Un año
más el instituto Las Llamas de Santander ha
convocado los premios de narrativa y poesía.
Inés Temiño consiguió el accésit
en Narrativa Segundo Nivel con el relato 'Con el corazón
roto y un clavel en la solapa'.
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Militares portugueses
en 1974. |
NARRATIVA SEGUNDO NIVEL
ACCÉSIT
1951
Aquella mujer gritaba como nunca antes lo había
hecho. Gritaba de rabia, de dolor. Se deshacía
en lágrimas de sangre. El temor al hombre que
la amenazaba con su sucio puño era insufrible.
Temía por su vida, pero sobre todo por la criatura
que llevaba en su vientre. Un hijo que había
anhelado durante años, y durante los cuales
él había estado “ocupado”.
- Por favor… ¡Por él! ¡¡Por
favor!!- imploró Julia desde el suelo,
arrinconada en la cocina.
El semblante de su cara cambió. Bajó
las manos, fue hacia el sillón y encendió
el televisor.
1957
A pesar de su temprana edad, Gabriel conocía
ya la naturaleza de aquellas marcas que surcaban el
cuerpo de su madre. Solía descubrirlas en los
brazos, en la espalda, pero nunca antes la había
pegado en la cara. Aquellas heridas recientes denotaban
furia, un sentimiento que el niño no lograba
comprender, tampoco qué lo causaba.
Roberto Uriarte era conocido por todos como un hombre
violento, pues las disputas con su mujer podían
oírse desde los edificios contiguos. Por eso
a nadie le sorprendió la ausencia de Julia
en la vida diaria del barrio durante unos días,
pero sí el hecho de que aquella vez podía
leerse en su rostro el sinsentido de cada golpe, el
sinsentido de los anillos hundiéndose en su
cara.
Poco a poco se convirtió en una costumbre,
en un ritual, en una batalla continua en la que cada
uno se encontraba en un bando distinto. Era el regreso
a un pasado en el que habían visto cómo
sus familias se enfrentaban durante la guerra mientras
ellos luchaban por un amor que parecía imposible,
que traspasaba lo inteligible, que ignoraba a la política.
Pero a medida que pasaban los años Roberto
se acercaba más y más a la imagen de
su padre: imponente y poderoso. Un poder que empleaba
contra su esposa.
1966
El cielo encapotado ennegrecía por momentos
aquella tarde gris que nadie quiso interpretar como
el vaticinio de algo grave. Las nubes advertían
a todo aquel que se asomaba al exterior que no era
un buen momento para salir y, sin embargo, Gabriel
se arrojó a la calle desprovisto de paraguas
o chubasquero y se entregó a la lluvia. Cuando
llegó al bar en que debía encontrarse
con la pandilla del instituto, pues era el cumpleaños
de Miguel, estaba calado hasta los huesos y tiritaba
como un endemoniado a pesar de que sólo había
ido a la vuelta de la esquina. Parecía que
con el mes de enero sus buenas ideas se habían
congelado y escondido en un cajón.
Había llegado pronto y conversaba con Pepín,
el dueño del bar, el mismo que le había
regalado un cromo todos los domingos cuando era pequeño,
cuando se volvió para ver pasar la sirena naranja
de una ambulancia. El revuelo y el murmuro de la gente
a su alrededor le indicaron que debía haber
ocurrido algo no del todo inesperado. Se abrió
paso hasta vislumbrar entre el chaparrón de
gente la figura de su madre, que gritaba desde el
balcón a los técnicos indicándoles
que era allí donde se precisaba su ayuda. El
muchacho corrió subiendo las escaleras hasta
el tercero empapando de incertidumbre cada peldaño
para descubrir el cuerpo de su padre tendido sobre
la mesa del comedor. Le bastó un instante para
saber que estaba muerto y que no había sido
precisamente un accidente. El sentir de su madre era
fingido, aunque no sus lágrimas. Ambos se abrazaron
y el chico sintió que su madre temblaba, que
temblaba de libertad.
DIARIO MADRILEÑO: sucesos
Roberto Uriarte, que había obtenido recientemente
el puesto de director en funciones de la oficina bancaria
de la calle Lealtad, falleció ayer a media
tarde de un ataque al corazón. Su mujer, que
se encontraba en el domicilio, estaba claramente compungida,
pues dejaba huérfano a su único hijo
de 15 años.
1974
Para aquella primavera Gabriel había organizado
un viaje a Lisboa con un compañero de la Facultad,
Darío, que también había cursado
el último año de Periodismo y con el
que compartía el entusiasmo por empezar. Haría
un reportaje comparando la situación política
en España y Portugal, ambos países regidos
por dictaduras longevas y opresivas. Estaba loco por
marcharse, aunque era consciente de lo peor: tendría
que dejar sola a su madre.
- Te llamaré cuando lleguemos desde una
cabina, mamá. Para contarte cómo es
y que no te preocupes.
- El único preocupado aquí eres
tú, ¿no lo ves? Tu madre está
contentísima de verte marchar. ¿No es
así, señora?- dijo el amigo con
un aire de burla.
La mujer abrazó a su hijo y dedicó
una sonrisa cordial al otro muchacho.
- Tranquilo, cariño. Sé que todo
os irá bien. Te quiero.
Julia cerró la puerta del taxi que les llevaría
a la estación de trenes.
Durante el largo trayecto en las cabezas de ambos
traqueteaban sus expectativas respecto al viaje. Era
la primera vez que salían del país,
por lo que esperaban poder visitar los principales
monumentos de la ciudad, y empaparse al mismo tiempo
de su gente, del ambiente que se respiraba en cada
uno de sus rincones. Al llegar dieron con el lugar
acertado en el que hospedarse, pues su situación
era mejor que buena, casi privilegiada: a lo lejos
podían ver la Torre de Belém rodeada
de un mar oscuro, infinito.
Tras recorrer durante más de una semana Lisboa
a pie en todos sus sentidos, aspectos y direcciones,
Darío y Gabriel se sentían exhaustos
e inundados de ideas y sensaciones para dar por finalizada
la fase plenamente turística y comenzar una
de investigación y periodismo. Sin embargo
fue su punto débil, el espionaje, el que tuvieron
que explotar para seguir por el centro de la ciudad
a aquellos ojos verdes, aquellos cabellos y aquella
tez oscura, aquella mujer que a Gabriel se le antojaba
un sueño. Hevelise, que así se llamaba,
era plenamente consciente de que sus repetidos encuentros
no eran accidentales, y jugaba con ellos conduciéndoles
de nuevo a los mismos sitios mientras él lo
único que recorría una y otra vez eran
sus curvas con la mirada.
Una tarde en la que Darío se había
declarado “cansado” de los juegos de Gabriel,
el joven se había sentado en una mesa junto
a la puerta de una cafetería que habían
comenzado a frecuentar. Sólo el roce de un
soplo de aire fresco y salado le sacó de su
ensimismamiento. Vio cómo aquella fragancia
se acomodaba al fondo del establecimiento, y que pertenecía,
como no, a Hevelise. Tan solo ella sabía que
aquello no era una coincidencia, y que quién
seguía a quién era algo confuso.
El chico buscó las fuerzas para tragarse la
vergüenza y acercarse a ella en el fondo de su
taza de café, y aun no encontrándolas,
se puso en pie. Estuvo a punto de tropezar, y, tratando
de controlar el vómito de palabras que subían
hasta su boca, retiró una silla y se sentó
junto a la chica, que fue quien comenzó a hablar.
- Yo soy Hevelise, ¿y tú?
- Gabriel- de pronto se le había
secado la boca.
- Creo que últimamente nos hemos encontrado
un par de veces- dijo con una sonrisa picarona.
Conversaron no con mucha dificultad, pues ella sabía
algo de castellano, pero intentando ambos aclarar
su pronunciación y llegando a veces a situaciones
difíciles y divertidas mientras caminaban por
un paseo cercano al río. Los dos sabían
que se acercaban al domicilio de ella, y se detuvieron
al final de la calle. Apoyados en una fría
barandilla se dirigieron unas últimas palabras
de despedida:
- ¿Mañana?- se atrevió
él.
- Aquí a las seis y media.
Se inclinó hacia él de puntillas para
besarle en la mejilla, se alejó y cruzó
la calle corriendo. Sin embargo a Gabriel le pareció
haber saboreado la suave melodía de sus labios.
Habían pasado unos cuantos veranos desde la
publicación de aquella canción, pero
a él lo único que le apetecía
era cantarla a voz en grito:
Eres tú, eres tú,
Eres tú, la chica con que tanto soñé.
Eres tú, eres tú,
El motivo de amor más sincero que yo encontraré.
Ven a mí, ven a mí,
Ven a mí, que quiero explicarte por qué
Eres tú, eres tú
A la única que yo en mi vida siempre querré
El Dúo Dinámico
Durante un par de semanas se preguntaron ansiosos
“¿Mañana?” y rieron
confusos, periodo tras el cual Darío dio por
concluido su viaje más que satisfecho y contento
por su amigo. A él le prometió entonces,
antes de despedirse en la estación, dar noticias
a su madre de la felicidad que le proporcionaba su
loco amor. Sabía que era eso lo que Julia quería
para su hijo: felicidad, ante todo y por encima de
todo.
- ¿Escribirás?
- Sobre todo lo que aquí acontezca, lo
prometo.
- Quiero decir a mí, idiota- dijo
antes de estrechar a Gabriel entre sus brazos.
- Claro, ya tengo la carta preparada, casi se
me olvidaba.
Sacó un sobre de su chaqueta. Darío
no comprendía su significado.
- Quiero que se la des a mi madre- aclaró
el chico. Buen viaje -gritó sobre
el silbido del tren.
Ambos se despidieron con la mano.
Querida madre:
Debo decirte que echo en falta tu calor, tu presencia
y tu cariño. Tenías razón: todo
ha ido estupendamente y en esta ciudad he cultivado,
como tú me has enseñado siempre, la
felicidad. Sin quererlo es el amor lo que ha florecido
y una bella portuguesa la dueña de mi corazón.
Por ello he decidido, al menos por ahora, quedarme
aquí y no adelantarme al destino. Sé
que lo comprenderás.
Te quiere, Gabriel.
Esa misma noche Hevelise empaquetaba sus cosas para
volver a casa con sus padres que regresaban de sus
bodas de plata en París. Antes había
estado viviendo con su prima Sara y el marido de ésta
en un pequeño piso en la calle que el joven
conocía. Incapaz de entender una palabra de
castellano, Sara observaba al hombrecito
mientras esperaban y compartían una cafetera.
- ¿Azúcar?- pidió
él.
Silencio, ella no parecía ni oírle.
-¿Tenéis azúcar?-
repitió.
Realmente no podían ser primas, ni siquiera
parientes lejanas.
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Portugal 1974.
La Revolución de los Claves. |
25 de abril 1974
LA REVOLUÇAO DOS CRAVOS
La situación era inestable e irregular y aun
así ha sorprendido encontrar las calles desbordadas
de civiles mezclados entre los militares sublevados.
Fuentes diversas afirman que la revolución
ha comenzado con una señal pactada por los
miembros del Movimiento das Forças Armadas
(MFA): una canción de Jose Alfonso emitida
en la radio durante esta madrugada. Se han ocupado
puntos estratégicos del país, pero es
sobre todo en Lisboa donde la multitud marcha con
la flor de temporada, los claveles, en sus manos o
incluso en los cañones de las armas que portan
los militares en forma de protesta.
Se dice que Marcelo Caetano, el sucesor de Antonio
Oliveira Salazar tras su fallecimiento en 1970, se
ha visto obligado a entregar el poder al general recientemente
destituido Antonio Espínola y ha planeado ya
su exilio en Brasil. La dictadura que dominaba el
país desde 1926 ha caído, el Estado
Novo se está hundiendo.
Se trata de una revolución roja, desarmada
y pacífica que conmueve. De mentes luchando
por otra vida, de voces gritando ¡Viva o
25 abril!.
Es la Revolución de los Claveles Rojos.
Aquella tarde Hevelise corría por las calles
de Lisboa agarrando con fuerza la mano firme de Gabriel
sin poder creer lo que ocurría. Él,
por el contrario, imaginaba su repercusión
en España.
Se detuvieron jadeando y el chico le ofreció
una de las flores que la gente arrojaba desde los
balcones. Ella le regaló una sonrisa dulce
y le colocó el clavel en la solapa de la chaqueta.
Un beso armónico, apasionado, corto y eterno
a la vez les unió unos instantes. Se amaron
así toda la tarde.
Sostuvieron su amor con la mirada antes de despedirse
con un cálido abrazo y el susurro de un Te
quiero. Ella voló hasta su casa sin saber
que su padre los había observado con desaprobación
desde la ventana, que le prohibiría por siempre
el sueño de su vida, que no aceptaría
nunca al chico que poseía la realidad que quería
para sí. No sabía que no volvería
a verle jamás.
Gabriel estuvo esperando durante casi toda la tarde
siguiente ver aparecer aquella melena danzante con
una blanca sonrisa a través del cristal del
portal. Hevelise no apareció. Tampoco el día
después, ni al otro. Siempre se citaban en
la calle, con lo que no habían intercambiado
sus números de teléfono: no tenía
forma de contactar con ella. Sin embargo la persona
que él buscaba se presentó en forma
de una nota de la que Sara sólo supo decir:
De Hevelise. Para ti.
Mi amor:
Mi padre no ve nuestra relación con bueno,
ojos, en parte por tu nacionalidad, en parte por nuestra
juventud. Lo cierto es que cuando leas esta carta
ya estaré de camino a América, donde
me envían con unos tíos. No intentes
localizarme, no emplees tus fuerzas en vano, pues
ni yo sé a ciencia cierta adónde voy.
Nuestro sueño navega con un rumbo distinto
al que parece ser nuestro destino, Gabriel, pero no
dudes ni un segundo que aquellas tardes te amé,
que te besé con labios sinceros, que puse mi
corazón en tus manos porque sabía que
era allí donde estaría seguro. Considéralo
un regalo, considéralo todo tuyo, porque yo
lo siento encadenado y hundiéndose en el océano.
No me olvides, por favor, no dejes de soñar
conmigo. Pero te ruego construyas nuevos sueños
e ilusiones por que vivir. Yo muero lejos, muero sin
ti.
Hevelise
Gabriel releyó la nota una docena de veces,
casi memorizando cada palabra. Sus ojos ardían
empapados en lágrimas. Había estado
preocupado, pero aquello nunca lo habría imaginado.
El viento se llevó su vida y la carta voló
hasta el río. Se sentía perdido, desorientado,
desolado. ¿Qué hacer? Lo que no haría,
por supuesto, era lo que ella sugería: darse
por vencidos, olvidarlo todo, empezar de nuevo. Por
lo pronto echó a andar hasta un oscuro bar
donde poder ahogarse en una copa y una botella.
Nada más entrar cambió de idea al ver
a Osvaldo, el padre de Hevelise, en la barra. Parecía
que él ya llevaba bebiendo un rato. Se acercó
y sentó en un taburete junto a él.
- Sabe quien soy, ¿verdad? -le miraba
fijamente, ebrio de rabia.
- El chico ese de la niña… ¿Qué
quieres?- dijo con desprecio.
- Quiero saber por qué lo ha hecho, por
qué la ha alejado de mí… ¡¿Por
qué?!
- Porque sólo sois unos críos.
Yo se lo que le conviene, ella no. Lee libros e historias
de amor y cree que la vida es un cuento cuando no
es así. ¡Soy su padre, coño! Tú
eres un don nadie…
-Dígame adónde ha ido. ¡¡Dígamelo!!
El dueño del bar les echó a patadas
olvidándose incluso de cobrarle al hombre la
causa de su embriaguez: media botella de whisky. Tan
sólo quería perderles de vista. Sin
nada que hacer, sin ninguna respuesta y sin ninguna
solución, Gabriel se marchó abandonando
al viejo en la calle.
Aporrearon la puerta del pequeño piso que
el joven se costeaba con la larga herencia de su padre
muy al comienzo de la mañana. La Policía.
Abrió la puerta adormilado, y comenzó
a ser consciente de lo que ocurría, de su situación,
cuando le detuvieron y llevaron a comisaría.
Se le acusaba de la muerte de Osvaldo Buendía,
fallecido, según le comunicaban, aquella madrugada
tras lo que parecía un atraco. La última
vez que le habían visto había sido con
él. No era culpable, pero tampoco podía
probar su inocencia: había pasado la noche
en compañía de las palabras más
dolorosas que nunca oiría. Más que el
dictamen del juez.
1974-2001
Gabriel fue uno de los pocos presos inocentes que
pasaron por las cárceles portuguesas en aquellos
tiempos y que no fueron liberados con las amnistías
políticas concedidas por el nuevo estado. Los
30 años de condena habían caído
sobre él como una losa, pero aprovechó
ese tiempo para leer a los grandes clásicos,
la literatura más reciente y también
algo de historia mundial. Tuvo tiempo más que
suficiente para escribir un libro autobiográfico
y de reflexiones propias que contó con dos
únicos lectores: su compañero de celda,
Marcelino Amorós, y su madre, que falleció
de cáncer en 1989.
Intentó contactar los primeros años
con Hevelise a través de sus padres y su prima
Sara, pero no obtuvo respuesta alguna. Ella, al principio,
encerrada en el baño, se desahogaba del tormento
de una pasión sin esperanzas, escribiendo cartas
febriles que se conformaba con esconder en el fondo
de un baúl. Poco a poco ambos aprendieron a
vivir sin el otro, sin la ilusión de volver
a verse. No se olvidaron, pero sí intentaron
dejar de recordarlo.
2001
Una reducción de tres años de la condena
por buena conducta sacó a Gabriel de la cárcel
antes de lo esperado, aunque mucho tiempo después
de lo debido. El mundo recibía a un fumador
incorregible de mediana edad que había sido
encerrado en sí mismo, que no conocía
la realidad y la sociedad actual, que nunca, en la
escasa vida de la democracia, había votado
en unas elecciones… Los sonidos, las luces,
el olor, la ropa, e incluso los colores de los coches…todo
era nuevo para él. Redescubría un mundo
al que ya no pertenecía, del que le habían
privado todos esos años, al que no sabía
si pertenecería alguna vez.
Regresó a la ciudad de sus sueños,
de sus pesadillas, donde pasó la noche observando
las ramas de los árboles del Parque das Naçoes
vestidas de un desnudo invernal al trasluz de una
luna blanca y redonda que le había echado de
menos. No deshizo la cama de la habitación
del hotel en que había decidido hospedarse,
sino que se acostó sobre la colcha para fumar
un cigarro. Al quedarse dormido éste cayó
de sus labios y prendió fuego a la almohada.
El sofocante calor no le despertó, ni pareció
advertir que sus pulmones se inundaban de humo a medida
que las llamas devoraban el cuarto. Se ahogaba en
el final de su vida, se dejaba caer y se hundía
sin remedio en un sueño profundo. Moría
lentamente y no le importaba. Había comenzado
a morir en el mismo momento en que unos ojos del color
del agua marina se habían posado en él.
Había muerto en vida. Terminaba de morir, por
fin, con unos versos que ella le había enseñado
en sus mientes:
Guarda estes versos que escrevi chorando como
um alívio a minha saudade,
como um dever do meu amor;
e quando houver em ti um eco de saudade,
beija estes versos que escrevi chorando.
Machado de Assis
Su dulce muerte tenía un nombre: Hevelise.

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