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Nº 54
CULTURA / GALERÍA DE ARTE

Trabajos ganadores en el concurso literario del IES Las Llamas

Por el equipo de redacción del IES Las Llamas de Santander.

El Instituto Las Llamas de Santander ha fallado recientemente los premios del concurso literario que convoca cada curso. Los alumnos ganadores han sido Cristina Calderón y Lorena Navarrete, en la categoría de poesía, y Patricia Parreira y Katia Jiménez, en narrativa. Reproducimos los trabajos galardonados en el certamen.

Poesía

Nivel I:
PREMIO: Era un niño. Por Cristina Calderón de Vega. 1ºB de ESO
ACCÉSIT: Una Ayuda Inesperada. Por Marta Lizcana Barrio. 2°A de ESO

Nivel II:
PREMIO: Mi fiel amigo. Por Lorena Navarrete Fernández. 1º C-Bachillerato

Narrativa

Nivel I:
PREMIO: La paloma gris. Por Patricia Parreira Sainz. 2º A de ESO
ACCÉSIT: El misionero. Por Miguel Mañanes Negro. 2º C de ESO

Nivel II:
PREMIO: Techo con goteras. Por Katia Jiménez Losa. 1º B Bachillerato
ACCÉSIT 1º: A ninguna parte. Por Hernán Fioravanti. 2º E Bachillerato
ACCÉSIT 2º: La familia de Faustina Fernández Robledo.
Por Ricardo Moure Ortega. 2º D Bachillerato

 

 

 

Era un niño
Por Cristina Calderón de Vega

Era un niño que soñaba
un caballo de cartón.
Abrió los ojos el niño
y el caballito no vio.

Con un caballito blanco
el niño volvió a soñar;
y por la crin lo cogía...
¡Ahora no te escaparás!

Antonio Machado

 

 

Ese niño que esperaba
cada día al despertar
a un caballito blanco
que nunca pudo olvidar.

En sus sueños se veía
a sí mismo cabalgar
en un caballito blanco
que corría sin cesar

Su fantasía crecía,
aumentaba su ilusión,
pero no encontró consuelo
en su triste habitación.

Aquel pequeño muchacho,
no dejaba de esperar
que algún un día le trajesen
un caballo en que montar.

Pero no tuvo el caballo
que tanto y tanto añoró
y desesperado el niño
del caballo se olvidó.

Mas un día al despertar
El niño creyó soñar.
Vio ante él el caballo
con el que quería jugar.

El niño mucho creció
y poco a poco olvidó,
al caballo de cartón
con el que tanto jugó
.

 

 


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Mi fiel amigo
Por Lorena Navarrete

Al corazón del amigo:
abre la muralla;
al veneno y al puñal:
cierra la muralla;
al mirto y la yerbabuena:
abre la muralla;
al diente de la serpiente:
cierra la muralla;
al corazón del amigo:
abre la muralla;
al ruiseñor en la flor…
Nicolás GUILLÉN


¿Alguna vez, estando solo,
has hablado con Dios?
¿Alguna vez, estando solo,
has hablado contigo mismo?
¿Qué te han dicho
las brillantes estrellas?
¿Qué te ha dicho
nuestro señor Dios?
¿Qué te has dicho,
solitario amigo?
Las estrellas sin palabras
con formas nos delatan
sus pensamientos abstractos
y sus orígenes olvidados.
En el cielo, su rey, Dios
te ayuda a salir de la confusión.
Te intenta proteger con su amor de madre,
pero te castiga con su amor de padre.
Tú eres mi amigo,
mi fiel amigo.
Me abriste la muralla de tu corazón
y yo te regalé el calor de mi amor.
¡Oh amigo!
No cierres esa muralla
la soledad te invade
y el cañón del odio amenaza.
Esto es una guerra
pero solo está en ti.
Yo te podré ayudar
pero has de luchar por ser feliz.
Cuando estás solo
y no sepas por donde ir
mira las estrellas, habla con Dios, escúchate
y sabrás el secreto del vivir.
El canto del ruiseñor,
el olor del arrayán,
la satisfacción del bienhechor,
la emoción del amar.
Con tu ayuda se puede crear
un mundo, sin duda, mejor
donde el mal se pueda frenar
y deje de ser un enemigo feroz.
Adiós al mortífero veneno,
adiós a la endiablada falsedad,
adiós al continuo enredo,
adiós a nuestra debilidad.


 


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La paloma gris
Por Patricia Parreira

“Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras! Volemos hacia los países cálidos, donde el aire mata a los hombres, para llevar ahí un viento fresco. Por donde pasemos llevaremos socorros y consuelos y, cuando hayamos hecho el bien durante trescientos años, recibiremos un alma inmortal y podremos participar en la eterna feli-cidad de los hombres”.

Es lo que la gran losa del Palomar tenía escrito. A Jacques le pareció una tontería cuando lo encontró, jugando al escondite con sus compañeros en el Parque Central. Había apartado unos arbustos muy espesos donde podría pasar desapercibido y lo había encontrado, tallado en una piedra, en la base del Palomar. "Es sólo una estúpida broma" – pensó–, "algún listillo nos querrá tomar el pelo, como aquel día de colegio en el que alguien había escrito un mensaje con spray en la pared de la clase de plástica, amenazándonos, y al final descubrieron que había sido Eric Lidon, que quería darnos miedo".

Pero, cuando llegó la noche, y Jacques yacía tumbado en la cómoda cama de su habitación, despierto, pero sin ninguna gana de dormir, estuvo pensando en el mensaje que había encontrado por la tarde, tallado en aquella piedra del Palomar. Llegó a la conclusión de que ese texto no lo había escrito ningún chico aburrido y con ganas de asustar a nadie: la forma en que estaba escrito y su contenido llevaron a Jacques a pensar eso. Además, si lo hubiese he-cho alguien como Lidon, no se le habría pasado por la cabeza tallarlo.
A Jacques le encantaban los juegos de investigación y de misterio, así que no dijo nada a na-die y guardó muy bien el secreto del Palomar.

La luz del sol, que entraba por las rendijas de la persiana medio abierta, le despertó. La subió hasta arriba, como a él le gustaba, y vio, posada en el alféizar de la ventana, una preciosa paloma gris. Tenía sus plumas perfectamente limpias y colocadas, como cuando alguien va a visitar a una persona que no ha visto desde hace mucho tiempo. No se movió ni siquiera cuando el chico que estaba en la habitación mirándola abrió la ventana para que volara a mo-lestar a otra persona. Pero Jacques no insistió en que se marchase. Se acordó del mensaje del Palomar cuando miró a la paloma gris apoyada en la ventana. Estiró la mano para tocarla y cogerla si podía, pero entonces el ave voló. El chico asomó la cabeza por la ventana y vio cómo la paloma se refugiaba en el Palomar del Parque Central. Era extraño, demasiado extraño. Desde que Jacques tiene memoria, jamás había visto una sola paloma en la ciudad. Nadie las había visto. Hubo una persona que aseguró haber visto una paloma muy grande mas luego echó a volar; más tarde confesó que era una mentira piadosa.

Jacques se vistió rápidamente y corrió al Parque en busca de la paloma que se había decidido esperarle esa mañana. La encontró. Estaba justo encima de la losa del mensaje. El des-concertado chico leyó por segunda vez el texto. Luego miró a la paloma gris.
Releyó el texto y miró otra vez a la paloma. Estuvo pensando unos segundos, los suficientes para comprender. Y Jacques comprendió. La paloma sabía que Jacques había visto la losa, que la había leído y, de alguna manera, también sabía que Jacques la iba a ayudar ...¿a ayudar con qué? La paloma se apartó de donde estaba, y el chico encontró (aunque más bien lo había encontrado la paloma) una grieta en la losa contigua a la que tenía tallado el texto. No se lo pensó más.

Subió corriendo a su casa, cogió un martillo de la caja de herramientas que guardaba su padre en el desván, bajó también corriendo al Palomar, donde le esperaba aquella ave gris, que parecía que estaba impaciente, agarró con las dos manos el martillo y, con todas sus fuerzas, golpeó la piedra de la grieta. Ésta se terminó de romper. No fue muy difícil, ya que la losa estaba hueca. Jacques metió la mano por la grieta y retiró la piedra. Vio aparecer a la paloma detrás de los arbustos. Se había asustado un poco con el martillazo y con el ruido del golpe. Lo que el chico pretendía era que, al romper la losa, conseguiría levantar la otra. Sabía que tenía que haber algo en la gran piedra del texto. Tenía que haber algo. Y ese algo haría que todas las palomas regresasen a la ciudad, pues sin ellas estaba triste y silenciosa, sin niños corriendo detrás de ellas para espantarlas, y sin ancianas sentadas todos los días en un banco a las cinco de la tarde con una rebanada de pan que había sobrado de la comida y el propósito de tirar miguitas al suelo y que las palomas se las comiesen a sus pies. Eso era "la eterna felicidad de los hombres".

Jacques levantó la losa. La colocó en el suelo. Pero no era una simple losa. Era un baúl con forma de losa. La paloma se arrimó al chico. Este estuvo inspeccionando el baúl. No tenía candado, pero tampoco tenía nada extraño. Le temblaba la mano cuando se disponía a abrirlo. Cerró los ojos y levantó la tapa. Los abrió porque la paloma estaba zureando. Se había metido dentro del baúl. Además de la paloma, dentro había un cacharrito raro. El chico lo cogió y lo inspeccionó. Sí, era una especie de maquinita y debía de medir algo. Tenía una pequeña pantalla, en la que ponía lo siguiente: "1876-1997". Jacques dedujo que eran fechas, porque era 1997. Pensó en leer el texto otra vez, por si se le ocurría algo. Lo hizo y no tuvo que pensar dos veces lo que significaba.

"Cuando hayamos hecho el bien durante trescientos años"... las palomas volverían a la ciudad. "1876" era la fecha en que las palomas se marcharon y "1997" era la fecha actual. Todavía faltaba más de un siglo para que regresen las palomas. Jacques, sobresaliente en mecánica, volvió a por herramientas y desmontó la cajita. Se las ingenió para cambiar "1997” por "2176", la fecha en que, según sus cálculos, volverían las palomas. Terminó. Miró al cielo. No veía nada más que nubes. Sin ninguna gana, guardó cuidadosamente el cacharrito en el baúl--losa y lo guardó donde lo había encontrado. Pensando que todo lo que había hecho no servía para nada, cogió a la paloma, que no se había separado de él todo el tiempo, y la acarició.

Estaban en silencio, pero Jacques oyó algo... La paloma gris, que estaba en su regazo, echó a volar... junto a cientos y cientos de palomas, que se dirigían al Parque Central. Jacques gritó de alegría y también gritaron, entusiasmados y contentos, los vecinos que se asomaban por las puertas y las ventanas de sus casas, al escuchar el murmullo de palomas que volaban zureando.

Y el texto de la losa, que recogía uno de los principales orígenes de la felicidad de los hombres, y la razón de la desaparición de las palomas, había desaparecido.



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Techo con goteras
Por Katia Jiménez Losa

Llovía. La lluvia caía con estrépito por entre las columnas viejas y carcomidas. Estaban sentados y él miraba el mantel. Llevaba semanas, meses, buscándole con la mirada allá por donde iba y cuando creía haberle visto, su imagen se desvanecía ante mí como una ilusión. Pero esta vez estaba segura: era él, no había duda. Un escalofrío me recorrió, aún no sé si por el frío helador que se pegaba a mis huesos o por el hecho de estar tan cerca de él, notando su súbita presencia.

Me quedé mirando la escena: estaba con una chica joven, de parecida edad a la mía y con un aspecto muy sano, con una sonrisa que no desaparece ni un momento de su cara. Sin embargo, él está serio, pensativo, y su expresión me infunde un sentimiento que nunca había tenido. Aún así, irradia un atractivo enorme a través de sus ojos azules, su nariz recta, su gesto serio. Encontré un lugar detrás de las columnas de aquel restaurante desde donde observar sin ser vista. Todavía no sabía por qué me encontraba en aquel lugar dejado de la mano de Dios, pero mis pasos me habían conducido allí como atrapada por un increíble magnetismo.
Me decidí a entrar en el restaurante, movida por el impulso de oír su conversación. Apoyada en la zona de la barra donde se servían cafés, mientras pedía algo caliente, pude escuchar, casi "espiar" todo lo que en esa mesa se decía o hacía. La joven ya no mostraba su cara alegre y en ella se reflejaba la impaciencia. Le decía: ¿Por qué no quieres que te acompañe? Necesito irme contigo, no aguanto más en esta ciudad, con esa horrible gente que me recuerda cada día que soy demasiado imperfecta, que no sirvo para nada y les importo poco". A lo que él contestaba: "eres impaciente, todavía no debes venir conmigo. Si no te das cuenta de eso, es porque estás pensando solo en ti, en lo que los demás tienen que hacer para procurar que seas feliz. Si te esforzases en ver lo bueno en ti y en los demás...".

El ruido del lugar me impidió seguir oyéndoles, pero pude ver cómo discutían y poco después volvían al más absoluto silencio.
En el rostro de la chica advertí algo que me resultaba muy familiar. Tuve la sensación de haberla visto antes, en algún lugar del que no guardaba muy buenos recuerdos. Quizá fueran esos malos recuerdos los que no me dejaban recordarla con nitidez. Pero, no sé cómo era posible, tampoco podía recordar cómo había sido mi día anterior. De repente, sentí un irrefrenable deseo de salir corriendo. La pareja hacía ademán de levantarse y no quise que el hombre me descubriera, ya que me conocía físicamente tan bien como yo a él.
Salí tan rápido como pude. En la calle hacía frío, el cielo estaba de un color plomizo y amenazando lluvia. Volví a recordar mis sensaciones anteriores, esa indefensión, y quise resguardarme del mal tiempo en un portal, a falta de un sitio mejor. Me senté en las escaleras, y el temor que me hacía sentirme incómoda y rígida en el escalón fue dejando paso al sueño, un sueño pegajoso como el de aquel que no ha podido dormir en mucho tiempo.

Sobresaltada, me desperté en una habitación de paredes azules dentro de una pequeña y blanca cama. Era un hospital. El único mobiliario era una mesita. "¿Qué hago yo aquí? ¿Me habrán dado una paliza en aquel portal? Pues estupendo, por lo menos aquí no hace frío y se está más cómodo". Ese monólogo no me calmó ni mucho menos. Me toqué la cabeza con la mano y, asustada, comprobé que no tenía pelo, que mi melena rubia había desaparecido por completo. Tuve ganas de gritar, pero no lo hice por temor a que la gente de las habitaciones próximas pensaran que estaba loca.
Pasado un rato, la puerta se abrió y entró una señora a la que no conocía en absoluto. Tenía buen aspecto, aunque parecía ya algo madura. Vino a mí con lágrimas en los ojos, y diciéndome: "Hija mía, cariño, ¿qué tal te encuentras? Ahora tienes que reposar más de lo normal y estar tranquila". Asombrada, no supe qué decir ni hacer, y fingí estar dormida. Ella no quiso sacarme de mi falso letargo y, sentándose a mi lado, me apretó la mano en silencio. Las dos temblábamos, pero supuse que ella no lo notó; estuvimos así durante un rato que me pareció eterno.
Repentinamente, un doctor entró y le hizo una seña a la mujer para que saliese a hablar con él. Pensativa, me quedé observando el techo con goteras. ¿Cómo era posible que no recordase a la mujer que me había dado la vida y que lloraba por mí sin poderse contener? Creí comprender mi situación en un segundo; no me hizo falta pensar mucho para percatarme de que mi tumor había empeorado desde el día que me lo diagnosticaron. Sin embargo, no me encontraba mal físicamente en esos momentos. Lo que verdaderamente me inquietaba era esa pérdida de memoria que estaba minando mi paciencia; podía recordar mi enfermedad, pero no era capaz de hacerlo con respecto a mi vida, mi familia, mis amigos y todo los que realmente tenía significado para mí.

Mi madre se llamaba Claudia. No lo recordaba, pero lo vi en su pulsera de oro que había mirado con disimulo cuando puso su mano en mi frente. Había entrado en la habitación a dejarme unas revistas y una gran maleta en la que debían de estar todas mis cosas. Ella se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos y empezó a hablar sosegadamente, explicándome que había dormido durante largas ho-ras y que, finalmente, había entrado en coma, por lo que me habían tenido en observación y después me habían trasladado a una habitación más tranquila (y yo pensé " ¿una habitación más tranquila que cuál otra?"). Asentí con la cabeza para demostrar que había entendido todo y le dije: "Mamá, ahora me gustaría estar tranquila y sin hablar de nada, no tengo fuerzas ni ánimo". Ella me dio un beso y res-pondió que en pocos minutos saldría de allí para dejarme descansar a petición de los médicos.
Mis propias palabras me sonaron muy extrañas: la había llamado mamá y además le había mentido: ni siquiera estaba cansada y necesitaba hablar con alguien como ella para intentar aclarar algo. Pero mentí porque, si daba muestras de mi gran confusión, sólo conseguiría preocuparla aún más y no ave-riguaría nada. Así que, sin saber si por astucia o cobardía de enfrentarme a la verdad, esas fueron mis últimas palabras con Claudia.
La tarde fue transcurriendo y me entretuve en mirar los cotilleos de las revistas, que me resultaron más insulsos que nunca. Noté que mis párpados se cerraban y el sopor se fue apoderando de mí. Miré hacia arriba y, en lugar de encontrar la imagen del techo enmohecido de aquella habitación, vi un cielo casi blanquecino por la luz del sol. Por primera vez en mucho tiempo tenía la certeza de sentirme segura, aquel entorno ya me era conocido: era el lugar donde me encontraba antes de despertarme en el hospital. Todo coincidía: los edificios grises, algunos casi derruidos, al fondo, aquel restaurante de poca monta, casi sin clientes y él, el hombre de gesto serio y ojos azules, sentado en una mesa, esta vez sin compañía.
La vez anterior quise hablarle y no pude, pero ahora se acercaba otra oportunidad. Avancé con paso firme y, sin tan siquiera saludar a los presentes, me senté a su lado. Él no se sorprendió, sino que esbozó media sonrisa y me miró fijamente, como esperando que yo comenzase a hablar. Le dije: "Tú y yo nos conocemos desde hace algún tiempo, no sé si te acordarás de mi. Sólo sé que desde el momento en que te vi, no he podido hacer otra cosa que buscarte y, al fin, te he encontrado". Él me contestó con voz altisonante: "Sé perfectamente quién eres: te llamas Elena Rivas, eres hija de Claudia y Raúl, no tienes hermanos y naciste en Barcelona. Tu enfermedad te llegó siendo muy joven para todo y te sientes ya muy débil para continuar. Todo eso lo sé y muchas más cosas que tú ya no conservas en la memoria. Dices que has estado buscándome. ¡Qué error, Elena! Tienes que saber que soy yo quien decide cuándo puedes verme y ese instante ha llegado; estás aquí conmigo. Desaparecerá tu dolor, tu miedo, tu pena, tu decepción contigo misma y con los demás. Quiero que sepas que si acepto que vengas conmigo es porque tu vida aquí ha llegado a ser un desastre sin arreglo y ya nunca podrás alcanzar la felicidad". Yo le miré; cada vez me inspiraba más confianza y dejé que siguiera hablando: "Ahora quiero que me acompañes, no hace falta que lleves nada de tu vida contigo". Lo único que pude contestar fue un tímido "¡vamos!” Él me abrazó y nos alejamos muy lejos del restaurante, del barrio oscuro y en ruinas... de la vida.

 

 


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