Como ya
recordamos en el primer número de Red-acción
de este curso, uno de los acontecimientos literarios
del año es el 200 aniversario del nacimiento
de Hans Christian Andersen. Recordado principalmente
por ser el autor de cuentos como 'La sirenita', 'La
pequeña vendedora de fósforos', 'Pulgarcita',
'El Patito Feo' o 'La Reina de las Nieves', este escritor
danés hace que la fantasía sea una parte
más de la realidad. Sus historias nunca olvidan
los sentimientos y el espíritu humano. A modo
de sencillo homenaje, hemos seleccionado 'El traje
nuevo del emperador' para recordar su gran obra.
Hace
muchos años había un Emperador tan
aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas
sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
No se interesaba por sus soldados ni por el teatro,
ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos
que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía
un vestido distinto para cada hora del día,
y de la misma manera que se dice de un rey: “Está
en el Consejo”, de nuestro hombre se
decía: “El Emperador está
en el vestuario”.
La ciudad en que
vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa.
Todos los días llegaban a ella muchísimos
extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes
que se hacían pasar por tejedores, asegurando
que sabían tejer las más maravillosas
telas. No solamente los colores y los dibujos eran
hermosísimos, sino que las prendas con ellas
confeccionadas poseían la milagrosa virtud
de ser invisibles a toda persona que no fuera apta
para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
- ¡Deben
ser vestidos magníficos! -pensó
el Emperador-. Si los tuviese, podría
averiguar qué funcionarios del reino son
ineptos para el cargo que ocupan. Podría
distinguir entre los inteligentes y los tontos.
Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-.
Y mandó abonar a los dos pícaros un
buen adelanto en metálico, para que pusieran
manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron
un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían
nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron
suministrar las sedas más finas y el oro
de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente,
mientras seguían haciendo como que trabajaban
en los telares vacíos hasta muy entrada la
noche.
- Me gustaría
saber si avanzan con la tela-, pensó
el Emperador.
Pero había
una cuestión que lo tenía un tanto
cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido
o inepto para su cargo no podría ver lo que
estaban tejiendo. No es que temiera por sí
mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero,
por si acaso, prefería enviar primero a otro,
para cerciorarse de cómo andaban las cosas.
Todos los habitantes de la ciudad estaban informados
de la particular virtud de aquella tela, y todos
estaban impacientes por ver hasta qué punto
su vecino era estúpido o incapaz.
- Enviaré
a mi viejo ministro a que visite a los tejedores
-pensó el Emperador-. Es un hombre honrado
y el más indicado para juzgar de las cualidades
de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe
el cargo como él.
El viejo y digno
ministro se presentó en la sala ocupada por
los dos embaucadores, los cuales seguían
trabajando en los telares vacíos.
-¡Dios nos ampare! -pensó
el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos
como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!.
Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros
le rogaron que se acercase y le preguntaron si no
encontraba magníficos el color y el dibujo.
Le señalaban el telar vacío, y el
pobre hombre seguía con los ojos desencajados,
pero sin ver nada, puesto que nada había.
- ¡Dios
santo! -pensó-. ¿Seré
tonto acaso? Jamás lo hubiera creído,
y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que
sea inútil para el cargo? No, desde luego
no puedo decir que no he visto la tela.
- ¿Qué?
¿No dice Vuecencia nada del tejido?
-preguntó uno de los tejedores.
- ¡Oh,
precioso, maravilloso! -respondió el
viejo ministro mirando a través de los lentes-.
¡Qué dibujo y qué colores! Desde
luego, diré al Emperador que me ha gustado
extraordinariamente.
- Nos da una
buena alegría -respondieron los dos
tejedores, dándole los nombres de los colores
y describiéndole el raro dibujo. El viejo
tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones
en la memoria para poder repetirlas al Emperador;
y así lo hizo.
Los estafadores
pidieron entonces más dinero, seda y oro,
ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo
fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se
empleó en el telar, y ellos continuaron,
como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el Emperador envió a
otro funcionario de su confianza a inspeccionar
el estado de la tela e informarse de si quedaría
pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que
al primero; miró y miró, pero como
en el telar no había nada, nada pudo ver.
-¿Verdad
que es una tela bonita? -preguntaron los dos
tramposos, señalando y explicando el precioso
dibujo que no existía.
-Yo no soy
tonto -pensó el hombre-, y el empleo
que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso.
Es preciso que nadie se dé cuenta.
Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía,
y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos
colores y aquel soberbio dibujo.
-¡Es
digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores
de la capital hablaban de la magnífica tela,
tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios
ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido
de una multitud de personajes escogidos, entre los
cuales figuraban los dos probos funcionarios de
marras, se encaminó a la casa donde paraban
los pícaros, los cuales continuaban tejiendo
con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
- ¿Verdad
que es admirable? -preguntaron los dos honrados
dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad
en estos colores y estos dibujos -y señalaban
el telar vacío, creyendo que los demás
veían la tela.
- ¡Cómo!
-pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada!
¡Esto es terrible! ¿Seré tan
tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería
espantoso.
- ¡Oh,
sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta,
la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba
el telar vacío; no quería confesar
que no veía nada.
Todos los componentes
de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno
sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar,
como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-,
y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados
con aquella tela en la procesión que debía
celebrarse próximamente.
-¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!-
corría de boca en boca, y todo el mundo parecía
extasiado con ella.
El Emperador concedió
una condecoración a cada uno de los dos bribones
para que se las prendieran en el ojal, y los nombró
tejedores imperiales.
Durante toda la
noche que precedió al día de la fiesta,
los dos embaucadores estuvieron levantados, con
dieciséis lámparas encendidas, para
que la gente viese que trabajaban activamente en
la confección de los nuevos vestidos del
Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla
con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra;
finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido
está listo!
Llegó el
Emperador en compañía de sus caballeros
principales, y los dos truhanes, levantando los
brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
- Esto son
los pantalones. Ahí está la casaca.
-Aquí tienen el manto... Las prendas son
ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería
no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente
esto es lo bueno de la tela.
-¡Sí!
-asintieron todos los cortesanos, a pesar de
que no veían nada, pues nada había.
-¿Quiere
dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que
lleva -dijeron los dos bribones- para que
podamos vestirle el nuevo delante del espejo?
Quitose el Emperador
sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas
piezas del vestido nuevo, que pretendían
haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador
por la cintura, hicieron como si le atasen algo,
la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas
ante el espejo.
- ¡Dios,
y qué bien le sienta, le va estupendamente!
-exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo
y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
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Desfilando
bajo un palio (Dibujo: Paul Muirhead) |
- El palio
bajo el cual irá Vuestra Majestad durante
la procesión, aguarda ya en la calle -
anunció el maestro de Ceremonias.
- Muy bien,
estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad
que me sienta bien?. Y se volvió una
vez más de cara al espejo, para que todos
creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener
la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla,
y avanzaron con ademán de sostener algo en
el aire; por nada del mundo hubieran confesado que
no veían nada. Y de este modo echó
a andar el Emperador bajo el magnífico palio,
mientras el gentío, desde la calle y las
ventanas, decía:
- ¡Qué
preciosos son los vestidos nuevos del Emperador!
¡Qué magnífica cola! ¡Qué
hermoso es todo!
Nadie permitía
que los demás se diesen cuenta de que nada
veía, para no ser tenido por incapaz en su
cargo o por estúpido. Ningún traje
del Monarca había tenido tanto éxito
como aquél.
- ¡Pero
si no lleva nada! -exclamó de pronto
un niño.
- ¡Dios
bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo
su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído
lo que acababa de decir el pequeño.
-¡No
lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva
nada!
- ¡Pero
si no lleva nada! -gritó, al fin, el
pueblo entero.
Aquello inquietó
al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía
razón; mas pensó: Hay que aguantar
hasta el fin. Y siguió más altivo
que antes; y los ayudas de cámara continuaron
sosteniendo la inexistente cola.
Ilustraciones:
http://www.streaming.mmu.ac.uk/emperor
Más información:
http://www.ricochet-jeunes.org/es/biblio/base9/andersen.htm
Versión en inglés en
la sección Babelaulas
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