Un relato
de lluvia y de mar, de un Santander marinero, una
historia de amor. Una alumna del IES Ricardo Bernardo
es la autora de este escrito.
La lluvia caía suavemente sobre el suelo. Yo
me encontraba de pie frente al mar, las gotas se deslizaban
tristemente sobre mi paraguas. A lo lejos se podía
percibir el crujir de los barcos atracados en Puertochico.
La luna se reflejaba tenuemente en la superficie del
mar. El sonido de una ciudad dormida se extendía
a mis espaldas. El maullido de un gato despistado
por la incesante lluvia sirvió de eco para
tapar unos pasos que con sigilo se acercaban a mí.
- Úrsula… Úrsula Castro.
Al oír mi nombre me giré
lentamente. Un muchacho de no más de 17 años
se encontraba delante de mí, su pelo negro
estaba alborotado, sus ojos negros clavaron cuchillos
que atraviesan el corazón.
- ¿Es usted Úrsula Castro? Se impacientó.
Asentí levemente, pude ver cómo en su
cara aparecía una sonrisa
–Le hemos encontrado- sentenció al fin.
Sentí cómo el corazón me daba
un vuelco y el suelo se desvanecía a mis pies.
El muchacho se acercó a mí
y me agarró.
-¿Dónde está?- le pregunté
casi sin aliento.
- Le han llevado a un hostal cerca de la Magdalena-
no aguardé a que diera más explicaciones,
sino que salí corriendo.
Sentí cómo mi corazón
latía a un ritmo loco. No sé cuánto
tiempo angustia, pero al final llegué, llegué
a la puerta de un pequeño hostal situado en
una esquina de la playa. Tenía aspecto de viejo,
casi a punto de derruirse. Me quedé indecisa
mirando la robusta puerta de roble. En ese momento
un rayo surcó el cielo y sentí un escalofrío
en mi ser.
La lluvia comenzó a caer con
más furia, empapándome hasta los huesos.
Su interior estaba a oscuras, ni una luz, ni un ruido.
Sentí derrumbarme, quería llorar, sí,
quería tirarme al suelo y llorar, llorar, pero
no lo hice. Me recompuse.
- ¿Hay alguien ahí?- mi pregunta sonó
ahogada
- ¿Hay alguien ahí?- volví a
repetir.
- Señorita ¿qué
hace aquí?- Una mujer anciana, vestida de blanco
se acercó a mí. Parecía asustada
por mi aspecto. Me cogió la mano y me condujo
a una silla situada a una esquina del gran vestíbulo
que se encontraba a nuestro alrededor.
- ¿Está Darío
Cortés?- Parecía incrédula.
- ¿Por qué lo quiere saber?- No sé
por qué en ese momento hice lo que hice, me
levanté llena de furia y la espeté
- ¿Dónde está?- Parecía
asustada.
- Señorita tranquilícese.
- ¿Dónde está?- volví
a sollozar.
La miré de forma desesperada.
- Soy su mujer- añadí al final.
Su mirada por un momento sostuvo la mía, hasta
que al final me dijo
- Sígame- La seguí escalera arriba,
los peldaños crujían por mi peso y el
de ella. Al final de ésta había una
puerta; la mujer sacó de su bolsillo una pequeña
llave plateada y abrió.
Numerosas camas invadían todo
el espacio.
-Sígame- me dijo mientras se giraba para continuar
adelante. La seguí por ese pasillo de moribundos,
todos rostros conocidos, hombres que por la mañana
habían salido a faenar por la simple excusa
de alimentar a sus familias. Todavía recuerdo
la voz de ese hombre dándonos la noticia- "El
Galet ha naufragado esta madrugada y posiblemente
no queden supervivientes". Todavía no
había recuperado del shock que me produjo esa
noticia.
- Aquí está- la enfermera me sacó
de mis pensamientos. Estábamos delante de la
cama, su cabello rubio estaba dulcemente posado sobre
la almohada, su joven rostro descansaba impasible
a lo que sucedía a su alrededor, no haciendo
caso a la enfermera. Ocupé un sitio a su lado,
cogí su mano entre las mías. Ni se inmutó,
seguía sereno, ausente, como si estuviese en
otra vida.
- ¿Qué tal estás?- comencé
a preguntar aún a sabiendas de que no iba a
obtener respuestas. Pero me quedé ahí
viendo cómo mi vida se esfumaba. Cerré
los ojos y dejé que mi mente se evadiera, a
ella llegaron recuerdos de todo tipo, los abuelos,
mi hermana, mis padres y los más bellos recuerdos,
mi vida junto a Darío. Todo parecía
perdido hasta que un movimiento brusco en su pecho
hizo evidente que volvía a respirar, ¡volvía
a la vida! volvía a mí.
Cuando abrió los ojos me encontré
con su oscura mirada que me observaba atentamente.
- Hola- conseguí articular. No dijo nada, lentamente
levantó la mano y enjuagó las lágrimas
que brotaban de mis ojos.
- Señorita- la voz de la enfermera volvió
a quebrar el silencio- quizás sea mejor que
le deje descansar.
- La miré furiosa, lo que hizo que se callara.
No volvió a hablar, sino que desapareció
en la oscuridad del pasillo. Entonces yo volví
a centrar mi atención en él. Seguía
mirándome pero ahora, curiosamente, en mi cara
se dibujó una triste sonrisa.
- ¿Qué te ocurre?- emitió al
final. Yo negué con la cabeza mientras apretaba
con más fuerza sus manos contra las mías.
– El mar está tranquilo...- comenzó
a decir- y de repente una ola... Se pasó haciendo
una mueca de dolor.
- No hables- El me sonrió tranquilizadoramente.
- Una ola hizo que todo se oscureciera.- Se volvió
a tumbar sobre la almohada, estaba exhausto.
Permanecí toda la noche a
su lado, atenta a cada movimiento que hacía.
- Buenos días- le dije cuando volvía
a abrir los ojos.
- Hola- me dijo mientas sonreía. No le pregunté
más, le permití que descansara.
En una tarde soleada del mes de mayo
salí en su compañía de ese ruin
hostal. Nos fuimos para ya no volver.
Ahora ese acontecimiento es una anécdota más
que añadir al libro de nuestras vidas, algo
tan hermoso y efímero como un sueño.

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