Era una mañana fría de otoño.
Desde la colina observaba el silencioso pueblo que
se tendía a mis pies. Muy de madrugada, cuando
el sol aún no había despertado, me escabullí
del suave calor de las mantas y caminé largo
rato. El primer rayo de sol iluminó el cielo
en el momento en que me senté junto a aquel
viejo árbol, sobre el cual se mecía
una única hoja que soportaba con tenacidad
los embates del viento.
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Ilustración de Francisco Rodríguez,
alumno del Ciclo Formativo
Preimpresión Digital en el IES La Albericia.
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Sí, estaba huyendo. De ningún otro
modo me habría levantado de la cama en plena
noche.
Una imagen se proyectó en mi mente y recordé
aquel calendario. Mis padres me los habían
regalado hace tiempo, y lo odié desde la primera
vez que lo vi. Pero ahora ni siquiera era capaz de
mirarlo. El número veinte estaba en marcado
en círculo rojo, que yo misma había
trazado sobre él, y los días avanzaban
sin contemplaciones en su dirección.
Cerré los ojos por un instante y contuve la
respiración. ¿Era esto lo que debía
hacer? ¿Había llegado a este mundo con
un propósito tan trivial como este?
Recordé cuando de pequeña soñaba
con vivir aventuras, extrañas y apasionantes,
siempre diferentes y de algún modo mágicas.
También recordé el momento en que cambié.
Cuando al fin comprendí el verdadero significado
de las cosas, y todo el mundo que había creado
en mi mente se desvaneció.
Aquí estaba ahora, en medio de una encrucijada
que decidiría el resto de mi vida. No más
aventuras para mí, lo único que quedaría
sería contemplar a mis futuros hijos viviendo
sus propias aventuras, sin poder participar en ellas.
Para mí esa puerta se habría cerrado
para siempre. ¿Cómo podía optar
por una vida así? ¿Una vida de superficialidad
en la que mis hijos vivirían malcriados, engullidos
lentamente por una sociedad egoísta e impersonal
que les vendería juguetes que no necesitan,
les atiborraría de comida grasienta mientras
en otros lugares del mundo niños como ellos
serán utilizados como marionetas en guerras
que jamás deberían conocer? ¿Cuántas
posibilidades había de que mis hijos creciesen
en un mundo realmente humano en que se en que se ayudasen
unos a otros? Con gran pesar asumí mi papel,
quizá por conformidad. Me mantuve en silencio
al regresar a a casa, donde toda mi familia me esperaba
ansiosamente. Me vistieron y engalanaron con esmero
y dedicación y, finalmente, me obsequiaron
con una cala, como símbolo de pureza.
La música comenzó a sonar y caminé
lentamente por el pasillo. Al final del mismo me esperaba
mi futuro marido.

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