El IES Las
Llamas ha celebrado recientemente la XX edición
de su Concurso Literario, que culminó con la
entrega de premios coincidiendo con el Día
del Libro. A continuación puedes leer los trabajos
premiados en la categoría Narrativa Nivel I.
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En el acto de entrega de los premios de los
concursos literario y de carteles
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NARRATIVA NIVEL I / PRIMER PREMIO
'TRIÁNGULO DE AMOR'
Por Nuria Alaña, 3ºA ESO
Tal vez emprender este viaje no sea lo más
acertado pues el miedo me atormenta día y noche.
Siempre está, arrogante, en todos y cada uno
de los recónditos lugares de mi cuerpo y de
mi mente. Ganarse su amistad tiene un precio, un precio
muy alto. Él es poderoso. En cambio tú,
indefenso, te rindes a sus pies. Disfruta haciéndote
llorar, sólo has sido una presa fácil,
pero al fin y al cabo, frente al miedo, ¿quién
no lo es?
Pero sólo miro hacia delante para ver que
es posible. Puedo resolver este enigma que lleva tanto
tiempo dormido y que desata miles de leyendas falsas.
Después de cinco largos años, me siento
preparado, seguro de mí mismo. Sé que
mis ocho compañeros y yo descubriremos qué
esconde, qué hay bajo sus armas de seducción
y, lo más importante, que una vez allí,
en el centro del famoso triángulo de las Bermudas,
regresaremos y los hijos de nuestros hijos conocerán
nuestra historia.
Dentro de dos semanas todo comenzará. Viajaremos
con un solo barco, el mejor que jamás se haya
visto, siendo dos cocineros, cinco marineros y dos
mujeres los que llevaremos a cabo la operación.
Poseo cientos de mapas, brújulas y todo tipo
de material náutico. No fracasar es mi único
objetivo. Jamás lo hice, jamás lo haré.
Por el momento debo descansar, atar algunos cabos
sueltos y no ser presa fácil del miedo. Esta
tarde Olivia y César vendrán, repasaremos
algunas cosas y matizaremos los últimos detalles.
Mientras tanto seguiré entretenido con uno
de mis crucigramas. Me encanta esa sensación
de creer que sabes algo cuando sólo eres un
ignorante. Jamás he terminado uno; debe de
ser que pierdo la paciencia muy fácilmente
o, tal vez, que no sé nada más allá
de mis útiles términos marineros...
Sonó el timbre. Vestida con un jersey azul
y sus pantalones vaqueros habituales Olivia me saludó.
César no tardó mucho en llegar y apareció,
como de costumbre; con esa sonrisa que le otorgaba
cierto toque cómico a su rostro. Conversamos
amistosamente durante un rato.
Sólo quedaba un día para el comienzo
de la aventura. Esa tarde nos reuniríamos todos
en casa de Ruth para programarlo todo. Los nervios
se apoderaban de mí. Pero nada que yo no pudiese
superar. El despertador me arrebató mi sueño.
Durante unas dos horas retoqué pequeños
detalles y a eso de las nueve y media me dirigí
hacia la vivienda de Ruth vistiendo mi camisa de cuadros
favorita y mis zapatillas rojas.
Todos, sentados en el amplio comedor, esperábamos
ansiosos a César que, como era habitual, llegó
unos diez minutos tarde.
La emoción, los nervios y el afán de
trabajo se respiraban en el ambiente. Tras unas cuantas
horas de reunión regresé a casa. Todo
quedó preparado para poder zarpar a la mañana
siguiente. Al amanecer nos dirigiríamos al
puerto, izaríamos nuestra bandera y sólo
tendríamos una preocupación: demostrar
que todas esas especulaciones son fruto del miedo
y de la casualidad. Nosotros lo descubriríamos
todo.
Esa noche dormí poco, muy poco. ¿Cómo
puede una simple porción de agua producir semejantes
desastres? La búsqueda de la respuesta traería
fatales consecuencias.
Llegadas las seis de la madrugada todos acudimos
al muelle. Poco a poco el alba despertaba y los rayos
de sol incidían directamente en la cubierta
blanquecina de nuestra bella embarcación. Tras
la laboriosa y pesada tarea de izar las velas que
llevamos a cabo César y yo, repartimos los
camarotes y los preparamos adecuadamente. Mis branquias
marineras respiraban ese salitre que tanto echaba
de menos. Sin embargo, siempre que mi ajetreada vida
me lo permitía paseaba con mi velero por la
bahía. Pero aquel viaje no se trataba de un
simple paseo, sino de toda una heroica aventura. Ahora,
yo seré algo más que un simple marinero.
Todos sabrán de mí, pues descubriré
el misterio del Triángulo de las Bermudas después
de tantos años, siglos incluso milenios que
lleva sin una coherente explicación.
Una vez que todo estuvo listo zarpamos, dejando atrás
el enorme puerto de Vizcaya. La bruma del Mar Cantábrico
pronto quedó disipada por la llama de calor
que nos azotó acompañada del mediodía.
El timbre anunciador de la hora de la comida sonó.
Un buen menú junto con la típica conversación.
Temas como política, náutica o economía
quedaron servidos en la mesa. Minutos más tarde
tres de los tripulantes se encontraban dormidos, las
dos mujeres bronceaban su blanca piel, los cocineros
ponían en orden el comedor y yo dirigía
la embarcación sumido en mis pensamientos y
advirtiendo que una de mis deportivas rojas presentaba
un minúsculo agujero. Me agaché para
observarlo aún más de cerca. De repente
oí un estruendo y tras ello el barco frenó
en seco produciendo una fuerte vibración. Todos
acudieron a la cubierta muy alarmados. Envié
a Will y a Lucas a sus camarotes, ya que eran simples
aprendices y no nos proporcionarían ninguna
clase de ayuda. Uno de los cocineros, Tom, trajo mi
equipo de buceo. Después de vestirme adecuadamente
y prepararlo todo me dirigí a observar el casco
del buque. No tardé mucho en hallar el problema.
Un cabo perteneciente a una vieja ancla había
topado con nuestra hélice, así que intenté
cortarlo para que el ancla cayera al fondo. Cuando
lo hube conseguido tiré de la cuerda sobrante,
todavía enganchada a la hélice y una
vez en la superficie y con los motores en marcha el
barco funcionó con toda normalidad.
Cuando entró la noche la tripulación
ya dormía. Mientras, yo resolvía uno
de mis complicados crucigramas. El cansancio se fue
apoderando de mí hasta que, exhausto, me adentré
en el maravilloso mundo de los sueños. El timbre
del desayuno y los ronquidos de Will hicieron que
mi ilusión se desvaneciera, que mis párpados
se abrieran cegados por la luz del nuevo día.
El cielo no sonreía, pero eso no había
impedido que las dos muchachas se hubiesen tumbado
en la cubierta a tomar el sol. Olivia vestía
un bikini azul que resaltaba en su pálida piel.
Tenía el cabello negro y ondulado y unos ojos
verde esmeralda capaces de enamorar a cualquier hombre.
Ruth era compañera suya de trabajo y aunque
llevaba con nosotros más de un año no
se había adaptado del todo. Era algo tímida
y normalmente sólo conversaba con Olivia. Sin
duda Ruth la superaba en belleza, tal vez por esa
sonrisa pícara o por esa gran melena rubia
que llevaba en un moño.
Conversábamos tranquilamente los tres cuando
sonó el timbre de la comida. Tom y Héctor,
los dos cocineros, habían preparado un delicioso
manjar que nuestro exquisito paladar agradeció
con mucho gusto. Tras descansar un rato subimos a
la cubierta para jugar a las cartas, ese absurdo juego
que conduce a tantos hombres a la miseria. La codicia
es la peor locura que alguien pueda padecer; destroza
matrimonios, familias; todo lo que le impide el paso
lo destruye dejando sólo recuerdos. La tarde
huyó como perseguida por un feroz lobo. Finalmente,
César y Ruth se proclamaron campeones, aunque
sin recompensa. Mientras cenábamos rememorábamos
la estupenda tarde de ocio. Poco después todos
dormíamos en nuestro lechos. Yo soñaba
con ganar esa batalla al mar, con vencer a ese peligroso
enemigo de una vez por todas.
Los días fueron pasando parsimoniosamente.
Pronto la semana murió. Nos inquietaba la escasez
de provisiones. Ya llevábamos medio camino
recorrido. Tras varias reuniones decidimos acudir
a un pequeño puerto para adquirir los alimentos
necesarios para el resto del viaje. Una vez en el
puerto, nos dividimos en dos grupos de cuatro para
realizar las diferentes tareas. A las seis volveríamos
y zarparíamos rumbo al Triángulo de
las Bermudas. Después de cuatro horas, la búsqueda
de alimentos finalizó, regresamos al buque
y ordenamos todo. Tan solo nos quedaba un último
esfuerzo. Cualquier paso en falso significaría
la caída al abismo. Cualquier error conllevaría
la muerte segura. Cualquier desatino traería
fatales consecuencias. Pero habíamos de ser
valientes.
El alba iba abriendo los ojos. Nosotros activamos
los motores dispuestos a descubrirlo todo. Tuve que
reunir a todos mis compañeros para advertirles
de que el tiempo empeoraba vertiginosamente, pues
una tormenta se acercaba.
- Si ya hemos llegado hasta aquí, ¿qué
podemos temer de una simple tormenta? -dijo Lucas.
- No se trata de eso. Se avecina una fuerte tempestad
y el Triángulo no es un lugar seguro.
-Tal vez debamos regresar- repuso Will,
apoderándose de él el miedo.
-¡No! ¿Volver? ¡Jamás!
No desperdiciaré cinco años de trabajo
-exclamé.
-¿Y que sugiere, capitán?
-Atracar por un tiempo en un puerto cercano.
- Capitán, todos excepto los dos aprendices
llevamos toda la vida entre barcos. Yo aprendí
a manejar un timón antes que a caminar. No
me rendiré ahora y espero que usted tampoco-
me dijo César.
- No se trata de rendirse. Sólo velo
por nuestras vidas.
-¿Acaso velaron por sus vidas los grandes
descubridores? No, fueron valientes.
-Yo solo sé que he visto cómo el
mar arrebata vidas humanas, cómo en décimas
de segundo te lo quita todo. Mi gran deseo es descubrir
qué esconde ese Triángulo, pero jamás
regresaré con menos tripulantes que con los
que partí.
Nadie replicó. El hacer lo correcto me atormentó
durante todo el día. El egoísmo me incitó
a seguir. Por una tormenta no tiraría por la
borda todo mi trabajo y esfuerzo. Todos dormían
plácidamente, así que me dispuse a rellenar
otro de mis crucigramas. Quizá fuera a media
noche, tal vez más temprano o más tarde,
porque no era consciente del paso del tiempo, cuando
un sollozo bajo, suave pero muy claro me despertó
de mi sueño. Aquel sueño de palabras,
cuadros y pistas me aislaba del mundo por completo.
Lágrimas femeninas, amargas e incesantes provenían
de camarote de Ruth. Llamé a su puerta con
la intención de calmarla, pero no recibí
respuesta. Lo intenté de nuevo.
-No quiero hablar, Olivia, ahora no.
-No soy Olivia- contesté.
Tras unos minutos de incertidumbre abrió la
puerta.
- No quiero que me veas así, capitán.
- Está bien. Te espero en la cubierta
en media hora.
Ella se limitó a esbozar una bella sonrisa
de aprobación.
Una vez en el camarote me vestí con mi camisa
de cuadros preferida y mis deportivas rojas. Habiendo
ya llegado a la cubierta del barco, me senté
a esperar. Apareció ataviada con un elegante
vestido tan rojo como sus labios. Por unos instantes
el tiempo se detuvo, sólo ella y yo, fundidos
en una intensa mirada. Nuevamente ella sonrió.
Conozco a miles de mujeres y puede afirmar que ella
es la mujer más bella que jamás he conocido
y conoceré. Limitándome a lo que habíamos
acordado anteriormente, le pregunté qué
le ocurría y a qué se debía su
llanto.
- Tengo miedo. Tengo mucho miedo.
- No hay por qué tenerlo.
- ¿Y si todo sale mal? ¿Y si fracasamos?
- Eso no pasará. Te lo prometo.
Por un momento todos mis problemas se esfumaron y
todo había quedado en el olvido.
Me besó. Siempre recordaré aquel beso.
Aquella noche en la que nos tumbamos en la cubierta
del barco a mirar las estrellas fue inolvidable. Pasado
un tiempo un pequeño astro se desplazó,
produjo una pequeña luz y, sabiendo que era
una estrella fugaz, pedí un deseo.
Frías gotas de agua caían sobre mi
cuerpo. Llovía. Pese a que su melena lloraba,
ella no: me sonreía, me miraba fijamente. Sentí
otra vez sus labios junto a los míos, pero,
de repente todo quedó roto por la voz de Will,
que me llamaba a gritos. Se encontraba histérico,
asustado y yo no entendía nada de lo que intentaba
decirme. Poco a poco empecé a asustarme, pues
sólo balbucía palabras como huracán,
tornado, tormenta...
Seguí su dedo con el que intentaba señalar
algo. En un instante todo cobró sentido. Aterrorizado
observé que un terrible monstruo nos acechaba
y al ver que Will estaba en lo cierto llamé
a todos mis compañeros para alertarles de la
llegada de un tornado.
En poco tiempo los motores funcionaban a la máxima
potencia y el barco huía de aquel horrible
enemigo. Aunque creímos haberlo eludido, pronto
escuchamos alarmados un gran estruendo. Al mirar vimos
que la proa del barco había quedado destrozada
y Will y Lucas habían caído al agua.
- ¿Dónde estamos?- grité
a Olivia.
- Ahora mismo acabamos de entrar en el Triángulo.
Con ayuda de César arrojé dos salvavidas
al mar. Lucas alcanzó uno y rápidamente
se encontró de nuevo con nosotros. Pero cuando
Will se dispuso a hacer lo mismo una ola se abatió
sobre él dejando un horrible grito en nuestros
oídos. Pese a nuestra espera nunca subió
a la superficie.
-Capitán, los camarotes comienzan a inundarse
y el barco no tardará mucho en hundirse por
completo- me informó César.
Ruth me miró. Al ver terror, angustia y dolor
en aquella mirada traté de calmarla susurrándole
palabras de seguridad y consuelo.
Di la orden de abandonar el barco y tomar un bote
para llegar al puerto más cercano.
Habiendo dejado atrás aquel precioso buque
que poco a poco se iba inundando por completo, creímos
encontrarnos a salvo. Pero el monstruo regresó.
Pese a que Olivia aceleró, todo fue inútil.
Divisando la muerte más cerca que nunca, abracé
a Ruth.
Las olas bramaban. El mar rugía. Las rocas
quedaban rotas en mil pedazos. El tornado chocó
contra nuestro bote y todos salimos disparados. Finalmente
el mar nos acogió casi sin vida.
Observé cómo la muerte se llevaba a
mis compañeros: César, a pesar de todo,
conservaba su sonrisa cómica inolvidable, Olivia
vestía su jersey azul cian y sus pantalones
vaqueros habituales.
Tal vez durante el final de mi aventura dejé
que el miedo se apoderara de mí. Padecerlo
es algo horrible, pero sé que hay una cura,
algo que está por encima de todo. El amor.
Él no supo llamar a mi puerta, mas yo le llamé
a él. Ahora mis falsas promesas se las llevaba
el viento, mis propósitos quedaban ahogados,
todo se esfumaba.
Finalmente vi algo, un viejo libro de crucigramas,
todos ellos sin terminar.
Sentí que ya no podía respirar. Ruth
y yo, fundidos en un abrazo, yacíamos en el
mar vagando sin rumbo. Mi deseo jamás se cumplió.
Jamás se cumplirá.

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NARRATIVA NIVEL I /
ACCÉSIT
'UNA MEDICINA PARA ARCADIA'
Por Mérida Miranda Navarro, 2ºB ESO
El valle, sepultado por el hielo frío y traicionero,
me hacía sentirme sola y perdida. Parecía
como si el mal hubiera extendido su mano tenebrosa
sobre aquel lugar muerto y alejado de la mano de Dios.
La nieve ocultaba el rostro dormido de las montañas
que, como un anillo, rodeaban y atrapaban el lugar,
inclinándose sobre él como monstruos
enormes.
El río ya no corría con alegría,
porque todo era triste; el viento no soplaba raudo,
porque el tiempo se había detenido; los animales
ya no jugaban entre los árboles desnudos, porque
no había nada con qué divertirse.
Yo, avanzaba a duras penas, luchando a muerte contra
el viento gélido, que me azotaba sin piedad
por todos lados. El silencio gritaba por entre las
ramas retorcidas y petrificadas, sobrecogiéndome
con su aspecto infernal.
Yo sabía que podría morir allí,
y nadie se daría cuenta de ese hecho, pero
mi deber era continuar como fuera. Al otro lado de
este averno se encontraba la casa del boticario y
necesitaba sus medicinas milagrosas para Arcadia,
mi hija de cinco años.
La única compañía que había
tenido la suficiente piedad como para querer embarcarse
conmigo en esta travesía, era mi gato Sbuff.
El pobre diablo iba embutido en mi mochila, y se quejaba
a cada bamboleo de su cálido medio de transporte.
Como la Madre Oscuridad se cernía ya sobre
mí, decidí hacer un alto para descansar.
La fatiga me castigaba sin piedad y mi débil
cuerpo de mujer me suplicaba que le proporcionara
descanso. Hallé una cueva semioculta en la
nieve. Me acerqué hasta ella ya sin fuerzas,
y me adentré como pude. Tuve suerte, porque
era bastante profunda. Podía oír cómo
el viento helado silbaba y me buscaba para clavarse
en mí como una estaca pero, en mi refugio de
roca, por fin estaba a salvo.
Con unas pocas ramas secas y una cerilla, hice nacer
un Dios del Milagro que, con sus ardientes llamas
rojizas de esperanza, calentó con rapidez mi
hogar improvisado. Sbuff vio su oportunidad y, con
un elegante y orgulloso salto felino, salió
fuera de mi bolsa y se acurrucó junto al fuego,
que lo recibió con los brazos abiertos.
Preparé una cena de campaña, mientras
canturreaba una canción desafinada y, tanto
persona como animal comimos con voracidad. Después,
estrujé con fuerza al minino, e intenté
conciliar el sueño.
Me parecía estar soñando, pero había
algo que me impedía descansar bien. Mi mente
se encontraba entre el reino de los sueños,
y el reino de la crueldad pero, finalmente, el reino
de la realidad tiró de mí con todas
sus fuerzas, pidiéndome a gritos que hiciese
caso a ese ruido.
Me sobresalté, y me incorporé como
un resorte. Mis entumecidos músculos no querían
trabajar, pero me insté a mí misma para
hacer un esfuerzo. No me costó mucho tiempo
ver a mi gato acurrucado en una esquina, aterrado.
Temblaba como una hoja, y no dejaba de bufar y gruñir,
dirigiendo su mirada de ojos bicolores (uno amarillo
y otro azul) muy abiertos, hacia un punto en la penumbra.
Me di la vuelta a la velocidad del rayo y comprobé
con espanto como unos ojos hipnóticos y unas
fauces abiertas y salivantes me apuntaban con avaricia,
pero sobretodo con hambre. Se trataba de un oso enorme,
marrón, que gruñía y rugía
con la furia de un huracán. Yo reaccioné
con rapidez: prendí, no sé si con valentía
o inconsciencia, una rama con el ardiente elemento
que me calentaba, e hice frente al titánico
animal, al que yo seguramente había arrancado
de su letargo hibernante.
El monstruo no tenía demasiado espacio para
moverse con fluidez, pero aún así resultaba
aterrador. Yo enarbolé la rama llameante con
igualada fiereza, o al menos eso quería pensar
yo, para mantenerlo a distancia. El monstruo se me
acercaba, enseñándome los dientes tan
afilados como dagas. De pronto, ante aquel problema,
hallé una idea en medio de la niebla de mi
mente, una chispa de esperanza. Me acerqué
a la lumbre, escurriéndome como una serpiente.
Preparé mi pie y, cuando el oso estuvo muy
cerca, di una patada y las brasas se abalanzaron furiosas
sobre el rostro de mi enemigo.
El gemido se extendió por todo el valle, y
a punto estuvo de provocar algún alud. Solo
recuerdo, en lo más profundo de mi subconsciente,
haber agarrado a Sbuff, introducirle sobre la marcha
en mi mochila, y salir corriendo de la cueva. Aunque
las piernas no reaccionaban, pues estaban entumecidas;
corrí y corrí, como nunca.
No llegué demasiado lejos. Caí rendida
en la nieve fría y húmeda. Aún
podía oír los quejidos y lamentos del
oso. Eran lloros en mitad de la nada, entonces caí
en la cuenta de que, si a mí me ocurriera algo,
y gritara, nadie me oiría. Si hubiera dispuesto
de lágrimas, estas se hubieran suicidado desde
mis mejillas y habrían caído al hielo,
para fundirse con él en uno; pero, hace tiempo
que mis ojos estaban secos y amargos.
Me desperté poco más tarde, porque
oía y sentía a mi gato, debatiéndose
colérico en el interior de mi bolsa, y ahogándose
entre mi escasa ropa. Me di cuenta de que el resto
de mi equipaje lo había olvidado en la cueva
pero, por supuesto, no me atreví a volver.
Además, la ventisca había borrado el
rastro de mis huellas, por lo que me hallaba sola,
en medio de la nada blanca, que parecía reírse
de mí, con cada susurro del viento muerto,
o con cada gruñido de roca.
Definitivamente, estaba perdida y desesperada. No
veía ni siquiera las montañas que antes
tanto me inquietaban, y tampoco sabía si era
de día o de noche, pues todo era sencillamente
monótono. Tenía hambre, estaba sucia,
y entumecida de arriba abajo. Supe que si me quedaba
más tiempo quieta, se me congelarían
los dedos de los pies, y ya no podría andar.
Me puse en marcha, pero me caí de nuevo. Mi
pie izquierdo no se movía, estaba fijo, y lo
notaba hinchado, apretado contra la bota. Volví
a intentarlo, sin resultado. Como pude, levanté
el pie derecho y, arrastrando el otro, fui avanzando
poco a poco.
No llevaba demasiado tiempo andando, cuando el suelo
se hundió bajo mis pies. Una grieta sinuosa
y reptante se fue extendiendo hacia mí. Me
di cuenta entonces de que me encontraba deslizándome
sobre el río helado. Grité de espanto,
e intenté huir más deprisa. La grieta
se acercaba a mí, y los músculos no
me respondían bien, pero debía seguir.
Saqué a Sbuff de la mochila: no podía
con tanto peso a la espalda. Mi gato chilló
y se retorció, pero corrió veloz a la
otra orilla, y me esperó allí. De pronto,
la grieta pareció cambiar de opinión,
y desvió su rumbo, pero yo no me detuve.
Nunca supe cómo pude alcanzar la otra orilla
del río, pero lo logré. Entonces, por
primera vez, la suerte pareció tornarse a mi
favor. Estaba muy cerca de las montañas, y
casi podía ver la lucecita de la casa del boticario.
Volví a introducir a Sbuff en la mochila, y
saqué un bocadillo. Lo devoré con ansia.
El agua lo había dejado en la cueva del oso,
por lo que (aún a sabiendas de que era fatal
para mi organismo) cogí un puñado de
nieve y lo ingerí, no tuve más remedio.
No sabía bien, pero me satisfizo.
Las horas y las distancias pasaban ante mí
con una lentitud frustrante, de modo que parecía
que el objetivo se alejaba en vez de aproximarse.
No encontraba ningún sitio donde descansar,
y la suerte volvió a abandonarme a merced de
la voluntad del valle maldito. Ya no tenía
voz ni para quejarme, las fuerzas habían renunciado
a proseguir con mi descabellada idea; solo Sbuff parecía
darme ánimos.
Pero, tanto sufrimiento no le parecía bastar
al mismo Satán, que aparentaba controlar el
lugar: Una avalancha de nieve se desprendió
y se precipitó hacia mí, con el rostro
de un monstruo sádico. Abrí los ojos
al máximo. Aquello no podía ser. No
podía ser que ese desierto de hielo me odiase
tanto. Me dirigí en dirección contraria.
Mis pasos torpes me impedían avanzar más
rápido, pero pude vislumbrar con dificultad
una gran roca. Me puse en camino rápidamente.
Si lograba llegar hasta allí, tal vez la nieve
no me ahogaría.
Mi pie izquierdo dificultaba las cosas, puesto que
me obligaba a continuar con un solo apoyo seguro.
La nieve me cubría hasta las pantorrillas,
y era muy costoso el avance. El desmoronamiento me
perseguía con perseverancia, pero conseguí
ponerme a salvo en el último instante. La avalancha
pasó por encima de mí, sin rozarme si
quiera: la inmensa masa de piedra me protegía
de cualquier mal, pero mi corazón se me salía
por la boca.
Cuando todo paró, el silencio sepulcral volvió
a apoderarse del valle muerto. Resoplé de alivio,
pero no descansé. Ya me faltaba poco para llegar
a mi destino.
Otro mal, sin embargo, me asaltó de nuevo,
mucho peor que todos los que había tenido antes:
Empecé a tener visiones.
Caminaba sobre la única pierna que me funcionaba,
cuando aprecié una figura que se desplazaba
lentamente. Me froté los ojos con fuerza, y
volví a comprobarlo. Pestañeé
varias veces, por si era una mota de polvo o algo
así, pero no. Allí, avanzando hacia
mí, había claramente un cartero. Llevaba
un manojo de cartas en la mano, una gorra de cartero,
una bandolera de cartero y un uniforme de cartero;
pero, curiosamente, no parecía estar perdido,
ni tener frío.
Yo le grité desesperada, y agité los
brazos como si de aspas de molino se tratasen. A pesar
de que tenía un hilo de voz, me oyó.
Se dirigió hacia mí. Cuando estuvo a
mi lado, yo le supliqué que me ayudase. Él
me miraba fijamente y, de pronto, estalló en
carcajadas. Yo me asusté, e intenté
zarandearle, pero mis manos azuladas ya no se movían.
Estaba clavada en el sitio, y el rostro del cartero
empezó a transformarse, hasta que se convirtió
en la faz de un Demonio. Yo le explicaba que necesitaba
ayuda, pero él no paraba de reír y burlarse.
No pude soportar más esa situación,
y me alejé; pero, de pronto un grupo de turistas
que habían emergido de la nada se me echó
encima. Me empujaban y agobiaban, sin dejarme seguir
adelante y, por si ello no fuera poco me gritaban
en un sin fin de idiomas desconocidos para mí.
Pero, lo peor aún estaba por llegar.
Cuando la marea de turistas eufóricos y gritones
se disipó como humo en el aire, vi a una niña
pequeña dando brincos en la nieve, jugando
con los copos que caían al suelo. Llevaba un
camisón blanco, e iba descalza. Su pelo era
largo y rubio, y muy sedoso.
Arcadia. Iba danzando, con sus piececitos casi sin
tocar la superficie helada, jugando con un copo y
riendo con su voz inocente. De pronto se giró
hacia mí, sonrió, y me dijo:
- Hola, mamá.
Me pareció que una lágrima se resbalaba
por mi mejilla. La última vez que había
visto a mi hija estaba tiritando, metida en la cama,
y de un color violeta púrpura. Sin embargo,
esa niña estaba sana y feliz, y me miraba con
ojos sinceros y cándidos.
Sacudí la cabeza. Aquello no era real, eran
imaginaciones mías. Debía ignorar a
ese fantasma. Avancé con decisión, sin
dirigirle más miradas a la alucinación.
-Mamá- repitió dulcemente.
Yo me tragué un sollozo, pero me acongojé.
Mi garganta se cerraba, sin poder tragar. Supe que
estaba llorando: pero, aquello era ficticio, ... debía
continuar. Pasé a su lado, sin siquiera mirarla.
Era consciente de que ella se daba la vuelta, y repetía
una y otra vez la palabra “mamá”,
esta vez lo hacía con súplica.
Me perdí en la nieve, y dejé de oír
sus llamadas desgarradoras. Esa fue la situación
que más hizo mella en mí. Una madre
no debe abandonar a sus hijos, pero nadie se atrevía
a ayudarme. Nadie se compadeció de mí;
... tan solo mi gato.
Hace tres días que había dejado a Arcadia,
mi preciosa niña, en manos de su abuela materna,
y partí sin más demora al infierno de
hielo en el que ahora me encontraba. Debí hacerlo;
el único boticario de la Comarca está
totalmente aislado del mundo, por no hablar del hecho
de que es un hombre muy mayor, y una travesía
así podría acabar con su vida.
No sabía ya si estaba volviendo a sufrir las
alucinaciones, o había recuperado la cordura,
porque me pareció que me encontraba a las puertas
de la casa del boticario. Sin embargo, no quedaba
ningún recurso en mi cuerpo; mi energía
se había esfumado con el viento gélido.
Estaba completamente extenuada.
Me desplomé ante la casa. Supe que, si no
me movía, la nieve acabaría por cubrirme,
y moriría ahogada, o quizá de frío,
o de ambas cosas al tiempo. Sbuff saltó de
mi mochila, se sentó ante mí, y me miró
con sus ojos bicolores, que se me antojaban tiernos.
Le supliqué con un hilo de voz que volviera
al interior de la bolsa, pero, en vez de eso, dio
la vuelta y se metió por un hueco que había
en la casa. Pensé que, por lo menos, él
se salvaría.
Al cabo de unos minutos, no recuerdo con exactitud,
creo que una luz que oscilaba como el péndulo
de un reloj se acercaba a mí, y me gritaba
algo incomprensible. Lo último que aún
quedaba en mi mente me abandonó también.
Perdí la consciencia.
Tiempo después me desperté sobresaltada,
oculta debajo de una montaña de mantas calientes,
y al lado de un buen fuego, preso en el estómago
de una gran chimenea. Mi gato reposaba tranquilo a
mis pies. Me levanté con sigilo, y me dirigí
hacia ningún lado. Me dolía la cabeza
como si tuviera una aguja clavada en la sien.
- No deberías hacer un esfuerzo tan grande,
después de lo que has pasado ahí fuera-
Me dijo una voz calmada y llena de paz.
Me giré con reflejos felinos, y vi a un octogenario
anciano, con una larga melena blanca, que resplandecía
como la plata.
Intenté abrir la boca para decir algo, pero
las palabras no querían despertarse, después
de tanto tiempo de letargo sin bailar en mi garganta:
-Usted...- logré articular.
Tomé varias bocanadas de aire y me volví
a llenar de energía nueva y reluciente.
- ¿Es usted el boticario?- pregunté
sin rodeos, con una voz cascada y quebrada.
Él asintió, con movimientos leves de
cabeza. Tenía una clara y reconfortante sonrisa.
Yo empecé a temblar. Me lancé como una
posesa sobre mi mochila, y rebusqué con manos
ansiosas las recetas. Cuando las tuve en mi mano,
se las planté en las narices, y le supliqué
de rodillas que me diera las medicinas.
Le conté que mi hija Arcadia estaba enferma
y padecía de Axteropodírticodiosis.
Él suspiró profundamente.
- Sí, la conozco. Pero, ... me temo que
ya me retiré hace tiempo, y no puedo darte
ninguna medicina para su cura. Lo siento.
Supe que el corazón se me había parado.
El mundo se me vino encima, y caí en un hoyo
mental, muy profundo y oscuro. Yo dije: -“¡¿Qué?!”-.
Pero, me pareció que sólo mis labios
se movieron, pues ningún sonido emergió
de mis cuerdas vocales.
No me preocupaba que todo el viaje que había
emprendido no hubiese valido la pena. Lo que me aterraba,
era saber que mi hija, mi hijita pequeña, mi
Arcadia fuera a morir porque un viejo chiflado se
había retirado, y no quería entregarme
las medicinas que tanto necesitaba. Me tambaleé.
Entonces, en un acto reflejo, me dirigí a
su escritorio, tomé un abrecartas por el puño,
y amenacé con abrirle de arriba abajo con el
arma blanca. El anciano alzó las manos.
-Querida, no hagas eso, podrías lastimarte-
dijo, inquieto.
- Aquí- susurré con voz entrecortada-
el único que va a... salir perjudicado...-
tomé aire, me estaba mareando- será
usted, sino me da las... malditas... medicin...-
No aguanté más tiempo despierta, y me
desplomé de nuevo.
Cuando volví a despertarme, seguía
en el suelo. Me incorporé, dolorida, pero mucho
mejor.
Me acordé de todo de golpe y me dispuse a buscar
al viejo loco. Pero cuando estaba iniciando la batida
de búsqueda y destrucción, me di de
bruces con él. Tenía en la mano una
bolsa de plástico.
-Toma, hija. Es ilegal lo que estoy haciendo,
pero he visto la receta, y lo que necesita tu hija
exactamente, es esto-.
Me flaqueaban las piernas. Alargué mi brazo
para tomarlas, y escapar de allí, cuando algo
me llamó la atención. Parecía
un sollozo. Entonces, todo empezó a parecerme
irreal......
Quizá fuera medianoche, tal vez más
temprano, o más tarde, porque no era consciente
del paso del tiempo, cuando un sollozo bajo, suave
pero muy claro, me despertó de mi ensueño.
Me incorporé. Estaba en mi habitación,
en mi cama, con las mantas y sábanas revueltas
y empapadas en sudor. A mi lado encontré a
Arcadia, de pie, mirándome fijamente. Estaba
sana.
- Mamá, hay un monstruo feo debajo de
mi cama, ¿puedo dormir contigo?- repetía
incansable.
Sbuff descansaba hecho un ovillo sobre mi estómago,
aplastándome el abdomen, y dificultando mi
respiración, mientras mi marido roncaba, a
mi lado, silbando como el viento gélido de
las montañas nevadas del valle.
Toda la aventura que yo había sufrido: el
oso, el río helado, el desprendimiento, las
visiones, el viejo loco, ... habían resultado
ser fruto de mis pesadillas.
Todo había pasado ya, y recordé con
alivio que llevaba una vida normal, un trabajo normal
en Correos y Telégrafos, y que tenía
una preciosa hija llena de vitalidad. Me alegré
mucho de volver a mi rutina, pero, aún así,
la aventura de estar al límite había
sido emocionante, ¿no?.

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