Jozsef Kulcsár,
alumno de 1º Bachillerato de Humanidades y Ciencias
Sociales en el IES La Granja, ha ganado el primer
premio en la VII edición del Concurso de Relato
Histórico Breve que organiza la Subdelegación
de Cantabria de la Sociedad Española de Estudios
Clásicos. Bajo el tema 'Las Olimpiadas en el
mundo antiguo'. Jozsef presentó el relato 'Apolo'
con el pseudónimo de 'Amilkar Valdieri'.
- Soy Apolo, de la ciudad de Pella de Macedonia. Compito
en la disciplina de lanzamiento de disco.
- Pasa al gimnasio. Mañana será el gran
día.
Así empezó toda la historia que voy
a relatar. Mi amo, Apolo, hacía meses que se
entrenaba todos los días en el gimnasio. Realmente
su figura recordaba al dios; su porte, su cuerpo definido,
firme y musculoso inspiraban belleza y admiración
a cualquiera.
Podía sentir su nerviosismo, sus ganas de demostrar
todo su fuerza y técnica impecables y sus ansias
de victoria. Su padre, Petros, inculcó en él
desde niño el espíritu griego, con el
respeto a los dioses y la fascinación por el
deporte.
Yo, Altair, soy su esclavo. Cuando su padre murió
me dejó a cargo de Apolo y desde entonces lo
he cuidado. Desde el día en que su padre cerró
los ojos para siempre, deseó honrar su muerte
ganando la corona de laurel en los juegos olímpicos,
ya que su padre lo entrenaba. Siguió su duro
entrenamiento para convertirse en un gran deportista
y veía en sus ojos una satisfacción
que yo mismo compartía.
Me deleitaba viendo cómo realiza su último
entrenamiento, cómo sus firmes músculos
se estiraban y lanzaban el bronce muy lejos, ante
la envidiosa mirada de los que serían sus oponentes.
No puedo evitar la rabia cuando veo las miradas
que se dirigen a mi amo. Desde que llegamos a la ciudad
se ha extendido su fama entre hombres y mujeres y
todos desean verlo en el estadio, pero las mujeres
no podrán. Hasta el gran escultor Mirón
quedó impresionado la primera vez que vio entrenar
a mi amo, hace unos 10 meses. Le fascinó la
tonificación y el equilibro que había
en todo lo que Apolo era y decidió hacer una
escultura suya lanzando el pesado disco. Mi amo posó
con gusto unas cuantas veces, hasta que el artista
lo dibujó para después esculpirlo. Acabo
de ver la escultura terminada, es maravillosa. Retrata
a la perfección los músculos tensionados
de Apolo cuando hace un lanzamiento, su postura y
sus tendones extendidos. Llevaremos la escultura a
casa del amo cuando terminen los Juegos Olímpicos,
ya que no queremos desconcentrarle en su gran día.
Será una auténtica sorpresa para el
campeón.
Recuerdo con todo detalle los sucesos que acontecieron
ayer y no creo que los olvide nunca. La mañana
se mostraba clara y soleada. El gran día había
llegado y todas nuestras esperanzas estaban puestas
en un lanzamiento. Serví el desayuno a mi amo
temprano y después fuimos al gimnasio donde
se entrenó largo tiempo. Un joven de pelo oscuro
como el azabache y piel morena como la tierra de los
campos hablaba con él y lanzaba el disco a
la vez para ver cuánto llegaba, pero nunca
le superaba. Lo miraba con admiración y deseo
a la vez. Después del entrenamiento Apolo lo
invitó a comer.
Mi amo y él charlaron un tiempo, hasta que
el joven no aguantó más y besó
sus labios.
En ese momento supe que ya nunca podría ser
mío, que ya no me quedaba ni la más
mínima esperanza y deseé matarlo, pero
en vez de eso me quedé inmóvil, mirando
por una pequeña ventana sin que se dieran cuenta.
Los dos empezaron a acariciar sus cuerpos mientras
se iban quitando los mantos y la poca ropa que llevaban.
Mi odio hacia ese muchacho era cada vez mayor y decidí
irme de allí para no hacer nada de lo que después
me arrepentiría. Un tiempo después los
vi salir de la habitación de Apolo.
Al llegar al estadio, Apolo empezó a calentar
y estirar los músculos. De repente se me acercó
un esclavo y me dijo que habláramos en privado.
Me dijo lo siguiente:
- Mi amo es un hombre generoso. Te ofrece la libertad
a cambio de que neutralices a su mayor oponente, tu
amo. Sólo tienes que meter unas gotas de este
veneno cuando le des de beber antes del lanzamiento
y nunca más tendrás que servir a nadie.
Piensa en todo lo que no puedes hacer por tu condición;
te mereces ser libre. Ningún hombre en su sano
juicio despreciaría esta propuesta.
Además, también te recompensaría
con una bolsa de monedas. ¡Imagínatelo!
Lo que te queda de vida sin recibir órdenes.
No le dejé ni terminar de hablar, ya no soportaba
más sus insultos. Le clavé mi daga en
el pecho y lo dejé caer allí mismo.
Mi amo me necesitaba y corrí para ponerle sobre
aviso, pero no estaba en el gimnasio. Me temí
lo peor y como dice el proverbio griego "Piensa
mal y acertarás"… aunque ojalá
no hubiera acertado. En el momento que lo divisé
con la mirada estaba terminando de beber un poco de
agua que otro de sus esclavos le había dado.
Corrí hacia él y le quité la
copa de barro de la mano, pero ya estaba vacía.
- ¿Qué te pasa Altair? - me preguntó
mi amo
- Es que… sólo que… tendría
que relajarse un poco antes del lanzamiento, lo veo
tenso, es mejor que no beba nada amo.
Ya no pude hacer nada y preferí asegurarme
antes de si estaba en lo cierto. Tal vez estaba juzgando
mal la situación y el agua no tenía
nada más, tal vez nada malo pasaría
y el otro esclavo tampoco se había dejado sobornar,
pero mucho me temía que la avaricia de Laucinio
habría sido más fuerte que su lealtad.
Me giré rápidamente para interrogarlo,
pero ya no estaba allí. Decidí apartar
esos pensamientos de mi cabeza y concentrarme en el
lanzamiento, pero era incapaz.
Pensaba en Petros, en su muerte, en los muchos meses
de entrenamiento, esfuerzos y dinero gastados para
lograr dominar la técnica, todo se decidiría
en unos instantes.
Todo el mundo estaba en silencio, con los ojos muy
abiertos y expectantes ante lo que iba a ser algo
extraordinario y trágico a la vez. Apolo se
preparó, echó su cuerpo hacia atrás,
retrasó su fuerte brazo y después de
unos instantes de concentración miró
su objetivo: el lugar más alejado del estadio,
justo debajo de las gradas del público y lanzando
un grito, tiró el disco tan fuerte como pudo.
Todos seguimos el disco de bronce con la mirada mientras
volaba por el aire; contemplamos cómo se estrellaba
contra el suelo y levantaba el polvo… ¡Era
increíble! Había llegado más
de lo que nadie había alcanzado nunca antes.
Su lanzamiento fue tan potente que quedó a
escasa distancia de las gradas. Todos quedamos admirados
por esta gran hazaña conseguida por mi joven
amo. Todo el público estalló de alegría,
pero cuando me di la vuelta para ver al victorioso
Apolo, me sobrecogió un temor horrible: se
desplomó. Su cuerpo parecía sin fuerza
y cayó al suelo ante la atónita mirada
de todos. Los médicos intentaban reanimarlo,
hicieron de todo, pero fue en vano. Mi amado amo estaba
muerto.
No tenía nada más en la cabeza que
matar a Laucinio, su asesino y al que mandó
matarlo. Fui a la casa de alquiler en la que vivíamos
desde que vinimos a entrenar a la ciudad y lo encontré
entrando por la puerta. Se giró para saludarme
y sin pensarlo le clavé la misma daga que al
otro esclavo. El odio me recorría todo el cuerpo
y empecé a clavársela por todas partes.
Era el asesino de mi amo, merecía morir.
Salí al momento de la casa para buscar al que
había mandado matar a Apolo. Tenía una
sed de venganza que sólo se saciaría
cuando todos los que participaron en la muerte de
mi amo corrieran la misma suerte. Corrí como
un caballo desbocado hacia el estadio, pero por un
atajo. Poco antes de llegar vi que venían de
frente unos cuantos esclavos con su amo. Cuando pasaron
a mi lado vi en el brazo de los esclavos la misma
marca que tenía el esclavo que maté,
el que vino a proponerme la traición y el asesinato
de mi amo. Al momento me sobresalté y miré
a su amo ¡Era aquel joven el que había
comido con nosotros!
Sentí ganas de clavarle mi daga, pero decidí
esperar a la noche, ya que antes de
llegar a él, me matarían sus esclavos.
Los seguí hasta su casa y esperé a la
noche, que estaba cercana.
De noche me metí en la casa por una pequeña
ventana y fui directamente a la habitación
grande y lujosa del amo. Cuando lo vi tumbado durmiendo,
pensé que no podía darle muerte tan
rápido. Tenía que sufrir más,
así que en vez de clavarse el arma en el pecho
fui andando de puntillas y se lo clavé en el
estómago, donde más duele y se tarda
más en morir. Mientras retorcía mi daga
en su estómago, él se despertó
y me reconoció, pero no tuvo fuerzas para gritar.
Simplemente dijo:
-Fuiste tú quien mató a Apolo.
Clavé el puñal en su corazón
con fuerza y salí de allí lo más
rápido y silenciosamente posible. Me encontraba
extrañamente confundido y angustiado. ¿Por
qué me había dicho eso? ¿Cómo
voy a matar yo a mi adorado amo? Era el hombre que
amaba y servía, que admiraba y veneraba, nunca
haría algo así. Pero de repente un sombrío
pensamiento cruzó mi mente como una flecha:
si el esclavo que maté tenía el veneno,
no se lo pudo dar justo antes del lanzamiento, así
que tuvo que ser antes. Me horroricé sólo
de pensarlo, pero todo encajaba: ¡Yo mismo había
servido la copa envenenada a mi amo en la comida sin
saberlo! Seguramente el 'respetable señor'
que acababa de matar había envenenado su copa
en un descuido y me quería usar como 'cabeza
de turco', sería su chivo expiatorio. Y todo
eso ¿por qué?, ¿para qué?,
¿aplausos?, ¿reconocimiento?, ¿envidia?
No sabía la respuesta a estas preguntas, pero
una cosa sí sé: yo no puedo seguir viviendo
pensando que fue mi mano la que entregó a mi
amado Apolo a la muerte así que con el mismo
puñal con el que maté a los dos esclavos
y al que mandó matar a Apolo, me voy a quitar
la vida. Sólo siento haber matado a dos esclavos
inocentes.
Me reuniré con mi amo en la otra vida. Dejo
mis pocas posesiones a mi primo Lagabro, este es mi
último deseo. Que mi testamento sea leído
en la casa de Apolo para que se sepa la verdad sobre
el asunto de la muerte de Apolo de Pella, hijo de
Petros.
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