Imagínate
un día sin luz, un día en el que no
funcionara el ascensor, ni el microondas, ni la televisión...
Ángel reflexiona acerca de la gran dependencia
que tenemos hacia las máquinas.
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Apagón en Nueva York en agosto de
2003.
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El lunes pasado me fui desesperado y enfadado al instituto.
De madrugada y sin saber por qué todos los
electrodomésticos de mi casa se habían
parado. Tengo suerte de que mi despertador funciona
con pilas, porque si no ese día me hubiera
quedado dormido, debido a que la luz no había
vuelto. Y aquí empezó mi enfado matutino.
Como no funcionaba ninguna luz y aún era noche
cerrada, me tuve que vestir a tientas y me llevé
más de un golpe. Como el microondas tampoco
marchaba me tuve que tomar el desayuno frío.
¡Con lo que odio yo eso! Después de lavarme
la cara y los dientes, fui a poner la televisión
para ver los resultados del domingo anterior, como
siempre hago. Pero me tuve que fastidiar porque tampoco
funcionaba. Y no llegué tarde de milagro, porque
los relojes estaban parados. Como el ascensor también
dejó de moverse, tuve que bajar por la escalera.
Suerte que vivo en un primero, pero mi casa tiene
catorce pisos. ¡Imaginaos a los del decimocuarto!
En el instituto fue un día normal, con las
tareas de siempre, las "amabilidades" por
parte de los profesores de siempre, los cotilleos
del fin de semana de siempre. En fin, un lunes normal,
como siempre.
Al llegar a mi casa, más de lo mismo. Seguía
sin volver la luz. Otra vez la comida fría,
aunque la comida fue un simple bocadillo, puesto que
no funcionaba ni la vitrocerámica, ni el horno,
ni nada. No pudimos ver la tele tampoco, como siempre
hacemos durante la comida. Así que nos pusimos
a hablar en vez de ver la tele, y, oye, tampoco se
pasa nada mal.
Además, vimos que la comida del frigorífico
se empezaba a estropear. Las bolsas de los congelados
estaban chorreando de agua, las pizzas se estaban
poniendo blandas, al igual que las lasañas.
Si esto seguía así, tendríamos
que empezar a tirarlo todo.
Al no funcionar el lavavajillas tampoco, tuvimos
que fregar los platos, cubiertos, cacerolas, sartenes,
etc. a mano, aunque esto no era lo más grave,
pero no nos hizo ninguna gracia.
Tampoco funcionaba la lavadora, así que el
cesto de la ropa sucia estaba lleno de las sábanas
y toallas del fin de semana y los chándales
que me debía poner para gimnasia del día
siguiente estaban también sin lavar. Como la
situación siguiera así, habría
que lavar algunas cosas a mano.
Después, durante la siesta, me puse a pensar
en lo mucho que dependemos de las máquinas
y electrodomésticos en el día a día
cotidiano. Porque para todo necesitamos aparatos que
nos ayuden o nos hagan las cosas, y si éstos
no funcionan, nuestro nivel de vida baja un poco (un
poco bastante). Apenas hace treinta o cuarenta años
no existían las máquinas y no se vivía
mal.
Y sólo he hablado de lo cotidiano, con que
imaginaos cómo se debe vivir un apagón
en una fábrica, por ejemplo...
En resumen, está muy bien utilizar los electrodomésticos,
pero también deberíamos saber hacer
las cosas sin su ayuda cuando éstas no funcionen,
porque poco a poco las máquinas están
empezando a manejar nuestras vidas.
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