El Instituto
Las Llamas de Santander ha fallado recientemente los
premios del concurso literario que convoca cada curso.
Los alumnos ganadores han sido Cristina Calderón
y Lorena Navarrete, en la categoría de poesía,
y Patricia Parreira y Katia Jiménez, en narrativa.
Reproducimos los trabajos galardonados en el certamen.
Poesía
Nivel I:
PREMIO: Era un niño. Por Cristina
Calderón de Vega. 1ºB de ESO
ACCÉSIT: Una Ayuda Inesperada. Por
Marta Lizcana Barrio. 2°A de ESO
Nivel II:
PREMIO: Mi fiel amigo. Por Lorena Navarrete
Fernández. 1º C-Bachillerato
Narrativa
Nivel I:
PREMIO: La paloma gris. Por Patricia Parreira
Sainz. 2º A de ESO
ACCÉSIT: El misionero. Por Miguel
Mañanes Negro. 2º C de ESO
Nivel II:
PREMIO: Techo con goteras. Por Katia Jiménez
Losa. 1º B Bachillerato
ACCÉSIT 1º: A ninguna parte.
Por Hernán Fioravanti. 2º E Bachillerato
ACCÉSIT 2º: La familia de
Faustina Fernández Robledo.
Por Ricardo Moure Ortega. 2º D Bachillerato
Era un niño
Por Cristina Calderón de
Vega
Era un niño que soñaba
un caballo de cartón.
Abrió los ojos el niño
y el caballito no vio.
Con un caballito
blanco
el niño volvió a soñar;
y por la crin lo cogía...
¡Ahora no te escaparás!
Antonio
Machado
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Ese
niño que esperaba
cada día al despertar
a un caballito blanco
que nunca pudo olvidar.
En sus sueños
se veía
a sí mismo cabalgar
en un caballito blanco
que corría sin cesar
Su fantasía
crecía,
aumentaba su ilusión,
pero no encontró consuelo
en su triste habitación.
Aquel pequeño muchacho,
no dejaba de esperar
que algún un día le trajesen
un caballo en que montar.
Pero no tuvo
el caballo
que tanto y tanto añoró
y desesperado el niño
del caballo se olvidó.
Mas un día
al despertar
El niño creyó soñar.
Vio ante él el caballo
con el que quería jugar.
El
niño mucho creció
y poco a poco olvidó,
al caballo de cartón
con el que tanto jugó.
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Mi fiel amigo
Por Lorena Navarrete
Al corazón del amigo:
abre la muralla;
al veneno y al puñal:
cierra la muralla;
al mirto y la yerbabuena:
abre la muralla;
al diente de la serpiente:
cierra la muralla;
al corazón del amigo:
abre la muralla;
al ruiseñor en la flor…
Nicolás GUILLÉN
¿Alguna vez, estando solo,
has hablado con Dios?
¿Alguna vez, estando solo,
has hablado contigo mismo?
¿Qué te han dicho
las brillantes estrellas?
¿Qué te ha dicho
nuestro señor Dios?
¿Qué te has dicho,
solitario amigo?
Las estrellas sin palabras
con formas nos delatan
sus pensamientos abstractos
y sus orígenes olvidados.
En el cielo, su rey, Dios
te ayuda a salir de la confusión.
Te intenta proteger con su amor de madre,
pero te castiga con su amor de padre.
Tú eres mi amigo,
mi fiel amigo.
Me abriste la muralla de tu corazón
y yo te regalé el calor de mi amor.
¡Oh amigo!
No cierres esa muralla
la soledad te invade
y el cañón del odio amenaza.
Esto es una guerra
pero solo está en ti.
Yo te podré ayudar
pero has de luchar por ser feliz.
Cuando estás solo
y no sepas por donde ir
mira las estrellas, habla con Dios, escúchate
y sabrás el secreto del vivir.
El canto del ruiseñor,
el olor del arrayán,
la satisfacción del bienhechor,
la emoción del amar.
Con tu ayuda se puede crear
un mundo, sin duda, mejor
donde el mal se pueda frenar
y deje de ser un enemigo feroz.
Adiós al mortífero veneno,
adiós a la endiablada falsedad,
adiós al continuo enredo,
adiós a nuestra debilidad.
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La paloma gris
Por Patricia Parreira
“Las flores de la tierra
esperan que nuestras lágrimas se transformen
en rocío de la mañana. ¡Ven con
nosotras! Volemos hacia los países cálidos,
donde el aire mata a los hombres, para llevar ahí
un viento fresco. Por donde pasemos llevaremos socorros
y consuelos y, cuando hayamos hecho el bien durante
trescientos años, recibiremos un alma inmortal
y podremos participar en la eterna feli-cidad de los
hombres”.
Es lo que la gran losa del Palomar tenía
escrito. A Jacques le pareció una tontería
cuando lo encontró, jugando al escondite con
sus compañeros en el Parque Central. Había
apartado unos arbustos muy espesos donde podría
pasar desapercibido y lo había encontrado,
tallado en una piedra, en la base del Palomar. "Es
sólo una estúpida broma" –
pensó–, "algún listillo
nos querrá tomar el pelo, como aquel día
de colegio en el que alguien había escrito
un mensaje con spray en la pared de la clase de plástica,
amenazándonos, y al final descubrieron que
había sido Eric Lidon, que quería darnos
miedo".
Pero, cuando llegó la noche, y Jacques yacía
tumbado en la cómoda cama de su habitación,
despierto, pero sin ninguna gana de dormir, estuvo
pensando en el mensaje que había encontrado
por la tarde, tallado en aquella piedra del Palomar.
Llegó a la conclusión de que ese texto
no lo había escrito ningún chico aburrido
y con ganas de asustar a nadie: la forma en que estaba
escrito y su contenido llevaron a Jacques a pensar
eso. Además, si lo hubiese he-cho alguien como
Lidon, no se le habría pasado por la cabeza
tallarlo.
A Jacques le encantaban los juegos de investigación
y de misterio, así que no dijo nada a na-die
y guardó muy bien el secreto del Palomar.
La luz del sol, que entraba por las rendijas de
la persiana medio abierta, le despertó. La
subió hasta arriba, como a él le gustaba,
y vio, posada en el alféizar de la ventana,
una preciosa paloma gris. Tenía sus plumas
perfectamente limpias y colocadas, como cuando alguien
va a visitar a una persona que no ha visto desde hace
mucho tiempo. No se movió ni siquiera cuando
el chico que estaba en la habitación mirándola
abrió la ventana para que volara a mo-lestar
a otra persona. Pero Jacques no insistió en
que se marchase. Se acordó del mensaje del
Palomar cuando miró a la paloma gris apoyada
en la ventana. Estiró la mano para tocarla
y cogerla si podía, pero entonces el ave voló.
El chico asomó la cabeza por la ventana y vio
cómo la paloma se refugiaba en el Palomar del
Parque Central. Era extraño, demasiado extraño.
Desde que Jacques tiene memoria, jamás había
visto una sola paloma en la ciudad. Nadie las había
visto. Hubo una persona que aseguró haber visto
una paloma muy grande mas luego echó a volar;
más tarde confesó que era una mentira
piadosa.
Jacques se vistió rápidamente y corrió
al Parque en busca de la paloma que se había
decidido esperarle esa mañana. La encontró.
Estaba justo encima de la losa del mensaje. El des-concertado
chico leyó por segunda vez el texto. Luego
miró a la paloma gris.
Releyó el texto y miró otra vez a la
paloma. Estuvo pensando unos segundos, los suficientes
para comprender. Y Jacques comprendió. La paloma
sabía que Jacques había visto la losa,
que la había leído y, de alguna manera,
también sabía que Jacques la iba a ayudar
...¿a ayudar con qué? La paloma se apartó
de donde estaba, y el chico encontró (aunque
más bien lo había encontrado la paloma)
una grieta en la losa contigua a la que tenía
tallado el texto. No se lo pensó más.
Subió corriendo a su casa, cogió un
martillo de la caja de herramientas que guardaba su
padre en el desván, bajó también
corriendo al Palomar, donde le esperaba aquella ave
gris, que parecía que estaba impaciente, agarró
con las dos manos el martillo y, con todas sus fuerzas,
golpeó la piedra de la grieta. Ésta
se terminó de romper. No fue muy difícil,
ya que la losa estaba hueca. Jacques metió
la mano por la grieta y retiró la piedra. Vio
aparecer a la paloma detrás de los arbustos.
Se había asustado un poco con el martillazo
y con el ruido del golpe. Lo que el chico pretendía
era que, al romper la losa, conseguiría levantar
la otra. Sabía que tenía que haber algo
en la gran piedra del texto. Tenía que haber
algo. Y ese algo haría que todas las palomas
regresasen a la ciudad, pues sin ellas estaba triste
y silenciosa, sin niños corriendo detrás
de ellas para espantarlas, y sin ancianas sentadas
todos los días en un banco a las cinco de la
tarde con una rebanada de pan que había sobrado
de la comida y el propósito de tirar miguitas
al suelo y que las palomas se las comiesen a sus pies.
Eso era "la eterna felicidad de los hombres".
Jacques levantó la losa. La colocó
en el suelo. Pero no era una simple losa. Era un baúl
con forma de losa. La paloma se arrimó al chico.
Este estuvo inspeccionando el baúl. No tenía
candado, pero tampoco tenía nada extraño.
Le temblaba la mano cuando se disponía a abrirlo.
Cerró los ojos y levantó la tapa. Los
abrió porque la paloma estaba zureando. Se
había metido dentro del baúl. Además
de la paloma, dentro había un cacharrito raro.
El chico lo cogió y lo inspeccionó.
Sí, era una especie de maquinita y debía
de medir algo. Tenía una pequeña pantalla,
en la que ponía lo siguiente: "1876-1997".
Jacques dedujo que eran fechas, porque era 1997. Pensó
en leer el texto otra vez, por si se le ocurría
algo. Lo hizo y no tuvo que pensar dos veces lo que
significaba.
"Cuando hayamos hecho el bien durante trescientos
años"... las palomas volverían
a la ciudad. "1876" era la fecha en que
las palomas se marcharon y "1997" era la
fecha actual. Todavía faltaba más de
un siglo para que regresen las palomas. Jacques, sobresaliente
en mecánica, volvió a por herramientas
y desmontó la cajita. Se las ingenió
para cambiar "1997” por "2176",
la fecha en que, según sus cálculos,
volverían las palomas. Terminó. Miró
al cielo. No veía nada más que nubes.
Sin ninguna gana, guardó cuidadosamente el
cacharrito en el baúl--losa y lo guardó
donde lo había encontrado. Pensando que todo
lo que había hecho no servía para nada,
cogió a la paloma, que no se había separado
de él todo el tiempo, y la acarició.
Estaban en silencio, pero Jacques oyó algo...
La paloma gris, que estaba en su regazo, echó
a volar... junto a cientos y cientos de palomas, que
se dirigían al Parque Central. Jacques gritó
de alegría y también gritaron, entusiasmados
y contentos, los vecinos que se asomaban por las puertas
y las ventanas de sus casas, al escuchar el murmullo
de palomas que volaban zureando.
Y el texto de la losa, que recogía uno de
los principales orígenes de la felicidad de
los hombres, y la razón de la desaparición
de las palomas, había desaparecido.
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Techo con goteras
Por Katia Jiménez Losa
Llovía. La lluvia caía con estrépito
por entre las columnas viejas y carcomidas. Estaban
sentados y él miraba el mantel. Llevaba semanas,
meses, buscándole con la mirada allá
por donde iba y cuando creía haberle visto,
su imagen se desvanecía ante mí como
una ilusión. Pero esta vez estaba segura: era
él, no había duda. Un escalofrío
me recorrió, aún no sé si por
el frío helador que se pegaba a mis huesos
o por el hecho de estar tan cerca de él, notando
su súbita presencia.
Me quedé mirando la escena: estaba con una
chica joven, de parecida edad a la mía y con
un aspecto muy sano, con una sonrisa que no desaparece
ni un momento de su cara. Sin embargo, él está
serio, pensativo, y su expresión me infunde
un sentimiento que nunca había tenido. Aún
así, irradia un atractivo enorme a través
de sus ojos azules, su nariz recta, su gesto serio.
Encontré un lugar detrás de las columnas
de aquel restaurante desde donde observar sin ser
vista. Todavía no sabía por qué
me encontraba en aquel lugar dejado de la mano de
Dios, pero mis pasos me habían conducido allí
como atrapada por un increíble magnetismo.
Me decidí a entrar en el restaurante, movida
por el impulso de oír su conversación.
Apoyada en la zona de la barra donde se servían
cafés, mientras pedía algo caliente,
pude escuchar, casi "espiar" todo lo que
en esa mesa se decía o hacía. La joven
ya no mostraba su cara alegre y en ella se reflejaba
la impaciencia. Le decía: ¿Por qué
no quieres que te acompañe? Necesito irme contigo,
no aguanto más en esta ciudad, con esa horrible
gente que me recuerda cada día que soy demasiado
imperfecta, que no sirvo para nada y les importo poco".
A lo que él contestaba: "eres impaciente,
todavía no debes venir conmigo. Si no te das
cuenta de eso, es porque estás pensando solo
en ti, en lo que los demás tienen que hacer
para procurar que seas feliz. Si te esforzases en
ver lo bueno en ti y en los demás...".
El ruido del lugar me impidió seguir oyéndoles,
pero pude ver cómo discutían y poco
después volvían al más absoluto
silencio.
En el rostro de la chica advertí algo que me
resultaba muy familiar. Tuve la sensación de
haberla visto antes, en algún lugar del que
no guardaba muy buenos recuerdos. Quizá fueran
esos malos recuerdos los que no me dejaban recordarla
con nitidez. Pero, no sé cómo era posible,
tampoco podía recordar cómo había
sido mi día anterior. De repente, sentí
un irrefrenable deseo de salir corriendo. La pareja
hacía ademán de levantarse y no quise
que el hombre me descubriera, ya que me conocía
físicamente tan bien como yo a él.
Salí tan rápido como pude. En la calle
hacía frío, el cielo estaba de un color
plomizo y amenazando lluvia. Volví a recordar
mis sensaciones anteriores, esa indefensión,
y quise resguardarme del mal tiempo en un portal,
a falta de un sitio mejor. Me senté en las
escaleras, y el temor que me hacía sentirme
incómoda y rígida en el escalón
fue dejando paso al sueño, un sueño
pegajoso como el de aquel que no ha podido dormir
en mucho tiempo.
Sobresaltada, me desperté en una habitación
de paredes azules dentro de una pequeña y blanca
cama. Era un hospital. El único mobiliario
era una mesita. "¿Qué hago
yo aquí? ¿Me habrán dado una
paliza en aquel portal? Pues estupendo, por lo menos
aquí no hace frío y se está más
cómodo". Ese monólogo no me
calmó ni mucho menos. Me toqué la cabeza
con la mano y, asustada, comprobé que no tenía
pelo, que mi melena rubia había desaparecido
por completo. Tuve ganas de gritar, pero no lo hice
por temor a que la gente de las habitaciones próximas
pensaran que estaba loca.
Pasado un rato, la puerta se abrió y entró
una señora a la que no conocía en absoluto.
Tenía buen aspecto, aunque parecía ya
algo madura. Vino a mí con lágrimas
en los ojos, y diciéndome: "Hija mía,
cariño, ¿qué tal te encuentras?
Ahora tienes que reposar más de lo normal y
estar tranquila". Asombrada, no supe qué
decir ni hacer, y fingí estar dormida. Ella
no quiso sacarme de mi falso letargo y, sentándose
a mi lado, me apretó la mano en silencio. Las
dos temblábamos, pero supuse que ella no lo
notó; estuvimos así durante un rato
que me pareció eterno.
Repentinamente, un doctor entró y le hizo una
seña a la mujer para que saliese a hablar con
él. Pensativa, me quedé observando el
techo con goteras. ¿Cómo era posible
que no recordase a la mujer que me había dado
la vida y que lloraba por mí sin poderse contener?
Creí comprender mi situación en un segundo;
no me hizo falta pensar mucho para percatarme de que
mi tumor había empeorado desde el día
que me lo diagnosticaron. Sin embargo, no me encontraba
mal físicamente en esos momentos. Lo que verdaderamente
me inquietaba era esa pérdida de memoria que
estaba minando mi paciencia; podía recordar
mi enfermedad, pero no era capaz de hacerlo con respecto
a mi vida, mi familia, mis amigos y todo los que realmente
tenía significado para mí.
Mi madre se llamaba Claudia. No lo recordaba, pero
lo vi en su pulsera de oro que había mirado
con disimulo cuando puso su mano en mi frente. Había
entrado en la habitación a dejarme unas revistas
y una gran maleta en la que debían de estar
todas mis cosas. Ella se dio cuenta de que tenía
los ojos abiertos y empezó a hablar sosegadamente,
explicándome que había dormido durante
largas ho-ras y que, finalmente, había entrado
en coma, por lo que me habían tenido en observación
y después me habían trasladado a una
habitación más tranquila (y yo pensé
" ¿una habitación más
tranquila que cuál otra?"). Asentí
con la cabeza para demostrar que había entendido
todo y le dije: "Mamá, ahora me gustaría
estar tranquila y sin hablar de nada, no tengo fuerzas
ni ánimo". Ella me dio un beso y
res-pondió que en pocos minutos saldría
de allí para dejarme descansar a petición
de los médicos.
Mis propias palabras me sonaron muy extrañas:
la había llamado mamá y además
le había mentido: ni siquiera estaba cansada
y necesitaba hablar con alguien como ella para intentar
aclarar algo. Pero mentí porque, si daba muestras
de mi gran confusión, sólo conseguiría
preocuparla aún más y no ave-riguaría
nada. Así que, sin saber si por astucia o cobardía
de enfrentarme a la verdad, esas fueron mis últimas
palabras con Claudia.
La tarde fue transcurriendo y me entretuve en mirar
los cotilleos de las revistas, que me resultaron más
insulsos que nunca. Noté que mis párpados
se cerraban y el sopor se fue apoderando de mí.
Miré hacia arriba y, en lugar de encontrar
la imagen del techo enmohecido de aquella habitación,
vi un cielo casi blanquecino por la luz del sol. Por
primera vez en mucho tiempo tenía la certeza
de sentirme segura, aquel entorno ya me era conocido:
era el lugar donde me encontraba antes de despertarme
en el hospital. Todo coincidía: los edificios
grises, algunos casi derruidos, al fondo, aquel restaurante
de poca monta, casi sin clientes y él, el hombre
de gesto serio y ojos azules, sentado en una mesa,
esta vez sin compañía.
La vez anterior quise hablarle y no pude, pero ahora
se acercaba otra oportunidad. Avancé con paso
firme y, sin tan siquiera saludar a los presentes,
me senté a su lado. Él no se sorprendió,
sino que esbozó media sonrisa y me miró
fijamente, como esperando que yo comenzase a hablar.
Le dije: "Tú y yo nos conocemos desde
hace algún tiempo, no sé si te acordarás
de mi. Sólo sé que desde el momento
en que te vi, no he podido hacer otra cosa que buscarte
y, al fin, te he encontrado". Él
me contestó con voz altisonante: "Sé
perfectamente quién eres: te llamas Elena Rivas,
eres hija de Claudia y Raúl, no tienes hermanos
y naciste en Barcelona. Tu enfermedad te llegó
siendo muy joven para todo y te sientes ya muy débil
para continuar. Todo eso lo sé y muchas más
cosas que tú ya no conservas en la memoria.
Dices que has estado buscándome. ¡Qué
error, Elena! Tienes que saber que soy yo quien decide
cuándo puedes verme y ese instante ha llegado;
estás aquí conmigo. Desaparecerá
tu dolor, tu miedo, tu pena, tu decepción contigo
misma y con los demás. Quiero que sepas que
si acepto que vengas conmigo es porque tu vida aquí
ha llegado a ser un desastre sin arreglo y ya nunca
podrás alcanzar la felicidad". Yo
le miré; cada vez me inspiraba más confianza
y dejé que siguiera hablando: "Ahora
quiero que me acompañes, no hace falta que
lleves nada de tu vida contigo". Lo único
que pude contestar fue un tímido "¡vamos!”
Él me abrazó y nos alejamos muy lejos
del restaurante, del barrio oscuro y en ruinas...
de la vida.
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