Un año
más el IES Las Llamas ha convocado los premios
de narrativa y poesía. Este año los
ganadores mezclan la fantasía con el amor e
incluso hay hueco para realidades sociales como los
malos tratos.
Narrativa
I. Primer Premio. Diana García de 1º B.
Narrativa
I. Segundo Premio. Nuria Alaña de 1º B.
Poesía
Nivel I. Primer Premio. Alba Fernández de 3º
C.
Poesía
Nivel I. Segundo Premio. Cristina Calderón
de Vega de 3º B.
Narrativa II. Primer
Premio. Pablo Alaña de 4º A.
Narrativa II. Segundo
Premio. Nerea Rodríguez de 4º A.
Poesía Nivel
II. Primer Premio. Marta Lizcano de 4º B.
Poesía Nivel
II. Segundo Premio. Álvaro Pesquera de 4º
B.
NARRATIVA II. PRIMER
PREMIO: Pablo Alaña de 4º A
LA
DIOSA DE LA GUERRA
Despuntaba el alba cuando Brásidas retornó
del fantástico mundo de los sueños al
sentir los forcejeos de su compañera sobre
su cuerpo, apenas ataviado con una burda pero cálida
y confortable piel de oso que el hombre solía
ostentar sobre sus hombros con soberana lucidez, en
ocasiones incluso con soberbia. Abrió sus ojos
negros de azabache con suma resignación, como
si supiera que una enorme tragedia le aguardaba al
acecho más allá de la cueva en la que
ambos moraban, como si supiera que aquella iba a ser
la última mañana que contemplaría,
como si supiera que su propio despropósito
arrastraría a su mujer a un combate imposible
de ganar. Finalmente, optó por incorporarse
de su lecho y levantarse a encender una pequeña
hoguera sirviéndose de unas extrañas
piedras que habían ido recolectando con el
transcurso de los años y que poseían
la insólita propiedad de desprender chispas
cuando eran golpeadas la una contra la otra.
– ¿Qué quieres que haga, Nea?–
preguntó bruscamente Brásidas adoptando
un tono casi recriminatorio.
– Ya lo sabes…– suspiró su
compañera con una sonrisa insondable tan perfectamente
dibujada en el rostro que bien podría asegurarse
que había sido cincelada por el mismísimo
Zeus, quien habría descendido del excelso Olimpo
para tallar sus rasgos–. Necesitamos provisiones
urgentemente. El invierno se cierne amenazante sobre
nosotros y, si no almacenamos las provisiones suficientes,
pronto expiraremos a causa del frío y del hambre.
Brásidas escrutó el semblante de su
compañera entreabriendo sus labios en un arrebato
efímero de júbilo: había conseguido
a una chica tan bella y tan sabia, tan elocuente…
Terminó por asentir, inerme ante las palabras
pronunciadas por Nea.
– Para ella resulta sumamente sencillo manejarme…
–se lamentó en un murmullo inaudible.
– Además, hoy ha nevado. Debemos actuar
con presteza, pero también con sagacidad. Los
habitantes de las demás cuevas también
querrán procurarse comida con la que superar
las adversidades que plantea el invierno –añadió
la mujer sin rebajar ni un centímetro la amplitud
de su sonrisa mágica.
– Soy presa de Afrodita… –musitó
Brásidas al tiempo que asía su lanza
de madera de ébano y punta de sílex.
En realidad, él y Nea – cuyo nombre
descendía directamente del que ostentaba la
célebre Palas Atenea, patrona y diosa mitológica
de Atenas, de la misma ciudad arrasada y sucumbida
por las funestas consecuencias de un misterioso y
aterrador fenómeno atmosférico producto
del cambio climático sobre la que ahora mismo
habían dormido los dos habitantes de la recóndita
caverna– no sospechaban siquiera quién
era esa tal Afrodita ni cuál era su origen;
sólo sabían que debía de haberse
tratado de una mujer increíblemente atractiva.
Esta ignorancia se debía, principalmente, a
dicho temporal, que hacía un milenio había
agitado y barrido el mundo en un alarde de terrible
violencia por parte de Gea, la Madre Tierra, y que
había despojado de la faz del planeta a prácticamente
todos los seres vivos.
Brásidas y Nea, descendientes atenienses de
los escasísimos supervivientes a la terrorífica
catástrofe que había sacudido el globo
a su antojo, habían sido concebidos y educados
con sumas dificultades, por lo que parte de la cultura
griega y de sus celebérrimos mitos (sus antepasados
supervivientes habían sido ciudadanos de la
eminente Grecia) se habían ido extraviando
hasta perderse para siempre, devorados bajo el velo
silenciador del tiempo y del sufrimiento. Así
pues, el mentar a la divina Afrodita, diosa del amor,
no podía atribuirse a la riqueza en la cultura
del individuo, sino más bien a la mera costumbre
que habían aprendido de sus progenitores de
apelar a lo desconocido para descargar la ansiedad
y para acusar a alguien como culpable de sus problemas
y de su desgracia.
Tras unos minutos de tenso silencio sepulcral durante
los cuales Brásidas aprovechó para sumirse
en lo más profundo de sus cavilaciones, Nea
decidió reanudar la conversación:
– Tu amigo Anicles ha venido hace apenas media
hora con la pretensión de acompañarte
a cazar osos. No creo que cacéis precisamente
hoy muchos, por cierto. Como ha visto que estabas
durmiendo, me ha encargado que por favor te despertase
treinta minutos más tarde. Me ha dicho que
te estará esperando en su cueva.
– ¡Ya voy, ya voy…, pero tenemos
que hablar de este tema más tarde! Estoy harto.
La mujer no contestó. Brásidas, por
su parte, se mantuvo también en silencio durante
unos segundos que a Nea se le antojaron una eternidad.
Sin embargo, al cabo de éstos, el melenudo
hombre estalló y abrió la boca para
manifestar a base de gritos ahogadamente proferidos
la frustración que venía sintiendo desde
hacía mucho tiempo y que paulatinamente le
estaba arrebatando la paciencia y la esencia de su
guerrero pero sensible corazón: el amor.
– ¡No puedo continuar con una vida así,
tan ajetreada y monótona al mismo tiempo! Cae
el crepúsculo y me desplomo exhausto sobre
nuestro lecho esperando poder descansar y recobrar
energías, pero la aurora se presenta enseguida,
cruel y despiadada, y, nuevamente, tengo que partir
para realizar la más extenuante de las empresas:
cazar. Yo mato cazando, pero cazar también
me mata a mí. Y siempre el mismo círculo.
Mi padre aseguraba con entusiasmo que, a pesar de
las murmuraciones que habían surgido entre
otros clanes modernos, el círculo es la figura
perfecta, pero yo no lo creo así. Primero,
levantarse temprano. Jamás me he acostumbrado
a ello. Y luego, la repetición de los mismos
gestos. Hoy, como ayer, como hace veinte años…
y como seguirá sucediéndome por toda
la eternidad, hasta el final de mis días, si
es que lo hay.
– Comprendo tus aprensiones. Si quieres puedo
ir a cazar contigo…
– ¿Y abandonar a estos pequeñajos
a su suerte? No –rechazó con ternura
Brásidas mirando de soslayo a sus dos gemelos
casi recién nacidos–. Tu verdadera vocación
es cuidarlos y educarlos. La mía es matar.
Besó a su compañera en los labios,
los cuales se abrían en una sonrisa enigmática
e indescifrable, y, sin añadir nada más,
se retiró con pasos parsimoniosos hacia la
entrada de la cueva. Tras dirigir una mirada –que
sería la última en su vida– hacia
el interior de aquel tosco pero hospitalario hogar,
se precipitó colina abajo en busca de la gruta
que albergaba a Anicles y a su familia.
El sol, que comenzaba a fulgurar al alzarse con brío
por el este en el comienzo de su cenit, arrojaba ya
su manto de luz sobre la tierra, cuyo color se había
ido tornando en apenas unas horas de un marrón
oscuro y enfangado a un blanco inmaculado, ebúrneo
y resplandeciente. En efecto, había nevado.
Brásidas, auque sentía bastante incomodidad
por el frío que transmitía aquella atractiva
aglomeración de algodón helado que designaban
con el frívolo nombre de nieve, caminaba contento
de que, al menos por un día, la naturaleza
le fuese propicia y generosa: así podrían
rastrear las huellas de las presas.
Arrastró los pies poco a poco, jugueteando
con los surcos que dejaban como rastro sus pies desnudos
bajo el amparo de la bóveda celeste, que presidía
las alturas y que escondía el antes fúlgido
sol con una espesísima capa de nubes, la cual
exhibía la mayor variedad de tonos grisáceos
jamás vista y se presentaba sumamente consistente
y apenas desgarrada por unos débiles rayos
de sol que conseguían filtrarse entre toda
aquella masa. El fiel presagio de firme ventisca que
no logró atemorizar lo más mínimo
al caminante, pues sabía que aún disponía
de tiempo suficiente.
Transcurridos unos cinco minutos de travesía,
Brásidas halló la cueva de Anicles,
ubicada mucho más al este que la suya, por
lo que horas antes ya había gozado de las ventajas
que brindaba la anhelada luz. El señor de la
gruta, es decir, el gran amigo del compañero
de Nea, aguardaba la llegada de su colega con una
sonrisa socarrona pintada en los labios.
– ¿Teníamos sueño hoy,
eh, enclenque? A ver si hoy pillamos algo que echarnos
al gaznate… –comentó, risueño.
– A ver… –respondió Brásidas
esbozando la que constituía su segunda sonrisa
a lo largo de la mañana. No sabría justificar
el motivo, pero lo cierto era que Anicles tenía
la singular capacidad de alegrarle el alma, de animarlo.
Sin seguir mayores preámbulos enarbolaron
sus lanzas y marcharon hacia un bosque voluptuoso
que se perfilaba en la lontananza, a media legua aproximadamente.
Una vez que hubieron llegado, se internaron juntos
por el flanco este de la espesura de la arboleda,
pues esperaban no ser detectados por los animales
al soplar Céfiro, el viento del oeste, uno
de los cuatro hijos de Eolo. Como cazadores buenos
y veteranos, conocían prácticamente
todas las técnicas básicas y avanzadas
de la caza, sobre todo en la caza del oso, animal
en el que se estaban especializando últimamente.
Avanzaron levemente inclinados y con la mayor de
las cautelas. La nieve, como todo, poseía sus
pros y sus contras: por un lado, estaba la considerable
ventaja de poder examinar las huellas grabadas en
la misma; pero, por otro, se perfilaba la relevante
desventaja de que todos los animales cercanos podían
escuchar sus pisadas, ya que éstas reverberaban
con vigor en el aire tras emanar del contacto entre
los pies descalzos y la blanda y blanca superficie.
Como es lógico, pronto los animales que abarrotaban
aquel bosque fértil salieron huyendo, presos
del pánico.
– No importa. Ya pillaremos a alguno desperezándose
–dijo Anicles con mucha confianza en sus posibilidades
y en sus grandes habilidades como cazador.
– Esperemos…
Continuaron rastreando las trayectorias que seguían
sus presas durante al menos dos horas, mas no obtuvieron
recompensa alguna por su esfuerzo.
– Debemos internarnos aún más.
Debemos dar con el centro del bosque; allí
los encontraremos a todos, arrebujados y muertos de
miedo –sugirió el amigo de Brásidas
a modo de orden.
– La verdad lo veo poco sensato. ¿Y si
se nos rebelan y tratan de acorralarnos? Los animales
son peligrosos. Sé que están esperando
a que demos un paso en falso para abalanzarse sobre
nosotros –objetó el otro.
– ¡Somos hombres, Brásidas! ¡No
me seas miedica, eh! ¿Quieres comer hoy o no?
– Tengo para…
– Hoy comerás, mañana también,
pero pasado mañana ya no. Además, espera
y ya verás. Pronto comenzarán a caer
las grandes nevadas y no podrás conseguir nada,
ni un pellizco de carne con el que alimentar a tus
pequeños –argumentó Anicles.
Brásidas, inerme ante la evidencia, se limitó
a exhalar un prolongado suspiro en señal de
resignación.
– Pues allá vamos, viejo amigo. Por fin
hoy atravesaremos el seno de nuestros temores. Jamás
hemos ido allí, no sabemos lo que nos aguarda,
pero sí podemos asegurar que somos valientes.
Así pues, tal y como había dispuesto
Anicles, penetraron en lo más oscuro del follaje
de los árboles, allí donde se agazapa
una oscuridad insondable, inescrutable, un lugar donde
se encierran los secretos, la incertidumbre y el misterio
de lo desconocido, de lo maligno, de lo olvidado,
de lo rencoroso, de lo iracundo…
Llegaron al centro del bosque sin sufrir, afortunadamente,
ningún tropiezo inesperado. No obstante, lo
que encontraron allí resultó ser la
mayor de las maldiciones, el peor conjuro del Mal,
aquel que había terminado por corromper hasta
al último hombre de la era anterior, la cual
había acelerado el proceso de destrucción
del mundo y a punto había estado de lograrlo,
no por malevolencia, sino por comodidad y despreocupación.
Brillando con un fulgor que ni Brásidas ni
Anicles jamás habían siquiera imaginado,
ambos columbraron cientos de esferas de metal dorado
pulido sumergidas en el fondo de un lago completamente
congelado. Como les había sucedido a los humanos
del anterior milenio, los dos avanzaron hacia el lago,
atónitos ante el extraordinario resplandor
del oro. Posando un pie sobre la superficie helada,
sopesaron el espesor de la capa de hielo. Era delgada.
Por suerte, pensaron ellos, aunque en realidad deberían
haber pensado por desgracia, acababan de hallar lo
que ellos consideraban la más faustuosa de
las maravillas. Sin embargo, pronto comprenderían
que aquello que se disponía ante sus ojos como
riqueza y felicidad se trataba, en realidad, de la
mayor de las desdichas con la que se podía
topar un hombre en su camino.
El oro los sentenció a muerte.
– Mira qué preciosidad –murmuró
Anicles con una diáfana expresión de
avaricia que destellaba sobremanera en sus ojos entornados.
Por momentos parecía que ésta les confería
la propiedad de refulgir tanto como el objetivo de
la codicia humana.
– Sí…, es increíble –contestó
Brásidas en un susurro apenas audible pero
que revelaba muchos sentimientos. De éstos
el predominante era la sordidez, que se había
adueñado de su mente para no escapar jamás.
Se lanzaron sendas miradas de fuego con las que inmediatamente
se comprendieron. De súbito, y sin mediar palabra
alguna, empuñaron sus lanzas y comenzaron a
descargar violentas acometidas sobre el frágil
hielo que cubría la superficie del lago. Acompañaron
su improvisada nueva empresa con tanto vigor y determinación
que al cabo de apenas diez segundos ya habían
conseguido abrir brecha en aquella sólida pero
delicada envoltura. Ambos arrojaron sendas lanzas
hacia la orilla con un veloz movimiento y un suspiro
contenido y, tras escrutarse durante una fracción
de segundo, se sumergieron en aquellas aguas gélidas
en cuyo fondo descansaban innumerables monedas resplandecientes.
A las pocas brazadas llegaron a tocar al fin el ansiado
tesoro. Sin detenerse ni por un instante, Brásidas
y Anicles cogieron y acariciaron las miles de partes
que integraban aquella inmensa fortuna boquiabiertos,
como si estuviesen contemplando a un dios. En efecto,
así se mostraba el dinero ante sus ojos codiciosos,
como un emperador del universo al que había
que rendir riguroso culto, es decir, al que había
que adorar fervientemente.
Ascendieron a la superficie para retomar el aire,
ya que éste se les había evaporado enseguida,
como si la emoción que inundaba sus cuerpos
se hubiese transformado en una especie de fuego exaltado
que hubiese acicateado al oxígeno de sus pulmones
a esfumarse.
Abrieron las palmas de sus manos, las cuales estaban
repletas de monedas brillantes y tintineantes. Las
escrutaron una vez más con una sonrisa cínica
dibujada en los labios. Oh, alabada maravilla, pensaban.
No obstante, la alegría no les duró
mucho, pues, de repente, la pérfida maldición
de la avaricia se presentó ante ellos y, susurrante,
los enfrentó entre sí para condenarlos
a una muerte irrevocable. La mirada de ambos se desvió
inconscientemente a las palmas del amigo, también
rebosantes de dinero. Fue entonces cuando se abalanzaron
el uno sobre el otro en un intento de herirse y arrebatarse
las monedas. Como los dos estaban resueltos a apropiarse
de la fortuna, ninguno cedió hasta que la muerte
zanjó la cruenta disputa dictando sentencia
en contra de Brásidas, quien, exhausto por
los terribles golpes que le descargaba su compañero
sin cesar, terminó por perder su esencia, su
alma. Así, pereció tras un puñetazo
propinado con una brutalidad inhumana.
Anicles, pese a que logró matar a su amigo
y apoderarse, después de varias zambullidas,
del oro que reposaba en el fondo del lago, llegó
a la cueva de su familia dejando tras de sí
un rastro inequívoco de sangre que auguraba
la visita inmediata a los dominios del dios Hades
y del barquero Caronte. Sus padres, sus suegros, su
mujer y sus hijos lo recibieron con un llanto convulsivo
e incontrolable que confirmó las peores sospechas
del avaricioso asesino. Iba a morir agonizando.
Aún sintiendo su cuerpo envuelto en el más
insufrible de los dolores, Anicles continuó
exprimiéndolo al relatar su aventura a toda
su familia. Las consecuencias fueron caras: sus ojos
se velaron para siempre cuando el sol anunciaba la
llegada del alba.
– Nea nos pagará con su muerte –fue
lo único que dijeron todos los familiares del
difunto al unísono cuando éste aspiró
su último aliento.
No pronunciaron en vano esas palabras y, al amanecer,
partieron impecablemente armados y pertrechados rumbo
a la casa de la mujer de Brásidas.
Nea se despertó junto con la aurora. Registró
la cueva, inquieta. Sí, Brásidas no
había vuelto. Algo debía de haber sucedido.
Sumamente preocupada, salió al exterior para
otear el horizonte, aún con esperanzas de que
su esposo viviera. Sin embargo, en cuanto vislumbró
el estado de la bóveda celeste por sus ojos
entornados desfiló la mayor de las angustias,
así como también la mayor de las cóleras.
Lanzó, nuevamente, una mirada repleta de ira
al cielo.
Éste presentaba un tono rojo sangre que a
la excelsa mente de Nea le resultó inequívoco.
– Se ha derramado sangre… –musitó.
Caviló y caviló sobre el asunto hasta
extraer la conclusión de que la sangre no pertenecía
sino a su difunto marido Brásidas y a Anicles.
De pronto, reparó en el verdadero motivo que
debía de haber originado la mortífera
pelea.
– El oro del lago… Les ha corrompido igual
que a sus antepasados.
Sin previo aviso, Nea se incorporó del suelo
sobre el que había permanecido sentada y se
precipitó al fondo de la cueva, donde descansaba,
además de los dos gemelos, su pequeño
tesoro oculto bajo tierra. Perfectamente consciente
de que la familia de Anicles, colérica, debía
de haber partido hacía unos pocos minutos con
el firme propósito de descuartizarla, escarbó
en la tierra con un ansia animal.
Al fin, sus manos toparon con algo duro. El cofre,
sin duda. Cavó algo más hasta que pudo
liberarlo de la opresiva tierra que lo retenía.
Lo abrió sin perder el tiempo y, mirando de
vez en cuando hacia atrás para cerciorarse
de que sus enemigos aún no habían aparecido,
procedió a sacar el faustuoso contenido del
cofre.
Se trataba de una sublime coraza de plata forrada
con la piel de la cabra que había amamantado
a Zeus cuando éste aún era poco más
que bebé divino y había tenido que escapar
de las malvadas y asesinas manos de Cronos con ayuda
de su madre Rea, hija de Gea. Este inexpugnable thórax
–pues así se llamaban las corazas griegas–
que el Olímpico había utilizado tantas
veces para enfrentarse a sus temibles enemigos, lo
había heredado Atenea, diosa virgen de la guerra,
cuando su padre se lo había regalado, rebosante
de orgullo. Ahora, la Égida (ése era
el nombre que ostentaban conjuntamente la mágica
coraza y el escudo) descansaba sobre sus manos, ¡sobre
las manos de Nea!
– Te corresponde como heredera, hija mía
–le había dicho su padre el día
en que se la entregó–. Haz sabio uso
de ella y empléala para salvar a los hombres
de la desgracia que Zeus ha predicho que les advendrá.
"Estoy preparada para estrenarla, padre",
se dijo Nea después de evocar aquel grato recuerdo
del pasado.
Con tan poco margen de tiempo, la mujer asió
con presteza la coraza y se la puso por encima de
la túnica. Una vez vestida, se recogió
el pelo y se colocó un yelmo igualmente plateado
en la cabeza.
"Me faltan las armas".
Deslizó nuevamente las manos al fondo del
cofre y de él extrajo una larguísima
espada envainada y un hoplon tan reluciente como pesado.
Antes de colocarse este último en el antebrazo
derecho, desenfundó con un hábil movimiento
su acero. La hoja centelleó con poderío
y júbilo al respirar otra vez un aire que desde
hacía muchísimo tiempo siquiera había
rozado; demasiado tiempo había permanecido
bajo el velo abrumador de la vaina. Una sonrisa de
satisfacción se escapó de los labios
sonrosados de Nea cuando empuñó a Hendra,
una espada magnífica supuestamente forjada
por los divinos Vulcano y Hefesto en estrecha colaboración
–o eso le había asegurado su devoto padre.
De súbito, la esposa del finado Brásidas
escuchó los gritos de guerra de la familia
de Anicles y de los clanes amigos del difunto. Parecía
que se habían unido para matarla.
Sin embargo, Nea no se asustó lo más
mínimo y, empuñando con firmeza y elegancia
su espada y su hoplón, salió al exterior,
aguardando el ataque del enemigo.
– Ingenuos… –murmuró.
Pasado medio minuto, seis hombres y cuatro mujeres
"armados hasta los dientes"– como
solía decir Brásidas– se abalanzaron
sin piedad sobre Nea, asestándole innumerables
golpes por todo el torso. No obstante, la mágica
protección de la coraza de Palas Atenea la
guardó de los impactos, por lo que no sufrió
ni una herida.
Sin concederles a sus enemigos siquiera un momento
para que manifestasen su perplejidad, Nea contraatacó
hundiendo su espada en el corazón de un hombre
de melena interminable y golpeando con su hoplón
a una mujer en la cabeza con tal potencia que esta
se desplomó, yerta al instante. Así
fue acabando poco a poco con sus diez rivales, quienes
pronto dirigieron sus ataques a las piernas desnudas
de aquella diosa de la guerra, pero en vano, pues
el inmenso hoplon la protegió.
Al cabo de cinco minutos de frenética actividad,
todos menos la esposa de Brásidas yacían
muertos en la nieve, la cual se había teñido
de súbito de un rojo intensísimo. Jadeante
pero indemne, Nea regresó al interior de la
cueva para sentarse junto a sus dos hijos gemelos,
que aún dormían profundamente a pesar
de los intensos rayos de sol que se insinuaban en
la entrada de la gruta.
– Pensaba haber encontrado en Brásidas
a un hombre bondadoso y humilde. Pero no, es débil
y voluble, como los demás… Algún
día vosotros, hijos, también tendréis
que luchar contra los hombres, que, corrompidos, intentarán
apoderarse nuevamente de un mundo que destruyen sin
saberlo al adorar a tan siniestro ser: el dinero.
Todos sabemos que las monedas son seres inanimados,
pero lo cierto es que poseen el más maligno
de los espíritus. No caigáis en el error
de ceder a sus insinuaciones. Yo, Nea, descendiente
y heredera de la célebre Atenea, os mostraré
el verdadero camino, la senda del Bien, de la razón,
del altruismo, de la bondad, de la solidaridad, de
la amistad, del amor… y no de la lascivia ni
de la despreocupación. ¡Oh, Zeus, el
alma de Atenas resucitará junto con la de toda
Grecia Antigua! ¡Retornarán los valores
perdidos y el dinero será despojado de la faz
de Gea para desaparecer por toda la eternidad! ¡Oh,
Zeus! – alabó mirando a sus gemelos.
Luego, tras vestir a los dos pequeños dioses,
los cogió y se marchó caminando parsimoniosamente
hacia el destruido Partenón de Atenas para
dedicarle unas breves, pero intensas plegarias a su
antepasada.
– Los dioses hemos vuelto. Reconduciremos a
la humanidad.
|
Cueva como la
de Brásidas. |
NARRATIVA II. SEGUNDO
PREMIO: Nerea Rodríguez de 4º A
LA
SONRISA ANÓNIMA
"Levantarse temprano. Jamás me he acostumbrado
a ello. Y luego, la repetición de los mismos
gestos. Hoy, como ayer, ¡como hace veinte años!".
El monstruo ronca a mi lado. El despertador aún
no ha sonado. Lo apago, para no despertarle. Aparto
lentamente las sábanas. Salgo a oscuras de
nuestra habitación. Al cerrar la puerta, él
se mueve. Por favor, que no le haya despertado. Ya
en el cuarto de baño enciendo la luz. Me lavo
la cara, como cada mañana, ahí está
el espejo, que es el único que me muestra esta
horrible realidad en la que vivo... Tengo sólo
un corte en el labio. No me puedo quejar... Aún
así, hoy no puedo disimularlo con el maquillaje.
El pintalabios no hace más que acentuar mi
vergüenza. Lloro, en silencio siempre.
Me seco los ojos. Tengo que despertar a Marcos. Abro
la puerta de su habitación. Mi pequeño
ángel duerme plácidamente. Me acerco
y le doy un beso en su preciosa carita y le acaricio
el pelo. Mi pequeño ángel abre los ojos,
sobresaltado. Le sonrío.
- Buenos días mamá.
Preparo el desayuno de todos y mientras Marcos desayuna
oigo a Sara llamándome desde su cuna. La traigo
en brazos hasta la cocina y la siento en su trona
mientras preparo su biberón. Le doy la ropa
a Marcos. Hace sólo unos meses que va solo
al colegio y aún me siento insegura. ¡Qué
gracioso mi pequeño hombrecito con su uniforme!
Con su mochila en la espalda se acerca a mí
para despedirse. Me mira. Sé que mira mi boca.
Ya no pregunta, no dice nada. Sólo mira, y
piensa. Yo sonrío, porque para mis hijos sólo
tengo una sonrisa. Marcos no sonríe. Ya casi
nunca lo hace. Con tan sólo diez años
ha desaparecido de sus ojos ese brillo infantil...
Demasiado mayor para ignorarlo, demasiado pequeño
para entenderlo. Quiero llorar, pero sonrío.
Le doy dos besos, le deseo buena suerte, le digo que
atienda a la profesora... Mi hijo asiente. Serio.
Y se va. Quiero llorar. Llaman al telefonillo. Es
Marcos:
- Te quiero, mamá.
- Y yo a ti, cariño.
Sara, sentada en su trona, juega con un muñeco.
Mi princesa es simplemente feliz. Siempre sonríe.
La dejo en el suelo. Es tan perfecta... Tengo tanto
miedo por ella. Quiero que sonría siempre.
Recuerdo cuando nació, tan sólo hace
un año. En el hospital todo parecía
tan perfecto... hasta él lo era. Allí
sólo había cabida para el amor. Era
como un sueño, pero claro, de los sueños
siempre se despierta.Yo desperté con un grito:
- ¡Quería un niño!
Temblé. Era tan cruel recordarlo... Pero claro,
esto sólo sucedía cuando estábamos
solos.
Sumida en mis pensamientos no me había dado
cuenta de que Sara había agarrado mi pierna.
La cogí en brazos y ella se rió. La
metí en su corralito.
Tengo que limpiar. Si cuando despierte no está
todo limpio, se enfadará. Odio los jueves.
Porque él no trabaja y eso significa pasar
toda la mañana con él. A veces me pregunto
cómo he acabado así. ¿Qué
fue de mis sueños? Soñaba con estudiar
y trabajar. Con viajar. Sin más preocupaciones
que yo misma. Ser empresaria, abogada o quizás
misionera. Quería conocer el mundo entero.
Pero me enamoré, con sólo catorce años
del hombre perfecto, que por mí todo lo daba
y todo me lo enseñó. El de la sonrisa
perfecta, las buenas maneras... Hoy tengo treinta
y seis años, llevo casada con el hombre perfecto
dieciséis años. Todo empezó con
un empujón, una mala contestación...
¿Qué fue de mis sueños? Los insultó,
los golpeó, los hundió, los destruyó...
El primer golpe fue el peor, no tanto por el dolor
sino por el 'shock' de la situación. Esa noche
yo no dormí nada y él durmió
en el sofá. Sueños rotos, lágrimas
en la almohada. Al principio creía en sus arrepentimientos.
Al principio por amor, luego por miedo. Hoy ya ni
siquiera hay perdones.
Lo limpio todo, hago su desayuno, visto a la niña...Todo
perfecto para que no haya bronca cuando se despierte.
Lo reviso todo, una y mil veces. Y sin embargo, sé
que él va a encontrarle defectos.
Oigo el agua de la ducha. Ya se levantó.
Tranquila, no va a pasar nada... Mejor voy a asegurarme
de que su desayuno esté caliente.
Él aparece por la puerta, recién duchado.
Sara sonríe y estira su manita intentando alcanzarlo.
Él no la hace caso y se acerca a la mesa directamente.
Antes de mirarme, mira el desayuno.
- ¿Cuándo he dicho que hoy quiera tostadas?
¿Cuándo? A lo mejor lo he dicho y no
me acuerdo...
- No, perdona, no me he dado cuenta...
- ¿Qué? Creo que ayer dije claramente
que quería cereales. ¿No recuerdas?
¿Acaso eres tonta? Sí, lo eres, no hay
duda…
Tira la taza, el vaso y el plato al suelo. Yo me
siento igual, despedazada en mil pedazos. Me quiero
hundir, ser invisible...
Se acerca a mí. Tiemblo. Me temo lo peor.
Se limita a zarandearme. Me empuja mientras me insulta.
Caigo al suelo de espaldas. Por experiencia sé
que lo mejor es no levantarme, así que cierro
los ojos y me encojo en mí misma. Pero sale
de la cocina dando un portazo. Sara llora. La tranquilizo
con mis palabras porque no puedo cogerla. Tengo las
manos empapadas de sangre. Al caer, apoyé las
manos en los cristales. Me lavo las manos en el fregadero.
Tengo la palma de la mano cubierta de cortes. Me la
envuelvo con un trapo y abrazo a mi hija, que sigue
llorando. Sara se calma por fin, aunque ya no sonríe.
Me mira fijamente. En sus ojitos sólo veo miedo.
Le beso la frente y la abrazo. Luego la dejo en su
corralito. Salgo al pasillo. Se ha debido ir, porque
no oigo ningún ruido. Mejor.
En el baño puedo desahogarme. Cierro la puerta
y lloro. No por el dolor que me producen las heridas
de las manos sino por sentirme pisoteada por el hombre
al que amo, por la humillación de permitirlo
una y otra vez, por el miedo...
Me quito los cristales de la mano y me lavo la cara.
Miro mi imagen en el espejo. ¡Qué cruel
realidad! Me recompongo... Me vuelvo a maquillar.
Ensayo mi sonrisa frente al espejo. Voy a vestirme.
Tengo que ir a hacer la compra.
Al entrar en la cocina me quedo en el dintel de la
puerta, observando a mi hija. Ya se le ha pasado el
disgusto. Es tan linda... La cojo en brazos y la siento
en su carricoche. Se revuelve, enfadada. No le gusta
porque no puede moverse a su antojo y mi hija es muy
inquieta. Me visto. Observo mi vestuario. Los colores
vistosos están prohibidos, esto por decisión
mía, ya que lo último que quiero es
llamar la atención, y por decisión suya
quedaron prohibidos escotes, faldas, tirantes, transparencias,
tacones, pantalones de cintura baja, piratas...
Me visto: jersey negro de cuello alto y pantalones
vaqueros. Salir a la calle para mí representa
un suplicio. No me gusta que la gente me mire. No
me gusta porque me juzgan, porque hablan por hablar
y no son capaces de ver la realidad que tienen delante.
En la caja del súper me veo obligada a hablar
con la cajera. Es una mujer ya mayor, simpática,
que siempre regala algo a mi pequeña... Me
incomoda. Porque siempre pregunta sobre mi vida. Hoy
no es una excepción, por supuesto.
- ¿Qué tal, querida? ¡Qué
mala cara te veo! Debe ser la gripe. Mi marido también
está así. Hoy no se ha podido levantar
de la cama. ¡Qué grande está tu
hija! ¿Quieres un caramelo, monada?
Mi hija estira sus manitas hacia el caramelo. Yo
le doy las gracias y le digo que sí, que iré
al médico, que la gripe ha pegado muy fuerte
este año... Salgo de la tienda. Ya en casa
me pongo a preparar la comida. Macarrones. Es la comida
favorita de mi hijo.
Mi marido entra en casa con un portazo. No entra
en la cocina. Se sienta directamente en el salón.
Oigo la televisión. Mi hija sonríe y
dice "papá". Yo asiento con la cabeza
y sigo preparando la comida. A la una llega Marcos
del colegio. Saluda a su padre al entrar en casa.
Un saludo recto, formal, comprometido... No hay besos
ni qué tal el colegio. Luego viene a la cocina.
Me da un beso y se sienta en la mesa con su inseparable
Game Boy. Le sirvo la comida.
- Espera a que estemos todos sentados en la mesa,
Marcos. Voy a llamar a tu padre.
Mi marido está tumbado en el sofá viendo
la televisión. Me mira. Le digo que está
la comida en la mesa. Asiente. Salgo del salón.
Mi marido sale tras de mí. Nos sentamos en
la mesa. Uno enfrente del otro. Comemos en silencio.
Como siempre. Sara ya ha comido así que está
en su habitación durmiendo la siesta. Marcos
no nos mira. Acabamos de comer. Mi marido nos hace
saber que va a salir con sus amigos esta tarde. Así
pues se toma el café, se viste y se va de casa.
Marcos se va a casa de la vecina a jugar con su hijo.
Otra tarde sola. Hasta que Sara despierte puedo
ver la televisión un rato. Cierro los ojos.
Me despiertan los lloros de mi hija. No sé
qué hora será. La saco de la cuna. Se
sienta delante de la televisión. Parece increíble
que con un año ya le guste ver la televisión.
Pasamos una tarde relativamente tranquila. Marcos
vuelve hacia las ocho. Cena solo. Yo no le digo nada.
Porque no sé a qué hora llegará
su padre. Pero yo sí le esperaré. A
las nueve y media, con Marcos y Sara ya dormidos,
preparo su cena y la mía.
A las once y media pasadas se digna por fin llegar
a casa. Se sienta en la mesa oliendo a tabaco y alcohol.
Me mira.
- ¿Y Marcos?
- Ya ha cenado. Has llegado muy tarde y mañana
tiene clase.
Me mira con odio. Se levanta de la mesa y va hacia
la habitación de mi hijo. Le grita. Le obliga
a levantarse y a sentarse en la mesa. Le golpea la
cabeza contra la mesa. Yo no puedo seguir viendo eso.
Me levanto. Le tiro un vaso de cristal a la cabeza.
Se da la vuelta hacia mí. Le chillo a mi hijo,
que me mira como hipnotizado.
- Marcos, a la habitación de Sara. ¡Ya!
Mi hijo desaparece justo a tiempo de que mi marido
se plante delante de mí. Me pega un bofetón.
Chillo, lloro, caigo al suelo. Me patea la cabeza.
Me agarra el cuello con las manos. Aprieta. Me asfixio.
Intento desasirme de sus manos. Me muevo. Pataleo.
Le golpeo varias veces, aun así él no
afloja la presión que ejerce sobre mi cuello.
Tengo miedo. Ya no me muevo. No hago nada. Sólo
deseo que acabe cuanto antes...
Me pega un bofetón y se levanta. Apenas si
puedo moverme. Me duele todo. Le miro. Cabrón
de mierda. Le he roto el labio y le he arañado
toda la cara. Me levanto. Me refugio en la oscuridad
de la esquina del salón. Lloro... Él
se va. Sale de casa dando un portazo. Me ha destrozado.
Estoy medio muerta. Y sin embargo sé que sólo
me ha dejado una marca en el cuello. Pega sin dejar
marcas apenas. Como hacía su padre con él...
Pasan los minutos, diez, quince... Marcos sale llorando
de la habitación con su hermana. Nos abrazamos.
Les visto. Salimos a la calle. Hace frío. Voy
hasta la casa de mi madre. Llamo al timbre. Después
de casi diez minutos llamando aparece mi madre.
- Pero hija, ¿qué ha pasado? ¿Qué
hacéis todos aquí? Dios pasad, pasad.
Seguro que estáis helados.
Me agacho. Abrazo a mis hijos. Les beso. Beso a
mi madre. Con Sara en los brazos me agacho y le susurro
a mi hijo.
- Ángel mío, mi niño. Por favor,
nunca os olvidéis de que os quiero, sois lo
mejor de mi vida. Os quiero. Y os voy a proteger de
todo siempre. Mi vida, cuida a Sara. Y háblale
de mí.
Mi hijo me abraza. Me dice que me quiere. Lloro.
Le beso la frente y luego hago lo mismo con mi pequeña.
Mi madre nos mira sin saber qué decir ni qué
hacer. Le paso a Sara. La digo que les cuide y que
la quiero. Beso de nuevo la frente de mi hija y abrazo
a mi hijo. Y me vuelvo a mi casa. Mi madre me mira
y sin saber muy bien qué hacer se mete en casa
con mis hijos. No miro atrás.
En mi casa me pongo el camisón. Mi marido
duerme. Me meto en la cama con él y espero
que el cansancio me venza...
Despierto. Levantarse temprano. Jamás me he
acostumbrado a ello. Y luego, la repetición
de los mismos gestos. Hoy, como ayer, ¡como
hace veinte años!
Voy a la cocina. Con una sonrisa cojo un cuchillo...
El Periódico
"Primera víctima masculina de violencia
de género en lo que va de año en nuestro
país.
El fallecido, Alejandro Gómez, fue asesinado
presuntamente por su esposa la mañana de ayer.
La víctima fue hallada con varias puñaladas
en el pecho por la mañana al notar su ausencia
en el trabajo. La presunta homicida se suicidó
poco después del crimen ingiriendo una gran
cantidad de estupefacientes. Al parecer la disputa
podría haberse producido por los celos de la
mujer, lo que originó una fuerte pelea que
acabó con el asesinato del marido. La pareja
tenía dos hijos cuya custodia ha quedado provisionalmente
bajo la supervisión de la abuela materna. Los
vecinos de la víctima afirman no sentirse impresionados
por la noticia ya que la pareja hacia años
que soportaba una crisis. Una de sus vecinas afirma
que la presunta homicida era una mujer arrogante y
de mal carácter que no sólo tenía
esclavizado a su marido sino también a sus
hijos. La policía prosigue sus investigaciones....".
POESÍA NIVEL
II. PRIMER PREMIO: Marta Lizcano de 4º B
INSOMNIO
Salgo a la calle triste
en pos de algo de aliento
pues no logro conciliar
por más que lo intento, el sueño.
Azotan el limonar
las ráfagas de febrero
y pienso que en realidad
no duermo porque no quiero.
No duermo por no soñar,
por no verte en mis recuerdos.
Intento ya no pensar
en ese lejano tiempo
en que iba a pasear
junto a ti, junto a tu cuerpo;
mas te siento de verdad,
cual si te estuviera viendo
y es tan difícil obviar
que todavía te quiero…
Pienso en recapacitar
en ver que, si estoy sufriendo,
es por la dura verdad
de que te fuiste queriendo.
¿Por qué amarte si jamás
serás mío en este invierno?
¡Ay el amor racional!
Tan sólo es cosa de cuento.
Yo te amé, me amaste igual,
mas fue arreciando el viento.
Como tras cada verano
después del otoño, invierno
tras la calma, la tormenta
y cenizas tras el fuego.
Paro junto al limonar
que arroja su fruto al suelo,
imagen de la verdad
que cae por su propio peso.
Y me siento a descansar,
mis párpados van cayendo
contigo empiezo a soñar
te sueño amigo, te sueño.
Y te veo junto a mí
Y te acercas y te siento
Y de nuevo siento, sí,
tu aliento junto a mi aliento.
POESÍA NIVEL
II. SEGUNDO PREMIO: Álvaro Pesquera de 4º
B
LA TORMENTA
La brisa ya se acrecienta.
Se oye un crujir en el cielo.
Ya llegan del horizonte
violáceas tropas del trueno.
Oscurecen incipientes
cubriendo con techos negros
que engrisecen el ambiente,
que apagan los limoneros.
Y se atisban de repente
lanzas de luz y de fuego
irrumpiendo ciegamente,
internándose en el suelo.
Desde el norte llega el viento
como un aliento de hielo
y con el duro granizo
azotan mi limonero.
Ya devastados verdores
yacen sobre mi terreno
árboles de mis amores,
nuevos blancos de mi anhelo.
Y tras pasar la tormenta
no quedó nada de aquello
azotaron mi limonar
las ráfagas de febrero.
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