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Red-acción
II Época / Nº26
Mayo
2008
CULTURA / GALERÍA DE ARTE

La sombra de una vida

Por Aarón Sánchez Molina, Pablo Bargé del Solar y Pablo Alaña, alumnos del IES Las Llamas de Santander.

Un año más el instituto Las Llamas de Santander ha convocado los premios de narrativa y poesía. En este número publicaremos los trabajos que obtuvieron el primer premio y en el próximo los accésit.

Margarita para descubrir los sentimientos de la persona amada.

POESÍA PRIMER NIVEL
PRIMER PREMIO

                                             AMOR PLATÓNICO

Te quiero hablar, no puedo,
no puedo decir palabra.
Me has hecho ser un mudo
incapaz de decir nada.

Eres todo lo que quiero,
con tu cabello tostado.
Sé que no tengo dinero
mas seré un tipo honrado.

Con tus ojos color prado,
(qué luz de fuego, morena),
Estaré siempre a tu lado.
Seré la luz de tu linterna.

Tu cuello es de cisne
tapado por tu melena.
Sabes, siempre te querré.
Seré el calor en tu hoguera.

Sabes que tu boca es
para mí tan suave y bella
tan bonita y dulce tez.
Seré miel en tu colmena.

Perfecta es tu clara cara
para mí, tú eres única,
nadie se te compara.
Yo seré un bebé en tu cuna.

Mi amor no tiene barreras
no tiene verjas ni vallas.
Asaltaré fortalezas
te buscaré donde vayas.

No siento dolor alguno
aunque me digas que no.
No hay sentimiento tan puro
como el de mi corazón.

Con esto acabo, termino.
Yo te pido, por favor
Que aunque siendo sólo amigos,
no te olvides de mi amor.

Aarón Sánchez Molina

 

NARRATIVA SEGUNDO NIVEL
PRIMER PREMIO

LA SOMBRA DE UNA VIDA

Cinco años después de aquella funesta tragedia, contemplaba el sol con el pavor pintado en las pupilas; contemplaba ese gran astro tan susceptible a ser adorado por su poderío y majestuosidad, cuyas hebras de oro incandescente, fúlgidos componentes de aquella excelsa cabellera, comenzaban ya a destellar con gran potencia y a derramarse, a esas altas horas de la mañana, sobre la faz de un parcial del planeta, calcinando a su paso los abrojos de los remordimientos y de los miedos que moraban en mi alma. Armándome de todo el valor que fui capaz de hallar y considerando por momentos que mi mente se había vuelto a tornar en un fortín inexpugnable, como antaño, me resolví a subir al tren.
Luego, comprobaría que, obviamente, habría resultado más propicio permanecer dormitando en mi lecho, mientras mi hija se encontrara viajando sumergida en una profunda y silenciosa soledad.

Lo primero que recuerdo de aquella caótica jornada, en ese singular y voluble mundo fruto de la elaboración onírica, fue que yo, desnudo, caminaba con parsimonia de la mano de mi pequeño hijo por un andén lóbrego e inmerso en una bruma insondable. Al mirar en derredor, reparé inmediatamente en que allí se agolpaba una gran muchedumbre integrada por hombres y por mujeres adultos, todos igualmente desnudos, pero impecablemente pertrechados con diverso material de utilidad laboral. Extrañamente, me percaté de que aquella anomalía en el ambiente no me sorprendía lo más mínimo. El alud de trabajadores avanzaba –y yo con él– muy desordenado pero, en el fondo, guardando un desplazamiento rítmico muy semejante, como si se hubieran fundido en una enorme masa de carne a la cual le aguardaba un mismo y deplorable hado: el derrame de sangre por parte de terroristas iracundos.

De súbito, las bocas de los vagones del tren se abrieron profiriendo de sus labios rectangulares un grito de terror ensordecedor. No sé con certeza si el propósito de este bramido era alertarnos del peligro inminente o amenazarnos de muerte; pero me inclino más por el segundo. Repentinamente, varios vagones estallaron al unísono, desencadenando al momento la trágica mutilación y defunción de centenares de personas. Alcanzado por la portentosa y execrable explosión, volé varios metros hacia atrás hasta caer semiconsciente y asustado, anhelando poder volver a asir la pequeñita mano de mi hijito y sentir su pulso. ¡No, no podía haberse ido! ¡No podía! Lloré brevemente, pugné por levantarme recurriendo a todas las energías que aún albergaba en mi interior y, finalmente, me incorporé resistiendo a duras penas la inmensa cantidad de heridas, tanto físicas como psíquicas, que me magullaban sin piedad el alma y el cuerpo cual si se trataran, en realidad, de afiladas dagas.

Con un pánico inefable arremetiendo una y otra vez en cruentas acometidas contra mi sensible corazón, atisbé en la neblinosa lontananza, yaciendo yerto sobre el destruido pavimento, el cadáver de mi difunto hijo, sobre el cual se inclinaba, para incrementar todavía en mayor medida mi terror, una figura umbrosa e inidentificable. Segundos después, adiviné que no se trataba sino de la Muerte, provista en una mano de una oscura guadaña, en otra de un significativo y tal vez hasta cómico teléfono móvil y en la espalda de una llamativa mochila azul. Antes de tomar a mi hijo y hacerlo desaparecer con ella bajo tierra, me fulminó con una mirada gélida que destilaba odio y sed de sangre. Me precipitaba ya finado hacia el suelo, cuando, sorprendentemente, los ojos empezaron a picarme. De repente, me vi expulsado de aquel mundo y abandoné de improviso aquella fatal estación sumida en el fragor de las llamas, la animadversión y el dolor.

Desperté de aquel sueño ya familiar con gran sobresalto y sobrecogido, casi perplejo por el hecho de encontrarme aún vivo, casi perplejo por haber sobrevivido a dos ataques consecutivos perpetrados por la mismísima pálida e impertérrita Muerte. Levanté la cabeza de la almohada al tiempo que me palpaba la frente, demudada y perlada por doquier de mareas de frío sudor.
Pero no estaba solo. De la alterada presencia de mi hija, de veinticuatro años, inferí que, anteriormente, de mi garganta debía haber manado una cascada de gritos agónicos coincidiendo con el instante de la explosión.
- ¿Otra vez? -inquirió mi hija Elena con un tono de voz que transparentaba la aprensión que le oprimía el corazón.
- Sí –musité.
- Pero vendrás aun así, ¿verdad? Dime que subirás a ese tren conmigo… –suplicó ella mientras las lágrimas acudían, diligentes, a sus ojos garzos.
Me limité a asentir, incapaz de continuar la conversación debido al malestar que todavía imperaba en mi mente, y, acto seguido, le indiqué con un ademán de mi mano izquierda que deseaba permanecer solo. Elena, obediente, salió sin articular palabra, pues no quería someterme a más presión de la que ya sentía. Tras mirar una última vez a la puerta, me dirigí al sillón, donde me senté y me dispuse a cavilar.

Sé perfectamente –gracias a mi insistente psicólogo, por supuesto– que, desde que sobreviviera al atentado terrorista en Madrid y perdiera para siempre a mi hijo, sufro un potentísimo estrés postraumático que en ocasiones deriva a la paranoia, lo cual, además de dificultar sobremanera mi vida diaria, determina por completo la dirección de mis sueños. Mi psicólogo, sobre el cual no sabría asegurar que corriente actual sigue, ya que por un lado interpreta mis sueños y por otro me somete a técnicas de psicoterapia conductista, me ha identificado en numerosas ocasiones los miedos, los deseos y los impulsos (las ideas latentes, como, según él, los denominaba conjuntamente Sigmmund Freud) que se detectan continuamente en mis experiencias oníricas. En éstos, normalmente siempre acaecen acontecimientos similares, de manera que ya puedo valerme por mí mismo para indagar y esclarecer su significado; como me sucede en este caso.

Por un lado, destaca en gran medida la ubicación de los sucesos, el lugar donde se originó mi trauma: la estación de tren. Allí, me encuentro junto a mi hijo, que desgraciadamente pereció en el acto, y junto a una caótica multitud, todos completamente desnudos, lo que representa la persistente e inquietante sensación de fragilidad que me invade ante un mundo plagado de peligros incesantes. La bruma, a su vez, según las interpretaciones de mi psicólogo, está vinculada directamente a la seguridad que tengo de que vivimos ajenos e ignorantes a cuanto nos rodea.

Por otro lado, llegado el instante en que el caos comienza a azotar mis sueños y a imprimirles una velocidad vertiginosa, escucho siempre los gritos procedentes de las compuertas o labios de los vagones, que, tal y como afirma el psicólogo, deberían venir motivados por mi creencia de que los gobiernos siempre se percatan de las cosas demasiado tarde, o por el temor que siempre ha morado en mi cuerpo, estremeciéndome en más de una ocasión, de recibir una amenaza de un criminal debido a mi antigua profesión de juez.

Pero, tras el estallido de las bombas, pasaje que parece no haber sido alterado casi por mi mente enferma, lo que, sin duda, más me impacta es la visión del cadáver de mi hijo, sobre el cual se inclina la Muerte. Cada objeto que porta ésta posee un significado, si se piensa detenidamente, muy evidente, pese a que a primera vista parecen muy insólitos, a excepción de la tradicional guadaña: el teléfono móvil es el instrumento del que se sirvieron los terroristas islamistas para hacer explotar las bombas; mientras que la mochila es donde se depositaron los artefactos que destruyeron mis ilusiones y también la vida de mi hijo…; mi vida.

Interrumpiendo mis reflexiones, de pronto, una llamada de impaciencia por parte de mi hija llegó hasta mi habitación. Quería que empezara a vestirme, pues se acercaba la hora de acudir a la estación. Murmuré un «vale» apenas audible y me levanté del sillón mientras mi mente huía de allí y volvía a deambular por parajes alejados en el tiempo y en el espacio, pero, en este caso, notablemente menos oscuros y caóticos.

Había retrocedido más de medio mes y me encontraba sentado en el despacho de mi psicólogo esperando pacientemente a que regresara con una mujer anciana que quería presentarme y que, según sus palabras, era el mejor ejemplo de conducta que podía mostrarme, pese a que yo no contara con una edad en absoluto próxima al umbral de los cien años. De repente, a mi espalda, tras abrir la puerta, el psicólogo y una señora con un rostro repleto de dédalos de pronunciadísimas arrugas penetraron en la estancia. La mujer y yo nos conocimos y charlamos ayudados por el que yo ya consideraba uno de mis mejores amigos, que parecía ejercer por momentos de mediador. Me pareció una sapiente muy simpática, magnánima y con un temple envidiable; y enseguida me percaté de que mi amigo pretendía que aquella anciana me contagiase aquellas llamaradas de energía y de positivismo que emanaban de ella. Como ya me había anticipado él, aunque era centenaria y estaba a punto de quedarse ciega por las cataratas, conservaba intactos el dinamismo físico, la integridad de carácter y el equilibrio mental, cosas de las que desde la debacle yo carecía por completo. Así pues, debería esforzarme a partir de entonces por igualar o superar a la anciana; y, en lo más recóndito de mi corazón, yo albergaba la certidumbre de que, si ella hubiera tenido una imperiosa necesidad de subirse a un tren, habría transpuesto la puerta del vagón sin titubear, convencida de que sus posibilidades de superar el trauma no conocían límite.

Se trata de una técnica de psicoterapia conductista que se denomina, según he sabido, de imitación, en la cual al paciente se le presenta un modelo de conducta que le estimule y al que debe intentar emular. Mi amigo quería que naciese en mí una nueva fuente de optimismo y yo no deseaba en absoluto defraudarlo una vez más, por lo que me esforzaría en conseguir todo lo que aquella anciana pudiese lograr… En ese momento, me sentía preparado para sortear cada óbice que se interpusiera en mi camino hacia la felicidad.
– Lamento decirte que en unos días tendré que viajar a Londres para asistir a una conferencia organizada por prestigiosos psicólogos –me informó el hombre–. No obstante, me sustituirá otra persona con la que podrás contactar en caso de necesidad. Aunque planeaba iniciar yo el proceso e intervenir en él de diversos modos, considero que lo más conveniente es que, si te surge cualquier tipo de duda o incertidumbre, te comuniques con nuestra amiga y converses con ella acerca de aquello que te inquieta. ¡Es aún más sabia de lo que aparenta! y ya conoce mis métodos.
La anciana, sentada frente a mí, sonrió con cordialidad.
– Bueno, pues ya nos veremos dentro de medio mes... –se despidió él–. Ah, mantente pendiente del teléfono, porque supongo que en cuestión de días mi suplente contactará contigo para concertar una cita.
Tras asentir y murmurar una retahíla de palabras afectuosas, me retiré meditabundo, cavilando sobre la sorprendente alegría que ostentaba la señora y sobre el nivel que mostraría un vulgar sustituto. Pero, extrañamente, en ningún momento hube de inquietarme por sus conocimientos de psicología, pues éste no llamó ni respondió jamás a mis permanentes solicitudes.

Retorné al presente instigado por los incesantes gritos de mi hija, quien, ante el escaso tiempo que restaba para que se produjera la primera intervención de su vida en un juicio –al que anhelaba que la acompañase– comenzaba a ser presa de los nervios. Salí de mi habitación corriendo y me dirigí ya vestido a la puerta, donde Elena me observaba dedicándome una solemne sonrisa de felicidad. Salimos apresuradamente al portal y, mientras el ascensor descendía, me asaltó la alegre e insidiosa a la vez sensación de que, para ella, la importancia de aquel día había logrado eclipsar, o al menos empañar, la tristeza que nos provocaba permanentemente a ambos la muerte de su hermano.

Justo acabábamos de pisar la acera de la calle, cuando la figura de un taxi se perfiló en el horizonte. Llegado a nuestra ubicación, le hicimos una señal significativa con los brazos –lo cual lo detuvo– y nos montamos, mi hija en la parte trasera y yo en el asiento del copiloto. Después de que el conductor, claramente de rasgos centroasiáticos, me mirara inquisitivamente y yo le indicara nuestro destino, el taxi arrancó y fue adquiriendo velocidad paulatinamente, desplazándose cada vez más raudamente por las vastas avenidas, que empezaban a amenazar con colapsarse.

El viaje transcurrió en silencio hasta que, al aparecérseme súbitamente una intransigente y cruda imagen, la respiración se me dificultó sobremanera y los acontecimientos más trágicos que jamás he presenciado tras la explosión del tren se sucedieron vertiginosamente, como si se hallaran envueltos en una vorágine de sueños gestados en la mente de un trastornado mental… Como yo, por ejemplo. Aunque aparentaba hallarme inmerso en el escrutinio del sol, que ya despuntaba con brío por el este en el inicio de su cenit, fulgurando con una luz que bañaba ya la mayoría de Madrid, en realidad me mantenía vigilando rigurosa pero disimuladamente a aquel conductor asiático, probablemente pakistaní, que parecía no cesar de arrojarme continuas miradas colmadas de tanto odio que estoy seguro de que, de haber ostentado tal poder, me habría fulminado con sus ojos al igual que lo hizo la Muerte en mi sueño. Esa imagen, la de la Dama Caprichosa provista de un teléfono móvil y de una mochila arrastrando con altanería a mi hijito bajo tierra, fue la que acudió a mi cerebro, como si éste me confirmara la real existencia de aquel peligro que yo creía que se cernía sobre ambos.

Giré la cabeza y recorrí con los ojos la parte trasera del taxi, donde identifiqué, además de a Elena obsequiándome con una grácil sonrisa, ¡una mochila azul muy semejante a la que me atormentaba en sueños! Entonces, todo me encajó, pieza por pieza.

Después de todo lo que había sufrido, no me importaba demasiado fenecer allí mismo, asesinado por aquel hombre que se proponía volver a invocar a la devastadora Muerte en medio de Madrid, ¡pero lo que no iba a consentir de ninguna manera era que arrebataran la vida a la única persona feliz de mi mellada familia! Lo único que jamás toleraría sería que mi hija se topase con un final semejante al de su hermano o peor…

Sin siquiera aguardar a urdir un plan algo elaborado y coherente el cual lograra evitar que en el coche no quedara ninguna prueba fehaciente que me señalase como culpable, deslicé una mano al bolsillo donde siempre portaba oculto un cuchillo y lo empuñé con semblante amenazador ante el rostro atónito del conductor. Impelida mi voluntad por un paroxismo de la cólera más gélida que jamás se haya experimentado, me resolví a perpetrar aquel asesinato y le lancé una mortífera estocada directa al corazón, despojándole de vida a los pocos segundos. Sus últimas palabras, con los ojos casi escapando de la prisión de sus órbitas en una expresión de puro pavor, fueron:
– ¿Por qué me haces esto…? ¿Qué has visto en mí?
Después, expiró, inocente y aterrorizado.

Recobrando la noción de la realidad, como si despertara de uno de mis sueños infernales, de súbito reparé en el asesinato a sangre fría que acababa de cometer.
- Oh, no merezco vivir entre los vivos! –me grité gimoteando, buscando con mi mano la empuñadura de mi cuchillo.

Pero cuando en mi cerebro se dibujaba ya la escena de mi suicidio, recordé que mi hija todavía existía y que, probablemente, debía de continuar en el asiento de atrás, mermada su integridad psíquica y con el rostro repleto de sollozos silenciosos, la pobre incapaz de proferir grito alguno. Nuevamente giré mi cuello y vi que Elena, sin fuerzas suficientes para sobreponerse a un estado de éxtasis semejante y cediendo ante la oleada de horror que debía haberla embargado, se había desmayado. Consciente del grave peligro que corríamos, la zarandeé mientras dejaba escapar un prolongado suspiro de angustia, esperando que aquel gesto –como en una ocasión había afirmado mi psicólogo– me liberase de una pequeña parte de la ingente cantidad de sufrimiento y dolor que se hacinaba en mi corazón.

Mi hija despertó y sus pupilas enfurecidas y apesadumbradas me atravesaron como si fueran cuchillos untados de veneno. Después de concederme una fracción de segundo para denegar la férrea exigencia de mi cuerpo de sucumbir a los plañidos, abrí la boca con la pretensión de articular unas palabras de cariño…; pero, desgraciadamente, de ella no manó nada excepto un soplido vacuo. Elena, que había interpretado rápidamente las señales que indicaban en mí un estado de desesperación que casi rozaba la demencia, se incorporó y tomó las riendas de la situación. Con todo el vigor que pudo reunir, abrió su puerta y luego la mía, y procedió a sacarme del taxi. Las cerramos rápidamente, en un intento de que los coches que se acercaban a lo lejos no sospecharan que algo fatal había acontecido hasta que se decidieran a bajar de su coche para increparle al conductor del taxi estacionado en medio de la carretera que acelerara. Después, corrimos todo lo rápidamente que nuestras piernas nos permitían.
- ¡Estamos muy cerca! ¡Debemos tomar un tren! –me gritó mi hija.
- ¿Pero para qué? ¡No puedo escapar; lo mejor es que me entregue! ¡Estoy loco! ¡Si no me condenan, me pegaré un tiro yo! Merezco morir…–repliqué yo, mientras permitía que unas lágrimas afloraran de las córneas de mis ojos para acabar muriendo en el pozo que ocultaban mis labios.
- ¡No! ¡Tú no tienes la culpa de lo que te ocurre; no eres responsable de esa muerte! ¡Vayamos al tren y allí ya pensaremos qué hacer!

Mi hija, a causa del impacto del asesinato –supongo–, ya no creía en la justicia y ahora quería escapar de ella y salvarme del ingreso en prisión. La seguí a lo largo de la calle que desembocaba en la entrada de la estación de ferrocarriles con el presentimiento de que aquel camino sólo me depararía más desgracias; aunque ¿quién sería el ingenuo que se atrevería a confiar en los dictados y en las intuiciones de mi cerebro? Por una vez, me limité a ignorar lo que mi mente me instaba a descartar con una certidumbre inusual y me interné en el enorme edificio, pensando que al fin había aprendido a controlarme y que mi decisión era la correcta. Pero estaba condenado a escoger la opción equivocada…

Cuando alcanzamos los andenes, que en esta ocasión estaban exentos de una impenetrable niebla, atisbé un tren, el medio más cercano que podía ayudarnos a ocultarnos momentáneamente de la policía. Si la información que proporcionaba el letrero electrónico era veraz, faltaban dos escasos minutos para la partida del transporte, de modo que debíamos apresurarnos si no queríamos quedarnos allí, figurativamente desnudos ante la gente vulgar, ante las autoridades judiciales y ante el gobierno.
Como en mi sueño.

Y cinco años después de aquella funesta tragedia, contemplaba el sol con el pavor pintado en las pupilas; contemplaba ese gran astro tan susceptible a ser adorado por su poderío y majestuosidad, cuyas hebras de oro incandescente, fúlgidos componentes de aquella excelsa cabellera, comenzaban ya a destellar con gran potencia y a derramarse, a esas altas horas de la mañana, sobre la faz de un parcial del planeta, calcinando a su paso los abrojos de los remordimientos y de los miedos que moraban en mi alma. Armándome de todo el valor que fui capaz de hallar y considerando por momentos que mi mente volvía a ser un fortín inexpugnable, como antaño, me resolví a subir al tren.

Luego, comprobaría que, obviamente, habría resultado más propicio permanecer dormitando en mi lecho, mientras mi hija se encontrara viajando envuelta en una profunda y silenciosa soledad.

Penetramos en el tren con premura y aguardamos hasta que las puertas del vagón se cerraron con un grito que a mí se me antojó un grito de amenaza…, o tal vez de advertencia por lo que iba a acaecer en escasos minutos. El miedo se apoderó de hasta la última fibra de mi cuerpo y me produjo la estremecedora sensación de que mi terrible sueño estaba configurándose a mi alrededor, escapando de los límites de la fantasía, con los gruesos labios que componían la boca de un tren presagiándome de un modo evidente el advenimiento de una hecatombe. Mis emociones debieron transparentarse en mi rostro, porque cuando mi amada hija me devolvió la mirada en el preciso instante en que el ferrocarril arrancaba, su rostro se ensombreció.

Sintiendo, de pronto, unos potentes deseos de apartar la mirada de su figura, decidí observar cuanto me rodeaba. Aquello me sentenció a muerte.

Debido probablemente al nerviosismo que reinaba en mí y a la aprensión que me obnubilaba la mente, ni siquiera me había detenido a pensar lo suficiente como para considerar seriamente, con todo lo que ello implicaba para mi afectividad, el hecho de que me hubiera subido a un tren. Sin embargo, en cuanto distinguí nítidamente los contornos del lugar donde me hallaba de pie, los recuerdos que residían acechándome en el preconsciente se lanzaron, desgarrada la brida del control, en una carrera desaforada, pugnando por que yo visualizara unos primero que otros.

Bruscamente, me vi transportado a una estación en llamas, sumida en una inescrutable neblina, donde la muerte y el caos habían arrasado con todo a su paso. Yo, a diferencia de cómo lo recuerdo y de cómo me lo muestran los sueños, estaba de pie (la posición que yo sabía que mantenía en la realidad) mirando con los ojos anegados de lágrimas el cuerpo inerte de mi hijo. ¡Mi querido hijo…!

Para mi terror, súbitamente, la Muerte surgió de la nada, por lo cual estuve a punto de precipitarme, atónito, hacia atrás. Esto me desconcertó por completo, puesto que, en teoría, primero es imposible que un recuerdo o un sueño –¡o lo que sea!- absorba por completo la realidad en la que hasta hace unos momentos se vivía, y segundo, es aún más inverosímil que un recuerdo se vea modificado por su protagonista, que actúa en él de distinta manera, como si se tratara de un canal abierto en una ribera de un río, por donde se desvía parte del caudal, modificando, así, el curso de éste.

¡Y ambos fenómenos me estaban sucediendo a mí!; porque yo persistía allí, medio yaciendo en el suelo y con la mirada fija en la Muerte, quien, blandiendo en una mano su guadaña y en la otra un teléfono móvil y cargando en la espalda una mochila azulada, se abalanzaba sobre mi hijito exánime. Desesperado, corrí hacia ellos apelando al más recóndito resquicio de mi cuerpo donde se agazapase la última unidad de energía disponible.

Pero lo que yo intentaba realizar era algo sobrehumano, física y psíquicamente, e, inexorablemente, mi corazón y mi mente, exhaustos de tantísimo esfuerzo y sufrimiento, terminaron por estallar… y mis manos se relajaron, y mis pensamientos fueron desintegrándose paulatinamente, y mis venas dejaron de recibir sangre, y mi cuerpo se estrelló contra el suelo, y mi cuello cayó hacia atrás, y mis ojos, cuya última imagen percibida fue la cara desesperada de mi queridísima hija Elena, se velaron. Y así me despedí de aquella amadísima niña a la que tanto adoré, para la que dediqué, con todo mi esfuerzo y mi cariño, los últimos rastrojos de felicidad que permanecieron en mi alma tras la muerte de mi desgraciado hijo… Pero, antes de perecer, de mi boca brotó una palabra que llevaba cinco años anhelando poder volver a pronunciar sin que resultara vana:
- Mario…

Mi hija, sintiendo que su cuerpo se partía en mil pedazos y que su corazón era arrancado de golpe y sin compasión, me cogió la mano sollozando convulsivamente; pero la responsable de mis actos ya abandonaba, inexorablemente, el elemento corpóreo.

Aunque yo jamás lo percibí, los oídos de mi cadáver sí pudieron captar el estremecedor sonido que se desprendió del cuerpo de Elena cuando las ruedas del tren lo arrollaron después de que ella se arrojase a las vías. Luego, el grito de agonía con que concluyó su vida alcanzó mi cadáver…
Mientras, en una esquina, un niño lloraba.


POESIA SEGUNDO NIVEL
PRIMER PREMIO

HIDALGOS DE ALCANTARILLA

"Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidos de un naufragio de sangre"

Sinuosos caminantes de zapatos tristes
que serpentean las calles sin destino alegre.
Allí llueven humos de luz y gotas de arena.
La calle está sitiada por amantes de la gasolina.

Vivos sin rumbo alternan en callejones.
Son aquellos que no acaban y huyen del asfalto.
Que sin nada de ilusión duermen en cartones.
Sólo tienen un recuerdo borracho de días baratos.

Se levantan sin condición ni horario ajeno,
disfrutan de sueños en vida, de libertad propia.
Sólo son transeúntes durmientes entre cristal y acero.

Están comiendo del aire por no pagar banquetes,
triunfan sin motivos en el mundo del suelo,
no se les está permitido ser dueños con dientes.
La pobreza invade su bolsillo derecho con boquetes.

Su soledad es la compañía de su libre vuelo.
No queda verde ni blanco en sus vidas,
por eso siempre están durmiendo
de donde buscan verdades en su recuerdo
memorizando sus últimos días en un banco.

Ellos van sin status y con locura variada.
Son los apartados del lujo, de la suerte del nacer.
Sin abrigo de piel, con chaqueta de noticia.
Ven el mundo artificial, un mundo de placer
en el que no saben que no existen
al no tener un papel dibujado,
al no poseer un papel plastificado.

Sus voces roncas sólo llegan hasta su propio oído
sus brazos sólo agarran un futuro embotellado
que entra por la boca y por los ojos
y les hace notar que el mundo está un tanto mareado.

Desarraigados del caliente colchón
dejaron de soñar para vivir su sueño:
el de no estar pendiente de su muñeca,
el de no asociarse con la divisa,
el de ser un libre y hábil caballero,
capaz de enfrentarse al tirano Dinero
y a su peor enemigo la Visa.
Gobernante de gobernados gobernadores.
Pero sólo son borrachos insomnes
que se columpian en su real duda
son: hidalgos de alcantarilla.

Pablo Bargé del Solar




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Altiva noche hiriente
La verdadera historia de los tres cerditos contada por el lobo
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