizar mi carrera
como periodista. La gente en general era maja aunque
bastante descarada porque en cuanto veían a
alguien extranjero, como era mi caso, se le quedaban
mirando como las vacas al tren e, incluso, te señalaban
con el dedo. Eso fue lo que me pasó a mí
en mi primer día de clase, pero no me sentí
muy distante a la gente, ya que conocía a una
chica que vivía en la misma residencia que
yo y casualmente estudiaba mi misma carrera, Cleo
era su nombre. También me había relacionado
con Lwis, que no era extranjero pero sí su
primer año de carrera. Con ellos dos fue con
los que más me relacioné durante mi
estancia en Haití; pero no fueron los únicos,
Ricky y Charlot también salían con nosotros
e iban a nuestra clase.
Cada día al salir de clase nos reuníamos
en un parque cercano a nuestra residencia para dar
una vuelta por la ciudad, aunque no era muy grande
y yo me la conocí en poco tiempo, ya que me
parecía muy pequeña comparada con mi
ciudad natal, Madrid. Era muy divertido pasar un rato
junto a gente agradable y de tu misma edad, con quienes
puedes hablar de cualquier tema, ya que de todo saben
algo.
Cleo y Ricky decían que conocían a
Charlot desde pequeña y que nunca habían
estado en su casa. Les parecía que desde que
se les murió el hermano era como si escondiese
algo y no quería que se enterase nadie. Yo
fui la primera persona que invitó a su casa
desde hacía 12 años. Su casa era antigua
pero muy grande. Ella me contó que sus padres
habían muerto en un accidente de tráfico
hacía cuatro años. En su casa vi fotos
que tenía con un niño pequeño
de unos 8 años, rubio de pelo, tez morena,
ojos azules y con buen tipo.
- ¿Y éste quién es?- le pregunté
con curiosidad.
- Éste es mi hermano pequeño, Logan,
que le mataron el verano pasado al salir de clase
una banda de chavales que le tenían envidia
de lo pijo que era- me contestó casi llorando
pero con rabia.
Más adelante tenía una habitación
llena de recortes de prensa con fotos y titulares
como de un asesinato.
- ¿Y todos estos recortes y fotos de qué
son?- le pregunté, un poco avergonzada porque
igual pensaba que era una cotilla.
- Eso es de cuando mataron a mi hermano – me
dijo con firmeza- que no pillaron a los culpables.
- Pero teniendo aquí estas fotos y viéndolas
todos los días, te recordará y será
peor ¿no?- le pregunté.
Hubo un silencio y me dijo:
- Emma, cómo se nota que no has perdido a un
ser querido y quieres pillar a los culpables para
que los encarcelen o los maten- tenía la mirada
perdida por una pequeña ventanita que había
en la negra habitación- no quiero que salga
de nosotras ¿vale Emma?. Esto sólo te
lo he contado a ti porque confío en ti, no
lo sabe ni Lwis tan siquiera- me dijo saliendo de
la habitación.
- Te prometo que no saldrá de aquí,
Charlot, pero cuando venga Lwis qué le vas
a decir. ¿Qué hay aquí dentro?-
le pregunté señalando a la puerta cerrada
del final del pasillo.
- Pues nada, le digo que es el cuarto de mis padres
y que su olor me recuerda a ellos y que por eso no
entro desde su accidente.
Ya era casi de noche y yo ya tenía que volver
a mi residencia antes de las 10, así que me
despedí de ella y me fui caminando, dejando
atrás aquella casa misteriosa.
Al día siguiente había que ir a la
universidad. Charlot no se separó de mí
ni un momento, no sé si sería porque
me estaban todos poniendo a prueba.
- Todo marcha bien- me dijo Charlot al terminar las
clases. Yo no le paraba de dar vueltas a la historia
que me había contado hacía días.
Todos los sábados durante el resto del curso
iba a casa de Charlot para ayudarla a seguir al cabecilla
de la pandilla que mató a Logan. Cleo, Ricky
y Lwis estaban mosqueados porque nadie les contaba
lo que estaba pasando. Yo creía que en cuanto
diese con el paradero del chico llamaría a
la policía para avisarles de que fue él
el que mató al hermano y que sabía donde
podían encontrarle. Pero no fue así,
me engañó, porque una tarde por medio
de unas fotografías escaneadas en el portátil
de Charlot dimos con él; se llamaba Jack y
era un año mayor que Logan, vestía de
negro normalmente y era el mismo del que sospechaba
Charlot. Esa semana Charlot no apareció por
la universidad y nadie sabía por qué
era, ya que sólo yo sabía dónde
estaba su casa. Yo pensé que seguiría
con la investigación y por ello no les dije
nada a los demás. Pero el sábado siguiente
cuando, al igual que los anteriores, fui a su casa
a las seis o así, más tarde que otros
sábados porque estuve con Cleo estudiando en
la biblioteca de la universidad desde por la mañana,
no encontré a nadie a primera vista, sólo
a un joven tendido en el suelo sin moverse boca abajo.
Le di la vuelta y era Jack. Tenía un cuchillo
de cocina clavado en el estómago y varios recientes
moratones por todo el cuerpo como si le hubieran dado
una paliza. Oí ruidos en la habitación
misteriosa pintada de negro, en la que días
atrás habíamos estado buscando a Jack
mediante el portátil. Allí sólo
se hallaba una sombra colgada en el techo, hasta que
encendí la luz. Era Charlot la que estaba allí
arriba, la toqué y la bajé del gancho
donde estaba enganchada la cuerda. Ella ya no respiraba
ni tenía pulso y la sangre parecía caliente,
eso quería decir que no hacía muchas
horas que había muerto; en cambio la sangre
de Jack era templada, pero no llegaba a estar fría
del todo. Yo hice lo que pude para salvar a Charlot
y a Jack, pero me entró tal cobardía
que me fui a casa corriendo llena de sangre por todas
partes. Entré en la residencia y me metí
en la habitación y no me dejaban de venir imágenes
a la cabeza de lo que acababa de ver. Más tarde
llegaron Cleo, Ricky y Lwis a la residencia. Se dieron
cuenta de que yo estaba en la habitación y
al verme en ese estado corrieron hacia mí a
ver qué me pasaba. Yo no me pude contener más
sin soltarlo y les conté todo lo que había
pasado. Ellos al principio estaban muy atónitos
pero luego se echaron a llorar desconsoladamente.
Al cabo de un mes la policía llegó a
nuestra residencia preguntando por mí. Yo estaba
asustada y desconcentrada por la detención.
Me esposaron y me llevaron a comisaría. Yo
estaba pensando por qué estaría allí
en esa situación si no había cometido
ningún delito ni había robado ni nada.
Yo no paraba de preguntar, por qué estaba
allí a todo policía que pasaba por delante
de mi celda. Hasta que, como a las dos semanas, me
nombró un policía y me dijo que me tenían
que interrogar. Allí me retuvieron como cinco
horas, que se me hicieron eternas, preguntándome
por la muerte de Charlot y de Jack. Yo les decía
que no tenía nada que ver y les conté
lo sucedido aunque ellos no se lo creían porque
decían que habían encontrado mis huellas
en sus cadáveres y yo no tenía nada
para demostrar lo contrario.
Ellos me dijeron que estaba sentenciada a pena de
muerte y que dentro de una semana máximo me
matarían si no contaba lo contrario con sus
pruebas correspondientes. Charlot había muerto
a las 4 de la tarde del sábado y Jack a las
12 del mediodía, yo a esas horas estaba en
la biblioteca estudiando con Cleo. Esto lo descubrió
mi abogado al interrogar a mis amigos y al ir a la
biblioteca a ver mi registro y cuándo había
sido la última vez que había entrado
allí. Mi abogado pudo sacarme de allí
y exculparme de aquel caso cuando sólo me quedaban
dos días para morir.
- Gracias, señor Fernández- le dije
con todo el respeto.
- No hay de qué, es mi trabajo. Pero te tenías
que haber dado cuenta de lo de la biblioteca antes.
- Ya, es cierto, lo siento- contesté temblando.
- Está bien, no pasa nada- dijo con amabilidad
mi abogado saliendo de la celda y quedando yo libre.
En cuanto salimos de la cárcel fuimos a buscar
a mis amigos para ir a tomarnos algo en una cafetería
para celebrar mi libertad.
Terminé mi carrera en un año más
de lo esperado, ya que por aquel percance tuve que
repetir curso. Me dieron trabajo en Madrid y ahora
vivo con mi novio Lwis y mis dos de inseparables mejores
amigas Cleo y Ricky. Ellas también trabajan
en la misma empresa que Lwis y que yo.
Lorena
Uslé Vejo
HISTORIA SOBRE LA PENA DE MUERTE (2ª
GUERRA MUNDIAL)
Atardecía, o quizá el sol se alzaba
para coronarse en su trono diurno, pero a mí
eso no me importaba, no después de que la operación
militar para tomar el puente norte hubiese fracasado,
y seis de los quince soldados de nuestra compañía
hubiesen sido apresados.
Ahora nos consumíamos en la incertidumbre
de nuestro negro futuro, esperanzados de que la plaza
fuerte alemana en la que esperábamos resignados
nuestra condena fuera conquistada por las tropas aliadas
antes de que el verdugo pusiera punto y final a nuestras
andanzas en este mundo teñido ahora de sangre
por la masacre de la 2ª Guerra Mundial porque,
¿qué futuro podría esperarles
a unos soldados ingleses capturados por los alemanes?
Los improvisados calabozos se situaban en una gruta
cercana al pueblo fuertemente defendido. No había
guardias vigilándonos, pero tampoco eran necesarios,
pues unos férreos barrotes nos impedían
la huida.
Profundas eran mis lamentaciones por los infortunios
que me había tocado vivir cuando el sonido
de un disparo sordo retumbó en la gruta, y
el ruido de unas pesadas botas fue haciéndose
más audible en la distancia.
- Llegó nuestra hora, compañeros- comuniqué
a mis compatriotas en un tono que mal disimulaba el
miedo que me invadía.
Grande fue mi conmoción cuando creí
distinguir en la oscuridad las vestimentas de los
soldados del cuerpo de inteligencia británico,
entre los que sorprendentemente se hallaba mi hermano,
que había ingresado hacía poco en el
cuerpo.
- ¡Rápido! ¡Echaos atrás,
volamos esto y nos largamos!- nos gritó el
que parecía el jefe del comando.
El estruendo de la explosión había
alertado a dos patrullas enemigas que hacían
guardia por las colinas cercanas, y al observar sus
movimientos comprendí que pretendían
cercarnos.
Nosotros corríamos intentando ser silenciosos,
adentrándonos en la maleza.
Según me informaron, teníamos que dirigirnos
al norte, hacia un bosquejo cercano a la ribera del
río donde habían escondido la embarcación
que posibilitaba nuestra escapada.
Cuando alcanzamos furtivamente el bosquejo respiré
una tranquilidad que hacía tiempo que ansiaba,
pero una incómoda sensación de impaciencia
me fue embargando cuando, después de buscar
el bote entre la vegetación, éste no
daba señales de encontrarse ahí.
Sucedió todo muy rápido: un foco de
luz muy intensa, unos disparos atronadores, un bestial
golpe en mi casco…
Abrí los ojos, y lo primero que encontré
fue el rostro sangrante de mi hermano que lloraba.
Nos hallábamos en una habitación de
paredes grisáceas que, a juzgar por las estanterías
repletas de archivos, había sido una oficina
reconvertida ahora en una improvisada prisión.
- ¿Qué va a ser de nosotros, Peter?
¿Hay palabras para definir esta guerra, el
sufrimiento que se refleja en rostros inocentes, las
muertes que deja esta contienda?¿Las hay, acaso?-
me preguntaba mi hermano entre sollozos, mientras
la sangre y las lágrimas se fusionaban en su
demacrado rostro.
No supe responder. El abatimiento era general en
todos mis compatriotas, que rememoraban ahora totalmente
abatidos momentos felices junto a sus seres queridos,
y se cuestionaban si volverían a reunirse.
- ¡Respóndeme!- me exigió Arthur,
que así se llamaba mi hermano- ¿No es
cruel que muera tanta gente porque un loco quiera
hacer realidad sus infelices sueños?
- No sirve de nada lamentarse ahora, hermano. Hacemos
lo que podemos; tenemos que ser fuertes y resistir-
intentaba alentar a mi hermano.
- ¿Cómo se es fuerte cuando la muerte
te acecha? Yo la veo. La presiento en un largo túnel
de oscuridad que conduce a las tinieblas y al abismo-
mi hermano comenzaba a desesperarse.
Y así transcurrió la noche, y ya clareaba
cuando un estridente chirrido anunciaba que venían
a por nosotros. La puerta se quejaba al abrirse, y
por ella entraron once soldados alemanes, uno por
cada uno de nosotros.
En un inglés pésimo nos ordenaron que
fuéramos saliendo en fila india. Cinco de ellos
nos guiaban por oscuros pasillos, sólo iluminados
muy de vez en cuando por alguna titilante bombilla,
y el resto iba detrás de nosotros, para evitar
que nos distendiéramos.
Al fin salimos a un patio por una puerta de emergencia
en el que habían levantado un paredón
de fusilamiento a base de escombros y cemento.
Un callejón en el lado oeste del patio conectaba
con la calle, y un camión que parecía
¿británico? estaba aparcado a la izquierda
de la entrada.
Una comitiva de aparentes transeúntes bajó
del camión con un hombre completamente encadenado.
Mi extrañeza iba en aumento. ¿Qué
estaba sucediendo? ¿Acaso ahora los pelotones
de fusilamiento iban en un camión de pueblo
en pueblo dispensando la muerte?
Los hombres dejaron al reo en el espacio que había
entre nosotros y su vehículo, y los alemanes
nos indicaron que avanzáramos ahora nosotros
hacia el reducido camión.
Cuando los misteriosos personajes nos pidieron que
nos apuráramos, me di cuenta del milagro que
se estaba obrando, de que nuestra salvación
estaba próxima. ¡Un trueque con los alemanes
nos abría las puertas de la vida cuando ya
nos veíamos en el umbral de la muerte!
- Debe de ser alguien muy importante- pensé
cuando nos alejábamos, ya tranquilos pero hartos
de emociones fuertes en el traqueteante camión
hacia terreno seguro- pues han aceptado intercambiar
a una sola persona por todos nosotros.
Jacobo
Abascal Romero

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