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II Época / Nº27
Junio
2008
CULTURA / GALERÍA DE ARTE

Con el corazón roto y un clavel en la solapa

Por Inés Temiño, alumna de 1ºD de Bachillerato del IES Las Llamas de Santander.

Un año más el instituto Las Llamas de Santander ha convocado los premios de narrativa y poesía. Inés Temiño consiguió el accésit en Narrativa Segundo Nivel con el relato 'Con el corazón roto y un clavel en la solapa'.

Militares portugueses en 1974.

 

NARRATIVA SEGUNDO NIVEL
ACCÉSIT

1951

Aquella mujer gritaba como nunca antes lo había hecho. Gritaba de rabia, de dolor. Se deshacía en lágrimas de sangre. El temor al hombre que la amenazaba con su sucio puño era insufrible. Temía por su vida, pero sobre todo por la criatura que llevaba en su vientre. Un hijo que había anhelado durante años, y durante los cuales él había estado “ocupado”.

- Por favor… ¡Por él! ¡¡Por favor!!- imploró Julia desde el suelo, arrinconada en la cocina.
El semblante de su cara cambió. Bajó las manos, fue hacia el sillón y encendió el televisor.

1957

A pesar de su temprana edad, Gabriel conocía ya la naturaleza de aquellas marcas que surcaban el cuerpo de su madre. Solía descubrirlas en los brazos, en la espalda, pero nunca antes la había pegado en la cara. Aquellas heridas recientes denotaban furia, un sentimiento que el niño no lograba comprender, tampoco qué lo causaba.
Roberto Uriarte era conocido por todos como un hombre violento, pues las disputas con su mujer podían oírse desde los edificios contiguos. Por eso a nadie le sorprendió la ausencia de Julia en la vida diaria del barrio durante unos días, pero sí el hecho de que aquella vez podía leerse en su rostro el sinsentido de cada golpe, el sinsentido de los anillos hundiéndose en su cara.
Poco a poco se convirtió en una costumbre, en un ritual, en una batalla continua en la que cada uno se encontraba en un bando distinto. Era el regreso a un pasado en el que habían visto cómo sus familias se enfrentaban durante la guerra mientras ellos luchaban por un amor que parecía imposible, que traspasaba lo inteligible, que ignoraba a la política. Pero a medida que pasaban los años Roberto se acercaba más y más a la imagen de su padre: imponente y poderoso. Un poder que empleaba contra su esposa.

1966

El cielo encapotado ennegrecía por momentos aquella tarde gris que nadie quiso interpretar como el vaticinio de algo grave. Las nubes advertían a todo aquel que se asomaba al exterior que no era un buen momento para salir y, sin embargo, Gabriel se arrojó a la calle desprovisto de paraguas o chubasquero y se entregó a la lluvia. Cuando llegó al bar en que debía encontrarse con la pandilla del instituto, pues era el cumpleaños de Miguel, estaba calado hasta los huesos y tiritaba como un endemoniado a pesar de que sólo había ido a la vuelta de la esquina. Parecía que con el mes de enero sus buenas ideas se habían congelado y escondido en un cajón.
Había llegado pronto y conversaba con Pepín, el dueño del bar, el mismo que le había regalado un cromo todos los domingos cuando era pequeño, cuando se volvió para ver pasar la sirena naranja de una ambulancia. El revuelo y el murmuro de la gente a su alrededor le indicaron que debía haber ocurrido algo no del todo inesperado. Se abrió paso hasta vislumbrar entre el chaparrón de gente la figura de su madre, que gritaba desde el balcón a los técnicos indicándoles que era allí donde se precisaba su ayuda. El muchacho corrió subiendo las escaleras hasta el tercero empapando de incertidumbre cada peldaño para descubrir el cuerpo de su padre tendido sobre la mesa del comedor. Le bastó un instante para saber que estaba muerto y que no había sido precisamente un accidente. El sentir de su madre era fingido, aunque no sus lágrimas. Ambos se abrazaron y el chico sintió que su madre temblaba, que temblaba de libertad.

DIARIO MADRILEÑO: sucesos

Roberto Uriarte, que había obtenido recientemente el puesto de director en funciones de la oficina bancaria de la calle Lealtad, falleció ayer a media tarde de un ataque al corazón. Su mujer, que se encontraba en el domicilio, estaba claramente compungida, pues dejaba huérfano a su único hijo de 15 años.

1974

Para aquella primavera Gabriel había organizado un viaje a Lisboa con un compañero de la Facultad, Darío, que también había cursado el último año de Periodismo y con el que compartía el entusiasmo por empezar. Haría un reportaje comparando la situación política en España y Portugal, ambos países regidos por dictaduras longevas y opresivas. Estaba loco por marcharse, aunque era consciente de lo peor: tendría que dejar sola a su madre.

- Te llamaré cuando lleguemos desde una cabina, mamá. Para contarte cómo es y que no te preocupes.

- El único preocupado aquí eres tú, ¿no lo ves? Tu madre está contentísima de verte marchar. ¿No es así, señora?- dijo el amigo con un aire de burla.

La mujer abrazó a su hijo y dedicó una sonrisa cordial al otro muchacho.

- Tranquilo, cariño. Sé que todo os irá bien. Te quiero.

Julia cerró la puerta del taxi que les llevaría a la estación de trenes.

Durante el largo trayecto en las cabezas de ambos traqueteaban sus expectativas respecto al viaje. Era la primera vez que salían del país, por lo que esperaban poder visitar los principales monumentos de la ciudad, y empaparse al mismo tiempo de su gente, del ambiente que se respiraba en cada uno de sus rincones. Al llegar dieron con el lugar acertado en el que hospedarse, pues su situación era mejor que buena, casi privilegiada: a lo lejos podían ver la Torre de Belém rodeada de un mar oscuro, infinito.

Tras recorrer durante más de una semana Lisboa a pie en todos sus sentidos, aspectos y direcciones, Darío y Gabriel se sentían exhaustos e inundados de ideas y sensaciones para dar por finalizada la fase plenamente turística y comenzar una de investigación y periodismo. Sin embargo fue su punto débil, el espionaje, el que tuvieron que explotar para seguir por el centro de la ciudad a aquellos ojos verdes, aquellos cabellos y aquella tez oscura, aquella mujer que a Gabriel se le antojaba un sueño. Hevelise, que así se llamaba, era plenamente consciente de que sus repetidos encuentros no eran accidentales, y jugaba con ellos conduciéndoles de nuevo a los mismos sitios mientras él lo único que recorría una y otra vez eran sus curvas con la mirada.

Una tarde en la que Darío se había declarado “cansado” de los juegos de Gabriel, el joven se había sentado en una mesa junto a la puerta de una cafetería que habían comenzado a frecuentar. Sólo el roce de un soplo de aire fresco y salado le sacó de su ensimismamiento. Vio cómo aquella fragancia se acomodaba al fondo del establecimiento, y que pertenecía, como no, a Hevelise. Tan solo ella sabía que aquello no era una coincidencia, y que quién seguía a quién era algo confuso.

El chico buscó las fuerzas para tragarse la vergüenza y acercarse a ella en el fondo de su taza de café, y aun no encontrándolas, se puso en pie. Estuvo a punto de tropezar, y, tratando de controlar el vómito de palabras que subían hasta su boca, retiró una silla y se sentó junto a la chica, que fue quien comenzó a hablar.

- Yo soy Hevelise, ¿y tú?

- Gabriel- de pronto se le había secado la boca.

- Creo que últimamente nos hemos encontrado un par de veces- dijo con una sonrisa picarona.

Conversaron no con mucha dificultad, pues ella sabía algo de castellano, pero intentando ambos aclarar su pronunciación y llegando a veces a situaciones difíciles y divertidas mientras caminaban por un paseo cercano al río. Los dos sabían que se acercaban al domicilio de ella, y se detuvieron al final de la calle. Apoyados en una fría barandilla se dirigieron unas últimas palabras de despedida:

- ¿Mañana?- se atrevió él.

- Aquí a las seis y media.

Se inclinó hacia él de puntillas para besarle en la mejilla, se alejó y cruzó la calle corriendo. Sin embargo a Gabriel le pareció haber saboreado la suave melodía de sus labios.
Habían pasado unos cuantos veranos desde la publicación de aquella canción, pero a él lo único que le apetecía era cantarla a voz en grito:

Eres tú, eres tú,
Eres tú, la chica con que tanto soñé.
Eres tú, eres tú,
El motivo de amor más sincero que yo encontraré.
Ven a mí, ven a mí,
Ven a mí, que quiero explicarte por qué
Eres tú, eres tú
A la única que yo en mi vida siempre querré

El Dúo Dinámico

Durante un par de semanas se preguntaron ansiosos “¿Mañana?” y rieron confusos, periodo tras el cual Darío dio por concluido su viaje más que satisfecho y contento por su amigo. A él le prometió entonces, antes de despedirse en la estación, dar noticias a su madre de la felicidad que le proporcionaba su loco amor. Sabía que era eso lo que Julia quería para su hijo: felicidad, ante todo y por encima de todo.

- ¿Escribirás?

- Sobre todo lo que aquí acontezca, lo prometo.

- Quiero decir a mí, idiota- dijo antes de estrechar a Gabriel entre sus brazos.

- Claro, ya tengo la carta preparada, casi se me olvidaba.

Sacó un sobre de su chaqueta. Darío no comprendía su significado.

- Quiero que se la des a mi madre- aclaró el chico. Buen viaje -gritó sobre el silbido del tren.

Ambos se despidieron con la mano.

Querida madre:
Debo decirte que echo en falta tu calor, tu presencia y tu cariño. Tenías razón: todo ha ido estupendamente y en esta ciudad he cultivado, como tú me has enseñado siempre, la felicidad. Sin quererlo es el amor lo que ha florecido y una bella portuguesa la dueña de mi corazón. Por ello he decidido, al menos por ahora, quedarme aquí y no adelantarme al destino. Sé que lo comprenderás.

Te quiere, Gabriel.

Esa misma noche Hevelise empaquetaba sus cosas para volver a casa con sus padres que regresaban de sus bodas de plata en París. Antes había estado viviendo con su prima Sara y el marido de ésta en un pequeño piso en la calle que el joven conocía. Incapaz de entender una palabra de castellano, Sara observaba al hombrecito mientras esperaban y compartían una cafetera.

- ¿Azúcar?- pidió él.
Silencio, ella no parecía ni oírle.

-¿Tenéis azúcar?- repitió.
Realmente no podían ser primas, ni siquiera parientes lejanas.

 

Portugal 1974. La Revolución de los Claves.

 

25 de abril 1974
LA REVOLUÇAO DOS CRAVOS

La situación era inestable e irregular y aun así ha sorprendido encontrar las calles desbordadas de civiles mezclados entre los militares sublevados. Fuentes diversas afirman que la revolución ha comenzado con una señal pactada por los miembros del Movimiento das Forças Armadas (MFA): una canción de Jose Alfonso emitida en la radio durante esta madrugada. Se han ocupado puntos estratégicos del país, pero es sobre todo en Lisboa donde la multitud marcha con la flor de temporada, los claveles, en sus manos o incluso en los cañones de las armas que portan los militares en forma de protesta.
Se dice que Marcelo Caetano, el sucesor de Antonio Oliveira Salazar tras su fallecimiento en 1970, se ha visto obligado a entregar el poder al general recientemente destituido Antonio Espínola y ha planeado ya su exilio en Brasil. La dictadura que dominaba el país desde 1926 ha caído, el Estado Novo se está hundiendo.
Se trata de una revolución roja, desarmada y pacífica que conmueve. De mentes luchando por otra vida, de voces gritando ¡Viva o 25 abril!.
Es la Revolución de los Claveles Rojos.

Aquella tarde Hevelise corría por las calles de Lisboa agarrando con fuerza la mano firme de Gabriel sin poder creer lo que ocurría. Él, por el contrario, imaginaba su repercusión en España.
Se detuvieron jadeando y el chico le ofreció una de las flores que la gente arrojaba desde los balcones. Ella le regaló una sonrisa dulce y le colocó el clavel en la solapa de la chaqueta. Un beso armónico, apasionado, corto y eterno a la vez les unió unos instantes. Se amaron así toda la tarde.
Sostuvieron su amor con la mirada antes de despedirse con un cálido abrazo y el susurro de un Te quiero. Ella voló hasta su casa sin saber que su padre los había observado con desaprobación desde la ventana, que le prohibiría por siempre el sueño de su vida, que no aceptaría nunca al chico que poseía la realidad que quería para sí. No sabía que no volvería a verle jamás.

Gabriel estuvo esperando durante casi toda la tarde siguiente ver aparecer aquella melena danzante con una blanca sonrisa a través del cristal del portal. Hevelise no apareció. Tampoco el día después, ni al otro. Siempre se citaban en la calle, con lo que no habían intercambiado sus números de teléfono: no tenía forma de contactar con ella. Sin embargo la persona que él buscaba se presentó en forma de una nota de la que Sara sólo supo decir: De Hevelise. Para ti.

Mi amor:

Mi padre no ve nuestra relación con bueno, ojos, en parte por tu nacionalidad, en parte por nuestra juventud. Lo cierto es que cuando leas esta carta ya estaré de camino a América, donde me envían con unos tíos. No intentes localizarme, no emplees tus fuerzas en vano, pues ni yo sé a ciencia cierta adónde voy.
Nuestro sueño navega con un rumbo distinto al que parece ser nuestro destino, Gabriel, pero no dudes ni un segundo que aquellas tardes te amé, que te besé con labios sinceros, que puse mi corazón en tus manos porque sabía que era allí donde estaría seguro. Considéralo un regalo, considéralo todo tuyo, porque yo lo siento encadenado y hundiéndose en el océano.
No me olvides, por favor, no dejes de soñar conmigo. Pero te ruego construyas nuevos sueños e ilusiones por que vivir. Yo muero lejos, muero sin ti.

Hevelise

 

Gabriel releyó la nota una docena de veces, casi memorizando cada palabra. Sus ojos ardían empapados en lágrimas. Había estado preocupado, pero aquello nunca lo habría imaginado. El viento se llevó su vida y la carta voló hasta el río. Se sentía perdido, desorientado, desolado. ¿Qué hacer? Lo que no haría, por supuesto, era lo que ella sugería: darse por vencidos, olvidarlo todo, empezar de nuevo. Por lo pronto echó a andar hasta un oscuro bar donde poder ahogarse en una copa y una botella.
Nada más entrar cambió de idea al ver a Osvaldo, el padre de Hevelise, en la barra. Parecía que él ya llevaba bebiendo un rato. Se acercó y sentó en un taburete junto a él.

- Sabe quien soy, ¿verdad? -le miraba fijamente, ebrio de rabia.

- El chico ese de la niña… ¿Qué quieres?- dijo con desprecio.

- Quiero saber por qué lo ha hecho, por qué la ha alejado de mí… ¡¿Por qué?!

- Porque sólo sois unos críos. Yo se lo que le conviene, ella no. Lee libros e historias de amor y cree que la vida es un cuento cuando no es así. ¡Soy su padre, coño! Tú eres un don nadie…

-Dígame adónde ha ido. ¡¡Dígamelo!!

El dueño del bar les echó a patadas olvidándose incluso de cobrarle al hombre la causa de su embriaguez: media botella de whisky. Tan sólo quería perderles de vista. Sin nada que hacer, sin ninguna respuesta y sin ninguna solución, Gabriel se marchó abandonando al viejo en la calle.

Aporrearon la puerta del pequeño piso que el joven se costeaba con la larga herencia de su padre muy al comienzo de la mañana. La Policía. Abrió la puerta adormilado, y comenzó a ser consciente de lo que ocurría, de su situación, cuando le detuvieron y llevaron a comisaría.
Se le acusaba de la muerte de Osvaldo Buendía, fallecido, según le comunicaban, aquella madrugada tras lo que parecía un atraco. La última vez que le habían visto había sido con él. No era culpable, pero tampoco podía probar su inocencia: había pasado la noche en compañía de las palabras más dolorosas que nunca oiría. Más que el dictamen del juez.

1974-2001

Gabriel fue uno de los pocos presos inocentes que pasaron por las cárceles portuguesas en aquellos tiempos y que no fueron liberados con las amnistías políticas concedidas por el nuevo estado. Los 30 años de condena habían caído sobre él como una losa, pero aprovechó ese tiempo para leer a los grandes clásicos, la literatura más reciente y también algo de historia mundial. Tuvo tiempo más que suficiente para escribir un libro autobiográfico y de reflexiones propias que contó con dos únicos lectores: su compañero de celda, Marcelino Amorós, y su madre, que falleció de cáncer en 1989.
Intentó contactar los primeros años con Hevelise a través de sus padres y su prima Sara, pero no obtuvo respuesta alguna. Ella, al principio, encerrada en el baño, se desahogaba del tormento de una pasión sin esperanzas, escribiendo cartas febriles que se conformaba con esconder en el fondo de un baúl. Poco a poco ambos aprendieron a vivir sin el otro, sin la ilusión de volver a verse. No se olvidaron, pero sí intentaron dejar de recordarlo.

2001

Una reducción de tres años de la condena por buena conducta sacó a Gabriel de la cárcel antes de lo esperado, aunque mucho tiempo después de lo debido. El mundo recibía a un fumador incorregible de mediana edad que había sido encerrado en sí mismo, que no conocía la realidad y la sociedad actual, que nunca, en la escasa vida de la democracia, había votado en unas elecciones… Los sonidos, las luces, el olor, la ropa, e incluso los colores de los coches…todo era nuevo para él. Redescubría un mundo al que ya no pertenecía, del que le habían privado todos esos años, al que no sabía si pertenecería alguna vez.

Regresó a la ciudad de sus sueños, de sus pesadillas, donde pasó la noche observando las ramas de los árboles del Parque das Naçoes vestidas de un desnudo invernal al trasluz de una luna blanca y redonda que le había echado de menos. No deshizo la cama de la habitación del hotel en que había decidido hospedarse, sino que se acostó sobre la colcha para fumar un cigarro. Al quedarse dormido éste cayó de sus labios y prendió fuego a la almohada.
El sofocante calor no le despertó, ni pareció advertir que sus pulmones se inundaban de humo a medida que las llamas devoraban el cuarto. Se ahogaba en el final de su vida, se dejaba caer y se hundía sin remedio en un sueño profundo. Moría lentamente y no le importaba. Había comenzado a morir en el mismo momento en que unos ojos del color del agua marina se habían posado en él. Había muerto en vida. Terminaba de morir, por fin, con unos versos que ella le había enseñado en sus mientes:

Guarda estes versos que escrevi chorando como um alívio a minha saudade,
como um dever do meu amor;
e quando houver em ti um eco de saudade,
beija estes versos que escrevi chorando.

Machado de Assis

Su dulce muerte tenía un nombre: Hevelise.



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