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Red-acción
II Época / Nº31
Marzo
2009
CULTURA / GALERÍA DE ARTE

Condenados a morir

Por Teresa Cobo Ruiz, Yohana Herrero Alonso, Pablo Merino Galván, Julia Ruiz Salmón, Lorena Uslé Vejo y Jacobo Abascal Romero, alumnos de 3º F del IES Ricardo Bernardo de Solares.

Los alumnos de 3º F han trabajado este trimestre la narración y, tras asimilar toda la teoría y haber analizado algunos relatos cortos, se les ha propuesto que realizaran su propia narración partiendo de unas pautas. También, en la educación en valores y atendiendo a nuestro orden constitucional y democrático, se ha debatido sobre la pena de muerte.

La propuesta ha sido la siguiente: narración en primera persona. Historia de una persona que está condenada a muerte en un país en el que sea legal la pena de muerte. Deben aparecer diálogos con familia, abogados u otras personas. Ha de ser verosímil, para ello deben recabar información real de los países elegidos. También pueden trasladarse en el tiempo. Éstas son seis de las creaciones de los alumnos.

Bloggers condenados a muerte en Irán.

OSCURIDAD

Cuando la policía de Texas llamó a mi puerta pensé sinceramente que se habían equivocado de planta. Cualquiera de mis vecinos tenía más de delincuente que yo. Me acababa de mudar a la ciudad de Abilene y en mi vida le había hecho daño a nadie.

Estaba a punto de irme a trabajar cuando dos hombres uniformados como policías me sacaron de mi casa y me trasladaron a una prisión preventiva, por lo que pude leer en el rótulo de la entrada.

Me retuvieron durante un rato en el que nadie me dijo nada ni me preguntó nada, y en el que yo aproveché para mantener mi cabeza ocupada en la posible causa de mi arrestamiento. Pensé en los paquetes de chicles que robaba de pequeña con mis amigas y en el albornoz con el que me quedé perteneciente a un hotel de la costa, y, de pronto, mi abogado, con el que me habían dado derecho a hablar, entró en mi celda.
- ¿Qué ha pasado? ¿Por qué me han detenido?
- Te acusan de un delito grave, Laura.- hizo una pausa y prosiguió- te acusan de matar a tu padre.
- ¿Mi padre? ¿Mi padre ha muerto?- la noticia de mi detención no me dolía tanto como la de la muerte de mi progenitor.
- ¿Y por qué Nina no me ha dicho nada?- pregunté.

Nina era la actual esposa de mi padre, con la que se casó después de que mi madre muriera al darme a luz.
- No te ha dicho nada porque ella es la denunciante, ha testificado como testigo. Dice que te vio apuñalar a tu padre a sangre fría y que justo después cambiaste de domicilio.
- ¿Y por qué no ha presentado primero su denuncia?- llevaba ya más de dos semanas en Abilene.
- Dice que por miedo, que eres muy agresiva, pero tu padre murió el día que tu te fuiste y ese mismo día el forense examinó su cuerpo. Murió de una puñalada.
Cada vez me estaba poniendo más y más nerviosa.
- ¿Hay alguna prueba contra mí?
- Sí, Nina ha traído una grabación realizada una semana antes de la muerte de tu padre, que grabó ella desde una webcam. La policía ha ido a investigar la casa en la que vivíais y ha encontrado más pruebas contra ti.
El juicio se celebrará mañana. Si no has sido tú, debes decir la verdad.
- ¡Pues claro que no he sido yo!- me indignaba que me creyeran capaz de matar a mi propio padre.
- Pues di la verdad, yo no te puedo ayudar. Pero, Laura, el fiscal pide la condena a muerte y hay demasiadas pruebas en tu contra.

Entonces, mi abogado abandonó la celda y me dejó allí, con la muerte de mi padre, una acusación indebida y una condena a muerte sobre mí.

Las horas siguientes, que no sé si fueron dos, cuatro o diez, las pasé pensando. Pensando en mi padre, que estaba muerto. En porqué había cambiado a su heredera (de una gran cantidad de dinero), que ahora era Nina, tres días antes de morir, cuando llevaba tanto tiempo escrito mi nombre en su testamento. Pensando en lo que podía llegar a ser capaz la gente por un puñado de dinero. Pensando en las pruebas que había contra mí. Pensando en el juicio que tenía mañana por delante y pensando en la condena a muerte.

De pronto, me llevaron la cena a mi celda, que consistía en dos tostadas calientes y un vaso de leche que no podía tomar por mi intolerancia a la lactosa. Después, creo que me quedé dormida, aunque yo no quería. Sabía que si me quedaba dormida soñaría y vería cosas que no quería ver. Tenía miedo al juicio, y procuraba acordarme de que, de momento, no me habían condenado a muerte.

Entonces, una mano que movía mi hombro con fuerza me despertó. Eran dos hombres, que me dijeron que había llegado la hora de ser juzgada.

Me sacaron de la celda y me montaron en una furgoneta que me llevó hasta los juzgados. Los conocía. Cada mañana pasaba por ahí para ir a trabajar, y añoré los días, que ahora me parecían tan lejanos, en los que pasaba por ahí conduciendo mi coche.

Entonces entré dentro del edificio, y los mismos hombres que me habían despertado me condujeron a una sala amplia, muy parecida a las que se ven en las películas, pero ésta estaba vacía.

Me llevaron a una silla, y, acto seguido, a mi lado se sentó mi abogado. Me dijo que sabía lo de la herencia, y que ésa era nuestra principal prueba para desbaratar la acusación de Nina.

A medida que me hablaba, la sala se iba llenando. De todas las personas que entraron sólo conocía a dos, el antiguo abogado de mi padre y su cliente, Nina, la mujer que me había llevado a estar delante de un tribunal, y, probablemente, la asesina de mi padre.

Entonces, el juez llegó y el juicio comenzó. Me llevaría tiempo contar todo lo que se dijo entre esas cuatro paredes, todo lo que sentí, todas las mentiras que se dijeron y todas las pruebas que se presentaron en mi contra.

Simplemente Nina presentó su grabación, que representaba una discusión entre mi padre y yo en la que se oponía a que dejara de vivir con él.

También el arma homicida, un cuchillo que yo podría haber tocado en casa mil veces, un montón de pruebas más con mi ADN y, aunque mi abogado intentó culpar a Nina por el tema del testamento, esta acusación se volvió en mi contra y quedó allí expuesto el móvil de venganza, por haberme retirado su herencia.

Por eso la jueza, impasible, me condenó a muerte. Por algo que no había hecho. Por algo que jamás habría hecho. Por algo de lo que sabía quién era culpable. Y por algo que me iba a sacar de este mundo dentro de tres días mediante una inyección letal.

Sin dejar que mi cabeza fuera más allá en mis pensamientos, me volvieron a trasladar en la misma furgoneta de antes a la prisión en la que moriría. Allí, me embutieron en un peto naranja y me llevaron a mi celda. Cada reclusa dormía en una celda diferente, y todas estábamos condenadas a muerte. A algunas les conseguirían alargar el plazo hasta el día de la ejecución. Otras se librarían por una intervención magistral de su abogado, pero la mayoría no saldríamos de aquellas celdas. Salvo para ir a morir, claro.

La verdad es que la cárcel no era tan mala como la pintaban. Nos trataban bastante bien, nos daban de comer aceptablemente y las condiciones de higiene eran bastante buenas. Recibíamos visitas cuando queríamos, y el día después del juicio yo tuve una visita completamente inesperada, Nina. Por suerte, no tuve que hablar con ella por teléfono a través de un cristal, nos metieron en una sala diminuta para que la conversación fuera privada.

La viuda de mi padre me miraba con un aire de superioridad, y la sonrisa no se le borraba de la cara.
- ¿Ves cómo acaban las malas personas, Laura?
- Las dos sabemos que la mala de esta película eres tú- le dije.
- Ay, pero ya ves, cosas del destino, tú estás a punto de morir y yo de convertirme en millonaria.
- Sé que fuiste tú. Sé que lo hiciste por la herencia de mi padre- le espeté.
- Sí, y lo mejor de todo es que te van a matar sabiendo eso, sabiendo que fui yo. Sí, fui yo, y te lo digo para que te mueras sabiendo que una asesina fue capaz de engañar a tu estúpido padre-.
Entonces, ella abandonó la sala y yo regresé a mi celda.

La verdad es que no reflexioné sobre sus palabras, pues no me había dicho nada que yo no supiera. Al día siguiente conocí a varias presas más. Estaba asustada, porque ninguna decía arrepentirse de sus crímenes, pero para la vida que me quedaba, ya me daba igual.

Entonces, la noche se cernió sobre la cárcel. Ésa era la última noche, la última vez que podría ver las estrellas. Desde la pequeña ventana de mi celda yo contaba cuarenta y dos, pero las que había en el firmamento eran incontables.

La mayoría de mis compañeras de destino que dormían en las celdas de al lado estaban llorando. Yo no iba a llorar. No dejaba nada atrás en el mundo. Mis padres habían muerto y no tenía ningún pariente cercano. Los pocos amigos que tenía los había hecho en el instituto y ahora no se acordarían ni de mi nombre. Tampoco tenía un perro, o un pez, o una vecina a la que subirle las bolsas de la compra. Nada. Nadie me iba a echar de menos, así que ¿qué sentido tenía llorar?
También, sabía que morir no iba a ser difícil. Me daba más miedo enfrentarme a las cosas cotidianas de la vida. Vivir es mucho más doloroso.
Entonces, me quedé dormida.

A la mañana siguiente no tuve ninguna visita. Esperaba recibir a mi abogado, pero cuando lo pensé, me di cuenta de que no tenía nada que decirme. Para ser el último día de mi vida, transcurrió de una forma muy aburrida. Nada especial. Nada para el recuerdo.

Así que cuando el sol se puso y llegó la hora de mi ejecución, la muerte se me echó encima. Vinieron a buscarme a la hora exacta. Y, mientras caminaba por el pasillo, pensé en si alguna vez se me había pasado por la cabeza morir así, pero no. Muy pocos de mis pensamientos habían estado dirigidos a la muerte.

Cuando mi paseo terminó, me introdujeron en una sala amplia. Había muy pocas personas de público. Estaban Nina y mi abogado. Nadie más. Tampoco esperaba una mayor expectación, pues la pena de muerte en Texas no era motivo de espectáculo.

Dos hombres fuertes me tumbaron en una camilla y me amarraron a ella con una especie de abrazaderas. Vi que había tres tipos de veneno, de los que partían dos tubos y, mediante unas agujas, me conectaron uno a cada brazo.

Entonces, una mujer vestida con bata blanca pulsó dos botones cercanos a las bolsas de veneno. Vi cómo un líquido amarillo avanzaba lentamente por los tubos hasta llegar a mi brazo, donde noté cómo el líquido pasaba a mis venas.

Al principio no sentí nada. Después, vi cómo las luces de la habitación comenzaban a apagarse. Casi podía oír que mi corazón no latía, y sentía que cada vez me costaba más respirar.
Entonces, una oscuridad se cernió sobre mí y no volví a salir más de ella.

FIN

                                                                                       Teresa Cobo Ruiz

 

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE JOSÉ

El día 15, sí, 15 de febrero de 2009, ése es mi último día de vida. Aquí en San Juan (Puerto Rico) he sido detenido por algo que ni siquiera he hecho. Estaba borracho, pero estoy totalmente seguro de que yo no le maté.

Dentro de la cárcel las cosas son muy diferentes y la gente te mira con mala cara, imagino que sea porque soy el nuevo. No puedo recibir ninguna visita, a excepción de mi abogado. Echo mucho de menos a mi hermana Sara, ya que no tengo más familia a la que extrañar. Llevo esperando cuatro días a mi abogado al que aún no conozco.
- Señor José Ariondo, tiene una visita.- me llamaron por el altavoz.

Acto seguido se abrió la celda y dos policías me condujeron a la sala de visitas. Allí se encontraba una mujer alta y delgada, apoyada contra la pared, con un archivador lleno de papeles; ella debía de ser mi abogada.
- Buenas tardes, José.- me dijo.
- Hola...- contesté sorprendido al ver que era una mujer y no un hombre quien me iba a defender.
- Me llamo Elisabeth y voy a ser tu abogada.- contestó amablemente.
- Vamos a perder el juicio, sólo me quedan diez días de vida, sin contar el día de mi muerte. No hace falta que se moleste, no hay nada que hacer. Lo único que quiero es ver a mi hermana Sara. Por favor, es lo único que pido.
- Tranquilícese José, por supuesto que va a ver a su hermana, pero cada cosa a su tiempo.
- ¿Ella está bien?- pregunté.
- Está perfectamente, pero no he venido aquí a hablar de su hermana, sino de usted.- me contestó.
- Está bien.- dije fríamente.
- Ahora necesito que me cuente todo lo que sucedió, sin olvidarse de ningún detalle. Comience desde el principio y recuerde que es muy importante que me cuente sólo la verdad, es por su bien.
- Está bien.- contesté.
- Adelante, le escucho.
- Yo estudiaba en la Universidad de San Juan Magisterio. Las cosas me iban muy bien, tenía unas notas estupendas y una novia, Inés, que me quería, o eso es lo que yo creía en ese momento. Entre mis compañeros de clase estaba el hijo del rector, típico tío rico y chulo que se creía superior a los demás, pero lo cierto es que era una basura.
- ¿Por qué dice eso?- interrumpió Elisabeth.
- Porque estaba metido en asuntos de drogas.
- ¿Cómo lo sabe?- volvió a interrumpir la abogada.
- Le vi varias veces haciéndose rayas en el baño.
- Continúa.- dijo Elisabeth.
- Una noche llamé a mi novia para salir a dar un a vuelta y ella me dijo que tenía que acabar el trabajo de psicología y que no podía salir, así que decidí irme solo al bar Alcalá que se encontraba a unos 2 kilómetros de mi casa. Al llegar al bar me llevé una sorpresa tremenda al ver a Inés y a Guillermo, el hijo del rector, juntos. Me quedé observándoles desde la puerta y vi que se besaban. Sentí rabia y odio hacia los dos, eché a correr hacia ellos y sin pensármelo dos veces le propiné un puñetazo a Guillermo, él me lo devolvió y el dueño del bar nos echó a la calle. Cuando las cosas estuvieron más calmadas, les pedí explicaciones, estaba destrozado y la rabia todavía seguía en mí. Resultó que Inés me engañaba desde hacía tiempo. En ese momento, hundido y derrotado, lo único que se me ocurrió fue huir.
- ¿Qué hiciste después?¿A dónde fuiste?- intervino Elisabeth.
- Me fui al bar más cercano que encontré y me emborraché, pero era consciente de mis actos. A partir de aquí ya no recuerdo muy bien, pero sí que recuerdo que a la vuelta, camino a mi casa, vi salir a Guillermo de casa de Inés y le esperé.
- ¿Qué pasó entonces?- interrumpió Elisabeth.
- Cogí una de las botellas vacías de cerveza, salí del coche y cuando Guillermo estaba de espaldas se la rompí en la cabeza.
- ¿Qué hiciste luego?- intervino la abogada.
- Nada, Guillermo se cayó al suelo y se dio con el bordillo de la acera en la cabeza; él empezó a sangrar, se quedó tirado en el suelo, yo me asusté mucho y huí, como era costumbre en mí.
- ¿A dónde fuiste?- me preguntó la abogada. Yo en este momento estaba muy nervioso, Elisabeth no paraba de escribir todo lo que yo decía y ya no recordaba nada más.
- Ya no recuerdo nada más de ese día -contesté- sólo recuerdo que al día siguiente, por la mañana, entraron en mi casa dos policías, me dijeron que me habían acusado del asesinato de Guillermo Rodríguez y que estaba condenado a muerte- terminé de contar la historia.
- Muy bien, ¿está seguro de que no se ha olvidado de ningún detalle?- preguntó.
- Sí, estoy seguro- respondí.
- Y, ¿entonces, cómo es que Guillermo murió de un tiro en la frente?- preguntó muy seria.
- A eso no puedo contestarle, Elisabeth, ni yo mismo lo sé.- dije.
- Bueno, José, como bien ha dicho, usted está acusado de asesinato y han encontrado sus huellas en la botellas de cerveza. Usted dice que no le mató, que sólo le partió una botella en la cabeza, ¿no es así José?- me preguntó.
- Sí, así es- dije.
- Muy bien, entonces tendré que buscar pruebas que verifiquen que usted es inocente, que tenga un buen día.
Dicho esto, la abogada se levantó, se fue y a mí me llevaron de vuelta a mi celda.

Pasaron diez días y recibí una llamada de mi abogada con malas noticias, no había encontrado ninguna prueba que ayudara a mi liberación. Otra llamada fue la de Sara, mi hermana, me dijo que me quería y que no me preocupara porque pronto iba a estar de vuelta con ella en casa. Me alegré muchísimo al poder recibir una llamada suya pero cada día estoy más triste y ya no me queda ninguna esperanza, ni ninguna ilusión para seguir viviendo, sólo me queda Sara.

Me quedan dos horas y voy a morir, ni siquiera me dejan ver a mi hermana y si yo lo estoy pasando mal no quiero saber cómo está ella. No puedo dejarla sola, es mi hermana pequeña, la quiero y no tiene a nadie más. En estos momentos lo único que quiero es que ella se encuentre bien.

Esto fue lo único que pude pensar en todo el día, quedan diez minutos y ya estoy en "el matadero", así es como lo llamo yo. Sabía que iba a morir, pero no que lo iba a hacer alegre (dentro de lo que cabe) y esto se debe a que acabo de despedirme de mi hermana por teléfono. Ella está bien, aunque se la notaba en la voz que estaba tan o más destrozada que yo, y eso me ponía peor.

En estos diez últimos minutos he pensado en todos los errores que yo he cometido y que por culpa de Inés iba a dejar sola a mi hermana, pero ya todo da igual.

Elisabeth

Por fin, esto es lo que estaba buscando. No sé si ya será demasiado tarde, esperemos que no.
Acababa de encontrar una colilla en el lugar de los hechos y la llevé al laboratorio, justo al lado de donde sucedió todo.

Si mi reloj no estaba mal, debían de quedar unos diez minutos para la ejecución de José, y esto me estaba poniendo muy nerviosa. Antes de que eso sucediera, llamé a la cárcel donde él había estado encerrado.
- ¿Diga?-me respondió un hombre en tono severo.
- Hola soy la abogada Elisabeth- dije rápidamente.
- Sí, sé quien es ¿qué desea?- me preguntó.
- Quiero que detengan la ejecución de José, mi cliente. Acabo de encontrar una prueba que, si estoy en lo cierto, le convierte en inocente. Por favor, llame a los guardias que van a matarle, diles que no lo hagan, por favor.
- Claro Elisabeth, ahora mismo llamo, hasta luego- dijo.
- Hasta luego y gracias- dicho esto, cerré el móvil y entré en el laboratorio.

Apenas tardaron cinco minutos en saber el ADN de la persona que fumó el cigarro y comprobar que las huella de la colilla y las de la bala coincidían y que eran de Felipe Gómez, el camello que vendía las drogas a Guillermo, que le debía dinero y ya tenía antecedentes penales. Felipe pagará por lo que hizo.

Espero que el comisario haya llamado a tiempo. Acto seguido me sonó el móvil.
- Lo siento Elisabeth, ya era tarde.

"Sara te quiero. Todos mis pensamientos se terminaron con el impacto de una bala en mi frente.
José"

                                                                               Yohana Herrero Alonso

 

MIS ÚLTIMAS HORAS DE VIDA

Mi nombre es Alberto Gómez y voy a ser condenado a muerte dentro de unas horas. Fui acusado de traición en tiempos de guerra y mi historia comienza así: Vivía en España en tiempos pasados, pero cuando cumplí la tierna edad de veintinueve años, me mudé y me fui a Brasil, ya que después de haber acabado una carrera de ingeniería me ofrecieron un puesto de trabajo allí. Un año después, Getulio Vargas llegó al poder imponiendo de esta manera una dictadura. En ese momento yo me vi envuelto en problemas políticos, pues pertenecía a un partido comunista y no defendía una de las principales normas de "SU SEÑORÍA", la explotación del pueblo y las guerras por el poder y el enriquecimiento propio en guerras suicidas contra Estados Unidos que ocasionaban miles de muertos y el hambre en las calles. Se preguntarán por qué no entonces volví a mi país natal. La respuesta es sencilla, pues allí reinaba otra dictadura, el franquismo, y no más cerca de mi libertad el abandono de este país me podía costar la vida, que ironía.

Vargas, al verse tan lejos de la victoria contra Estados Unidos, decidió aliarse con Alemania. Aquí es cuando mi historia se complicó aún más, pues a Vargas no se le ocurrió otra cosa más que proporcionar a los ingenieros alemanes puestos de trabajo aquí para elaborar bombas y artefactos más importantes. Pero como os podréis imaginar, no sólo trabajaban los ingenieros alemanes sino los brasileños y esto me incluía a mí también. Si te negabas a trabajar con ellos te amenazaban con la muerte y yo, por mis ideales que no eran desconocidos, estaba más expuesto y vigilado ante esas amenazas, aunque ahora sé que no me mataron antes porque me necesitaban vivo. En fin, nos obligaron a hacer una bomba cuyo nombre no llegué a saber, sólo sé que tras la resistencia tan fuerte que oponía Estados Unidos esa bomba fue a parar a las vidas de la gente de allí sin dejar rastro ninguna de éstas. Yo al enterarme de tal cosa no pude quedarme con los brazos cruzados, mantuve correspondencia con los partidos comunistas de allí para idear un plan y matar a Vargas. Dicha correspondencia la saqué del país pagando a mensajeros que se dedicaban a ello, pero una de las cartas no llegó a su destino sino que por un truncamiento del destino me apresaron por tal escrito, y la finalización del plan no llegó a las manos idóneas.

Por eso me condenaron y por eso ahora espero en la tranquilidad de mi celda la muerte, "más vale morir de pie que vivir arrodillado", qué gran frase a mi parecer.

Me concedieron el privilegio de hablar con mi hermano que viajó hasta aquí al enterarse de mi noticia, pues "aunque traicionaste a la nación, estuviste también ayudando a que ésta prosperara durante un tiempo"; esas fueron las palabras de un juez y aunque me pesa más que la muerte, en cierto modo fue verdad. En la celda hablamos en la intimidad:
- Sé valiente y deja de llorar. –. Le dije a mi hermano que no paraba de sollozar.
- ¡Por qué es tan cruel el destino! -. Exclamó mi hermano con un liviano aliento.
- No te preocupes más por mí, quiero pedirte un favor.
- ¿Qué favor?
- Quiero que viajes a España y les des esto a mis compatriotas, quiero concluir la misión que no pude ni empezar.
- Pero si fallo me condenarán a mí también.

De repente se oyó la grave voz del carcelero diciendo que se acabó el tiempo. Mientras me arrastraban hacia mi fatal destino le decía a mi hermano:
- Sólo te pido ese favor, despídete de papá y de mamá por mí.

Cuando llegué a la plaza donde me iban a fusilar, decidí mirar a los ojos de mis verdugos para que vieran que no me importaba morir, sólo quería que se acordaran de mí para siempre. Sabía que mi hermano no me iba a defraudar, siempre fue más fuerte que yo, y por eso no me entristecía la muerte, mi muerte. Cuando las balas penetraban en mi cuerpo sentí cómo el metal caliente me arrebataba mi pequeño lustro de vida.

A los pocos meses después Vargas, tras una junta militar y el apoyo de las Naciones Unidas, fue depuesto; se instauró entonces una nueva constitución en 1946 aunque al tiempo se reprimían nuestras ideas comunistas y a nuestros partidos. Al cabo de cuatro años, en 1950, Vargas volvió al poder al convocar unas nuevas elecciones, pero no pudo con la presión al descubrirse corrupción y todos los asesinatos cometidos a gente inocente, incluyendo los de aquella mañana, con lo que se suicidó en 1954 por la presión militar para que abandonara.

Mi hermano no me defraudó, mantuvo un firme contacto con los partidos políticos, pero sobre todo ayudó en la investigación contra el dictador y, ya ves, no le hizo falta mancharse las manos.

                                                                                 Pablo Merino Galván


DE INJUSTICIA EN INJUSTICIA

Inmerso en un mundo de injusticias, de hambre, de pobreza, de lucha, de esperanza... y cada uno viviendo la vida que nos ha tocado: unos ricos, otros pobres, unos en un país libre, otros en una dictadura, unos condenados por sus delitos a sentencias de cárcel y otros sentenciados a muerte en países como en el que yo vivo, China. Éste es mi caso. Yo, condenado a muerte por una de las tantas injusticias de este mundo, un delito que no cometí, una trampa que me pusieron por estar en el lugar equivocado a la hora equivocada y para que los miserables asesinos quedaran libres de sospecha.

Quedan menos de veinticuatro horas para que toda mi agonía termine (o para que empiece) y en lo único en lo que pienso es en las últimas palabras que le dije a mi mujer que casi no me salían de la emoción:
- El destino me ha traicionado y yo siento ahora que te estoy traicionando... y...
- Ssss... no digas nada. Sólo disfrutemos de este momento, de... nuestro último momento.

Aquellas palabras me llegaron muy profundas, tanto que lloré por primera vez en la vida, y por la mujer a la que siempre había amado. Una noche con ella entre barrote y barrote, un guardia que puede entrar en cualquier momento y arrebatármela de los brazos, pero fue una noche con ella. Besos, caricias, palabras, roces, pasión, placer. Todo aquello que sentí en tan poco tiempo pero que fue tan largo como la vida misma que me había tocado. Podía haber durado más pero una vez más, estaba en el sitio equivocado a la hora equivocada. Merecía estar en mi casa con mi mujer disfrutando de la vida, disfrutando de lo que había ganado con sudor y lucha, pues tan sólo tengo treinta años y una vida por delante. Ni siquiera podré disfrutar de nuestros hijos porque nunca podré tener hijos con ella. Eso es lo que dije antes de saber que estaba embarazada. Otra vez, volví a llorar, pero esta vez más de alegría que de pena.

Llegó la hora de arrebatármela de los brazos y le di el mejor beso... el último beso. Ella me lo devolvió entre lágrimas y dejó caer un te quiero muy sincero, el cual me llegó a lo más profundo. Y sin pensarlo le di otro beso y la dije que le amaba.

Son las doce en punto del mediodía y ya oigo las llaves del guardia dispuestas a abrir la puerta que me lleva a una de las muertes más dolorosas que puede haber: la silla eléctrica. Me sientan, me quitan las esposas para atarme a la silla, me mojan la frente y me colocan el casco. A un minuto de acabar todo, me preguntan si quiero decir algo:
- ¿Tienes alguna última voluntad o algo que decir?- me pregunta un guardia.
- Sí, sólo una cosa... espero... que algún día os arrepintáis y os deis cuenta de que yo no soy culpable, y espero que ese día sea pronto, aunque demasiado tarde.
Acabé de decir esto y...

Y mi padre acabó muerto por una injusticia, la injusticia más grande del mundo. Una injusticia que a mi padre le tocó vivir y a mí sufrir. Pasados quince años, todavía no se ha encontrado a los culpables, pero yo los encontraré y por fin mi padre podrá descansar en paz y mi familia vivir en la paz.

                                                                                    Julia Ruiz Salmón

 

UN SUSTO DE MUERTE

Cuando tenía 20 años recién cumplidos me integré en la universidad de Haití en Puerto Príncipe (el Caribe). Allí viví durante los siguientes cuatro años, que eran los que necesitaba para realizar mi carrera como periodista. La gente en general era maja aunque bastante descarada porque en cuanto veían a alguien extranjero, como era mi caso, se le quedaban mirando como las vacas al tren e, incluso, te señalaban con el dedo. Eso fue lo que me pasó a mí en mi primer día de clase, pero no me sentí muy distante a la gente, ya que conocía a una chica que vivía en la misma residencia que yo y casualmente estudiaba mi misma carrera, Cleo era su nombre. También me había relacionado con Lwis, que no era extranjero pero sí su primer año de carrera. Con ellos dos fue con los que más me relacioné durante mi estancia en Haití; pero no fueron los únicos, Ricky y Charlot también salían con nosotros e iban a nuestra clase.

Cada día al salir de clase nos reuníamos en un parque cercano a nuestra residencia para dar una vuelta por la ciudad, aunque no era muy grande y yo me la conocí en poco tiempo, ya que me parecía muy pequeña comparada con mi ciudad natal, Madrid. Era muy divertido pasar un rato junto a gente agradable y de tu misma edad, con quienes puedes hablar de cualquier tema, ya que de todo saben algo.

Cleo y Ricky decían que conocían a Charlot desde pequeña y que nunca habían estado en su casa. Les parecía que desde que se les murió el hermano era como si escondiese algo y no quería que se enterase nadie. Yo fui la primera persona que invitó a su casa desde hacía 12 años. Su casa era antigua pero muy grande. Ella me contó que sus padres habían muerto en un accidente de tráfico hacía cuatro años. En su casa vi fotos que tenía con un niño pequeño de unos 8 años, rubio de pelo, tez morena, ojos azules y con buen tipo.
- ¿Y éste quién es?- le pregunté con curiosidad.
- Éste es mi hermano pequeño, Logan, que le mataron el verano pasado al salir de clase una banda de chavales que le tenían envidia de lo pijo que era- me contestó casi llorando pero con rabia.

Más adelante tenía una habitación llena de recortes de prensa con fotos y titulares como de un asesinato.
- ¿Y todos estos recortes y fotos de qué son?- le pregunté, un poco avergonzada porque igual pensaba que era una cotilla.
- Eso es de cuando mataron a mi hermano – me dijo con firmeza- que no pillaron a los culpables.
- Pero teniendo aquí estas fotos y viéndolas todos los días, te recordará y será peor ¿no?- le pregunté.
Hubo un silencio y me dijo:
- Emma, cómo se nota que no has perdido a un ser querido y quieres pillar a los culpables para que los encarcelen o los maten- tenía la mirada perdida por una pequeña ventanita que había en la negra habitación- no quiero que salga de nosotras ¿vale Emma?. Esto sólo te lo he contado a ti porque confío en ti, no lo sabe ni Lwis tan siquiera- me dijo saliendo de la habitación.
- Te prometo que no saldrá de aquí, Charlot, pero cuando venga Lwis qué le vas a decir. ¿Qué hay aquí dentro?- le pregunté señalando a la puerta cerrada del final del pasillo.
- Pues nada, le digo que es el cuarto de mis padres y que su olor me recuerda a ellos y que por eso no entro desde su accidente.

Ya era casi de noche y yo ya tenía que volver a mi residencia antes de las 10, así que me despedí de ella y me fui caminando, dejando atrás aquella casa misteriosa.

Al día siguiente había que ir a la universidad. Charlot no se separó de mí ni un momento, no sé si sería porque me estaban todos poniendo a prueba.
- Todo marcha bien- me dijo Charlot al terminar las clases. Yo no le paraba de dar vueltas a la historia que me había contado hacía días.

Todos los sábados durante el resto del curso iba a casa de Charlot para ayudarla a seguir al cabecilla de la pandilla que mató a Logan. Cleo, Ricky y Lwis estaban mosqueados porque nadie les contaba lo que estaba pasando. Yo creía que en cuanto diese con el paradero del chico llamaría a la policía para avisarles de que fue él el que mató al hermano y que sabía donde podían encontrarle. Pero no fue así, me engañó, porque una tarde por medio de unas fotografías escaneadas en el portátil de Charlot dimos con él; se llamaba Jack y era un año mayor que Logan, vestía de negro normalmente y era el mismo del que sospechaba Charlot. Esa semana Charlot no apareció por la universidad y nadie sabía por qué era, ya que sólo yo sabía dónde estaba su casa. Yo pensé que seguiría con la investigación y por ello no les dije nada a los demás. Pero el sábado siguiente cuando, al igual que los anteriores, fui a su casa a las seis o así, más tarde que otros sábados porque estuve con Cleo estudiando en la biblioteca de la universidad desde por la mañana, no encontré a nadie a primera vista, sólo a un joven tendido en el suelo sin moverse boca abajo.

Le di la vuelta y era Jack. Tenía un cuchillo de cocina clavado en el estómago y varios recientes moratones por todo el cuerpo como si le hubieran dado una paliza. Oí ruidos en la habitación misteriosa pintada de negro, en la que días atrás habíamos estado buscando a Jack mediante el portátil. Allí sólo se hallaba una sombra colgada en el techo, hasta que encendí la luz. Era Charlot la que estaba allí arriba, la toqué y la bajé del gancho donde estaba enganchada la cuerda. Ella ya no respiraba ni tenía pulso y la sangre parecía caliente, eso quería decir que no hacía muchas horas que había muerto; en cambio la sangre de Jack era templada, pero no llegaba a estar fría del todo. Yo hice lo que pude para salvar a Charlot y a Jack, pero me entró tal cobardía que me fui a casa corriendo llena de sangre por todas partes. Entré en la residencia y me metí en la habitación y no me dejaban de venir imágenes a la cabeza de lo que acababa de ver. Más tarde llegaron Cleo, Ricky y Lwis a la residencia. Se dieron cuenta de que yo estaba en la habitación y al verme en ese estado corrieron hacia mí a ver qué me pasaba. Yo no me pude contener más sin soltarlo y les conté todo lo que había pasado. Ellos al principio estaban muy atónitos pero luego se echaron a llorar desconsoladamente. Al cabo de un mes la policía llegó a nuestra residencia preguntando por mí. Yo estaba asustada y desconcentrada por la detención. Me esposaron y me llevaron a comisaría. Yo estaba pensando por qué estaría allí en esa situación si no había cometido ningún delito ni había robado ni nada.

Yo no paraba de preguntar, por qué estaba allí a todo policía que pasaba por delante de mi celda. Hasta que, como a las dos semanas, me nombró un policía y me dijo que me tenían que interrogar. Allí me retuvieron como cinco horas, que se me hicieron eternas, preguntándome por la muerte de Charlot y de Jack. Yo les decía que no tenía nada que ver y les conté lo sucedido aunque ellos no se lo creían porque decían que habían encontrado mis huellas en sus cadáveres y yo no tenía nada para demostrar lo contrario.

Ellos me dijeron que estaba sentenciada a pena de muerte y que dentro de una semana máximo me matarían si no contaba lo contrario con sus pruebas correspondientes. Charlot había muerto a las 4 de la tarde del sábado y Jack a las 12 del mediodía, yo a esas horas estaba en la biblioteca estudiando con Cleo. Esto lo descubrió mi abogado al interrogar a mis amigos y al ir a la biblioteca a ver mi registro y cuándo había sido la última vez que había entrado allí. Mi abogado pudo sacarme de allí y exculparme de aquel caso cuando sólo me quedaban dos días para morir.
- Gracias, señor Fernández- le dije con todo el respeto.
- No hay de qué, es mi trabajo. Pero te tenías que haber dado cuenta de lo de la biblioteca antes.
- Ya, es cierto, lo siento- contesté temblando.
- Está bien, no pasa nada- dijo con amabilidad mi abogado saliendo de la celda y quedando yo libre.
En cuanto salimos de la cárcel fuimos a buscar a mis amigos para ir a tomarnos algo en una cafetería para celebrar mi libertad.

Terminé mi carrera en un año más de lo esperado, ya que por aquel percance tuve que repetir curso. Me dieron trabajo en Madrid y ahora vivo con mi novio Lwis y mis dos de inseparables mejores amigas Cleo y Ricky. Ellas también trabajan en la misma empresa que Lwis y que yo.

                                                                                       Lorena Uslé Vejo

 

HISTORIA SOBRE LA PENA DE MUERTE (2ª GUERRA MUNDIAL)

Atardecía, o quizá el sol se alzaba para coronarse en su trono diurno, pero a mí eso no me importaba, no después de que la operación militar para tomar el puente norte hubiese fracasado, y seis de los quince soldados de nuestra compañía hubiesen sido apresados.

Ahora nos consumíamos en la incertidumbre de nuestro negro futuro, esperanzados de que la plaza fuerte alemana en la que esperábamos resignados nuestra condena fuera conquistada por las tropas aliadas antes de que el verdugo pusiera punto y final a nuestras andanzas en este mundo teñido ahora de sangre por la masacre de la 2ª Guerra Mundial porque, ¿qué futuro podría esperarles a unos soldados ingleses capturados por los alemanes?

Los improvisados calabozos se situaban en una gruta cercana al pueblo fuertemente defendido. No había guardias vigilándonos, pero tampoco eran necesarios, pues unos férreos barrotes nos impedían la huida.

Profundas eran mis lamentaciones por los infortunios que me había tocado vivir cuando el sonido de un disparo sordo retumbó en la gruta, y el ruido de unas pesadas botas fue haciéndose más audible en la distancia.
- Llegó nuestra hora, compañeros- comuniqué a mis compatriotas en un tono que mal disimulaba el miedo que me invadía.

Grande fue mi conmoción cuando creí distinguir en la oscuridad las vestimentas de los soldados del cuerpo de inteligencia británico, entre los que sorprendentemente se hallaba mi hermano, que había ingresado hacía poco en el cuerpo.
- ¡Rápido! ¡Echaos atrás, volamos esto y nos largamos!- nos gritó el que parecía el jefe del comando.

El estruendo de la explosión había alertado a dos patrullas enemigas que hacían guardia por las colinas cercanas, y al observar sus movimientos comprendí que pretendían cercarnos.

Nosotros corríamos intentando ser silenciosos, adentrándonos en la maleza.
Según me informaron, teníamos que dirigirnos al norte, hacia un bosquejo cercano a la ribera del río donde habían escondido la embarcación que posibilitaba nuestra escapada.

Cuando alcanzamos furtivamente el bosquejo respiré una tranquilidad que hacía tiempo que ansiaba, pero una incómoda sensación de impaciencia me fue embargando cuando, después de buscar el bote entre la vegetación, éste no daba señales de encontrarse ahí.

Sucedió todo muy rápido: un foco de luz muy intensa, unos disparos atronadores, un bestial golpe en mi casco…
Abrí los ojos, y lo primero que encontré fue el rostro sangrante de mi hermano que lloraba.

Nos hallábamos en una habitación de paredes grisáceas que, a juzgar por las estanterías repletas de archivos, había sido una oficina reconvertida ahora en una improvisada prisión.
- ¿Qué va a ser de nosotros, Peter? ¿Hay palabras para definir esta guerra, el sufrimiento que se refleja en rostros inocentes, las muertes que deja esta contienda?¿Las hay, acaso?- me preguntaba mi hermano entre sollozos, mientras la sangre y las lágrimas se fusionaban en su demacrado rostro.

No supe responder. El abatimiento era general en todos mis compatriotas, que rememoraban ahora totalmente abatidos momentos felices junto a sus seres queridos, y se cuestionaban si volverían a reunirse.
- ¡Respóndeme!- me exigió Arthur, que así se llamaba mi hermano- ¿No es cruel que muera tanta gente porque un loco quiera hacer realidad sus infelices sueños?
- No sirve de nada lamentarse ahora, hermano. Hacemos lo que podemos; tenemos que ser fuertes y resistir- intentaba alentar a mi hermano.
- ¿Cómo se es fuerte cuando la muerte te acecha? Yo la veo. La presiento en un largo túnel de oscuridad que conduce a las tinieblas y al abismo- mi hermano comenzaba a desesperarse.

Y así transcurrió la noche, y ya clareaba cuando un estridente chirrido anunciaba que venían a por nosotros. La puerta se quejaba al abrirse, y por ella entraron once soldados alemanes, uno por cada uno de nosotros.

En un inglés pésimo nos ordenaron que fuéramos saliendo en fila india. Cinco de ellos nos guiaban por oscuros pasillos, sólo iluminados muy de vez en cuando por alguna titilante bombilla, y el resto iba detrás de nosotros, para evitar que nos distendiéramos.

Al fin salimos a un patio por una puerta de emergencia en el que habían levantado un paredón de fusilamiento a base de escombros y cemento.

Un callejón en el lado oeste del patio conectaba con la calle, y un camión que parecía ¿británico? estaba aparcado a la izquierda de la entrada.

Una comitiva de aparentes transeúntes bajó del camión con un hombre completamente encadenado. Mi extrañeza iba en aumento. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Acaso ahora los pelotones de fusilamiento iban en un camión de pueblo en pueblo dispensando la muerte?

Los hombres dejaron al reo en el espacio que había entre nosotros y su vehículo, y los alemanes nos indicaron que avanzáramos ahora nosotros hacia el reducido camión.

Cuando los misteriosos personajes nos pidieron que nos apuráramos, me di cuenta del milagro que se estaba obrando, de que nuestra salvación estaba próxima. ¡Un trueque con los alemanes nos abría las puertas de la vida cuando ya nos veíamos en el umbral de la muerte!

- Debe de ser alguien muy importante- pensé cuando nos alejábamos, ya tranquilos pero hartos de emociones fuertes en el traqueteante camión hacia terreno seguro- pues han aceptado intercambiar a una sola persona por todos nosotros.

                                                                             Jacobo Abascal Romero

 


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