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Todos los días los medios de comunicación nos mantienen
informados sobre los temas más diversos. Unos nos resultan especialmente
interesantes, otros aburridos, muchos incomprensibles, pero todos tiene
algo en común: son el reflejo de lo bueno y lo malo que ocurre en
nuestro país y en todo el mundo.
Mi nombre es Carlos, soy un chico de 14 años que estudio en el Santa Clara. Me encuentro en el laboratorio de Biología, donde mi profesora Mª José Ojeda está evaluando mi estudio sobre las avestruces. También lee mi historia, que ya que no lo hace en alto, os la relato yo: Hace 11 años, mi padre me regaló por mi cumpleaños un huevo de avestruz, a mí me ilusionó mucho el regalo, ya que por fin podría tener un animalito al que cuidar. Todos los días, cuando me levantaba para ir al colegio, tenía la esperanza de que el huevo hubiera nacido, y esa misma esperanza, la mantuve durante dos semanas, fecha en que la cría de avestruz nació, y como fue a mí a la primera persona que vio, me consideró su madre. Todos los días, seguía la dieta que venía en la caja del avestruz, y la fui criando, por las tardes, después de hacer mis deberes. En lugar de ver la tele, como el resto de mis compañeros, yo jugaba con mi avestruz. El pequeño animal, creció más rápido que yo, así es que, cuando yo tenía 5 años, ella ya tenía suficiente cuerpo como para llevarme a mí encima. Lo que más amigos nos hizo, fue un día en que me salvó la vida, ya que yo estaba jugando con mis amigos al balón en la calle, y ella estaba conmigo, en esto que el balón se nos fue a la carretera, yo fui a por él, ya que no venían coches, pero cuando cogí el balón ví que un coche venía a toda velocidad hacia mí. Ella me subió encima y me llevó hasta la acera. A partir de eso, nunca me separé de ella, incluso en vacaciones, se venía de camping con nosotros. Los años iban pasando, y cuando yo llegué a ocho, ella se había convertido en una adulta, y mi padre me dijo que con la edad que tenía, era conveniente que la soltáramos. Ese momento fue uno de los más tristes de mi vida, cuando mi padre nos llevó a mí y al avestruz a Cabárceno, a donarla al parque. Allí, el cuidador me dijo que podía ir a verla siempre que quisiera; desde entonces, todos los sábados por la tarde voy a verla, y la veo feliz, y contenta con sus nuevas amigas. Pues bien, por esta pequeña historia que acabo de contaros, y
por un dossier completo sobre el avestruz, me ha puesto un 8,5, así
es que estoy contento.
Desembarqué en el puerto de Georgetown con mi amigo Julio. Allí nos esperaba Michael, un guía que habíamos contratado.... Nos preguntó que qué queríamos hacer allí, yo le respondí que estábamos buscando un caimán, un oso hormiguero y una anaconda. Para conseguir el oso hormiguero y el caimán fuimos a la sabana. Michael había encontrado a un cazador nativo de aquella zona, se llama Frank. Esa noche la pasamos en su casa, su mujer nos preparó una cena que estaba exquisita pero no nos quiso decir lo que era. Por la mañana temprano nos dirigimos hacia la pradera, a una zona concreta ya que Frank había sido avisado de nuestra llegada y había partido en busca de algún oso hormiguero, encontró la madriguera, pero no a él. Yacaré overo. Bueno, salimos muy temprano, el lugar al parecer estaba muy lejos, por lo que salimos montados a caballo. Estuvimos una cuantas horas montando hasta que llegamos, nos quedamos esperando un buen rato hasta que apareció. Tenía una cola poderosa y un largo hocico gris. Cuando nos abalanzamos sobre él salió galopando rápidamente, nosotros nos montamos en nuestros caballos y salimos despedidos detrás de él. Tras mucho correr detrás del oso hormiguero lo alcanzamos y Frank le tiró una red y lo consiguió atrapar. Cuando llegamos a casa le pusimos una correa, le atamos un árbol y ahí le dejamos hasta que fabriqué una caja. Cuando la acabé le metimos ahí. La mañana siguiente nos la tomamos de descanso y pasamos todo el día disfrutando del paisaje. Al día siguiente nos preparamos para ir en busca del caimán. Salimos a media tarde, ya que los caimanes salen a cazar de noche y hasta esa hora no podíamos capturar ninguno, así que nos lo tomamos con mucha calma. Cuando llegamos al río pescamos unas cuantas pirañas para ponérselas como cebo al caimán. Preparamos una trampa simple, según Frank, siempre funcionaba. Puso dos botes largos medio sacados del agua, dejando un hueco estrecho entre ellos, un lazo corredizo cruzaba este canal, de forma que cualquier animal que nadase para coger el cebo, metería la cabeza por el lazo. El extremo de la cuerda del lazo estaba atado a la rama de un árbol de forma que si el animal tiraba de la cuerda el lazo se estrechaba. Buscamos otro árbol cerca del río, le trepamos y allí pasamos la noche esperando a que picase el caimán. La primera noche no pasó nada, ni la segunda, ni la tercera. La cuarta noche ya estábamos desesperados, pero por fin picó un caimán. Era un caimán grandioso, se había tranquilizado mucho después del primer arranque. Le lanzamos un dardo somnífero, se durmió y le cargamos en el jeep, le metimos en una jaula, y ya estábamos preparados para marcharnos de la sabana de la Guayana Británica. Dejamos estos dos animales al cuidado de unos amigos de Julio que vivían en Georgetown. Descansamos unos días y nos fuimos para la selva amazónica en busca de nuestra anaconda. Como estábamos muy cansados y no nos apetecía salir en busca de la serpiente dimos dinero a los cazadores para que la capturasen por nosotros, así que nosotros nos lo tomamos de relax. Una mañana llegaron dos cazadores con dos grandes anacondas y compramos las dos. Así que Julio y yo ya estábamos preparados para abandonar ese precioso país y dirigirnos hacia España. Tras pagar a nuestro guía Michael y darle una buena propina extra, cosa que agradeció mucho, cogimos el barco y nos volvimos a España. Vendimos los animales que nos había pedido, y, como sobraba una anaconda, me la quedé y ahora es mi mascota.
Mi gran secreto Primero me presentaré. Mi nombre es Óscar y tengo 35 primaveras desde hace más de tres millones de años. Lo que voy a escribir es mi gran secreto. Destaparlo o no ha sido una dura decisión para mí, pero el cansancio anímico que me ha causado mi vida, me ha obligado a hacerlo. Hace tres millones doscientos treinta y ocho mil seiscientos sesenta y dos años nací yo. En esa época éramos lo que vosotros habéis llamado Australopithecus afarensis. Éramos de las primeras especies y, por lo tanto, estábamos poco evolucionados. Nuestros brazos eran más largos que nuestras piernas (algo realmente incómodo), pero andábamos apoyándonos en las piernas. Los dedos de nuestros pies y manos estaban adaptados para trepar árboles. Homo antecessor. Los primeros años viví en Etiopía. Era un australopithecus
normal con una vida normal. Jugaba con mis amigos, buscaba comida como podía...
Pasaba mucho tiempo en los árboles. Allí solo, me podía
relajar sin que nadie me molestara. Australopithecus. Así pasaron los primeros años de mi existencia. Yo me iba haciendo mayor. Tenía 35 años, y todos los de mi generación iban muriendo. Menos yo. Pasaron cinco años, y yo tenía el mismo aspecto que un australopitecos de treinta y cinco. Pasaron otros cinco, diez, quince años más, y yo tenía el mismo aspecto que uno de treinta y cinco. Nadie duraba tanto ni tan bien como yo. Poco a poco lo fui asumiendo. Hice nuevos amigos, pero al poco tiempo morían. Y todo empezaba de nuevo. Unos doscientos mil años después de mi nacimiento, empecé a notar cambios en mi cuerpo. Noté que mi cara, poco a poco, se iba colocando hacia atrás. Y mis dientes se hacían más pequeños. Ya era un australopitecos africanus. Harto de Etiopía, decidí marcharme y trasladarme a otro lugar: Sudáfrica. Hace dos millones y medio me trasladé a Tanzania. Allí
pasaría uno de los periodos más importantes de mi vida: evolucionaría
a Homo habilis. Según dicen ahora, durante ese periodo mi cerebro
creció mucho. Yo notaba que mi inteligencia y las de mis compañeros,
se iban desarrollando. Un día que recuerdo con mucho cariño,
fue en el que un amigo y yo inventamos el chopper. Estábamos jugando
con una piedra de basalto, y golpeándola contra otra descubrimos
que tenía un borde afilado y que cortaba. A partir de ese día,
lo usamos para cortar la piel de los animales, para abrir un hueso... Sin
saberlo, mi amigo y yo habíamos pasado a la historia por la invención
del chopper. Homo Habilis. Un millón de años después me trasladé a España.
Y mi cuerpo volvió a cambiar. A mí me divertía esto
de los cambios. Imagínate vivir un millón de años seguidos.
La rutina era insoportable y cada vez que mi cuerpo sufría alguna
transformación, era una novedad que yo disfrutaba al máximo.
Bueno, esta vez, el cambio más significativo fue el de la estatura.
Mi altura era casi como la actual. Mi cerebro también creció.
Ahora era un Homo erectus. Nuestros instrumentos de piedra se iban desarrollando.
Por eso decidimos que ya era hora de cazar. Al principio fue muy difícil
para todos nosotros, pero poco a poco lo fuimos dominando. La última evolución que yo he vivido ha sido la del Homo
sapiens. Ocurrió hace ciento veinticinco mil años. Me volvió
a crecer el cerebro y los dientes se hicieron más pequeños.
Pero estos cambios físicos no repercutieron en nuestra forma de vivir. Así, poco a poco y sin darme cuenta, había pasado de ser
un Australopithecus afarensis a llegar a la evolución máxima
hasta ahora del hombre: el Homo sapiens. Y además, nos habíamos
extendido por todos los rincones del mundo. Durante estos más de tres millones de años he visto y vivido infinidad de cosas: he conocido a miles de personas, he tenido muchísimas mujeres e hijos, he visto animales que vosotros nunca habéis podido ver... Pero ahora, estoy cansado de ser eterno y me agobia la idea de volver a vivir tres millones de años. Aunque siento curiosidad por cómo será el mundo del futuro y si el hombre evolucionará más aún (yo creo que sí), ya no quiero seguir viviendo. Por eso, cuando leáis esto, ya no estaré entre vosotros. Quizá no creáis nada de lo que os acabo de escribir. Sinceramente, me da igual.
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