Los alumnos
del IES Santa Cruz de Castañeda pudimos disfrutar
de una velada espléndida de la mano de la obra
culmen del genial compositor francés Georges
Bizet en el ensayo general de 'Carmen'.
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Cartel del ensayo
en el Palacio de Festivales. |
El ensayo de la ópera, que
tuvo lugar en el ya archiconocido Palacio de Festivales
de Santander, fue el colofón final después
de haber escuchado durante una semana, a modo de timbre,
al barítono que entonaba una de las más
famosas arias de la historia de la ópera, 'Toreador',
escuchada en esta obra.
Esta ópera, tan odiada por
unos, tan querida por otros, tan vetada por esos unos
y tan representada por aquellos otros, era sin duda
tan conocida para los melómanos como tan oscura
para los nuevos oídos; pero la cultura popular,
que siempre se encarga de convertir en familiar lo
desconocido, hizo que, en su primera aparición
en escena, la soprano dramática que encarnaba
a la vehemente Carmen consiguiera una ovación
sin igual en el transcurso de la ópera, después
de haber interpretado la celebérrima habanera
'L’amour est un oiseau rebelle'.
La tradición, y sobre todo
el tan estricto protocolo musical, subrayan claramente
el valor del silencio, y lo contraponen al que también
posee el aplauso; por esto, está profusamente
extendida (entre los músicos, claro está)
la rotunda prohibición del aplauso, de la ovación,
hasta que la obra toque a su fin, o, en el caso de
la ópera, hasta el fin de cada acto.
Esto, tan tomado al pie de la letra
por los seguidores del lenguaje de lenguajes, parece
que es eclipsado por la costumbre que tiene el resto
de los asistentes por "agradecer" a quiénes
ven en escena aquello que les están brindando.
Pudo esto ser comprobado, principalmente, en las dos
arias antes mencionadas. La obra, como muchos de los
lectores sabrán, se enmarca en la España
andaluza de mediados del siglo XVIII. Muchos elementos
dan fe de ello, como, por citar algunos: la fábrica
de cigarros en la que trabaja Carmen, la lingüística
castellanizada del francés de Bizet (exquisitamente
modificada en el libreto), y, cómo no, la inclusión
en la historia de un torero y de todo lo que rodea
su modo de vida.
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Un momento de
la representación.
FOTO: BRUNO MORENO |
Todo esto, unido al carácter
de Carmen, que luego analizaremos, deja, a mi parecer,
muy en evidencia a la sociedad media-baja de la Andalucía
de aquella época. Pero como en la ficción
nada se inventa por azar, en contraposición
a lo decadente que pudiere parecer toda la atmósfera
anterior, aparece la figura de Carmen. Voluptuosa,
sensual, tan deseada por todos, fuente de locura,
canon de la mujer entre mujeres (a tenor de la opinión
de los personajes), diosa entre mortales… ¿Es
acaso Carmen el personaje más femeninamente
deseado por interpretar en el mundo de la ópera?
No sería razón de asombro: su carácter,
gélido a la vez que ardiente; su encanto, tan
femenino como brutalmente curtido por la hostilidad;
su inocencia, tan clara como en ocasiones podría
serlo el mismo barro.
Sin duda, un personaje digno de admiración,
digno de loa, digno de ser interpretado por las mejores
voces, en boca de las más talentosas mujeres
que, algún día, soñaron con estar
en la piel de Carmen. El ensayo en sí fue un
completo éxito. Acertadísimo fue, en
mi opinión, el intento (muy logrado) de hacer
más andaluza la obra, si cabe, con la aparición,
en los entreactos y en las escenas instrumentalizadas,
de una bailaora que elevaba la música del francés
a cotas de sentimiento desconocidas en las representaciones
operísticas.
Todo, vestido de gala y con el broche
dorado que fue posible colocar gracias a la prodigiosa
voz de la soprano dramática que interpretaba
a Carmen. Fue, sin duda, una Carmen muy original,
una Carmen donde la música encontró
un hueco por el que liberar toda su fuerza, una Carmen
dramático, con un final exquisitamente trágico…
Ante todo, una Carmen para recordar.
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