Nº30. Marzo. 2002.

 

Una excursión es mucho más que un autobús y un día de asueto. Nuestros reporteros se han armado de una cámara de fotos o de vídeo, un "boli" y una libreta y se han ido a ver mundo.

Reportajes:

Fantasía y realidad en Villardeciervos
Un día en Altamira
A través del canal de Castilla


 

 

 

 

 

Fantasía y realidad en Villardeciervos
Por Daniel, Irene, Andrea, Guimar y Charo. Alumnos del IES Santa Clara de Santander.

Lechuzas, ciervos, lagos, montañas, arroyos, cuarzo blanco, setas, bandoleros... Villardeciervos es el lugar común en el que transcurren las historias que nos cuentan los alumnos de ciencias del IES Santa clara a la vuelta del CEAM, el centro medioambiental situado en la provincia de Zamora y donde han compartido una semana con alumnos de Pinto, Madrid.

El refugio de los bandoleros
Los ciervos sagrados
Villardeciervos
Una vida compartida
Amélie

 

 

 

 

El refugio de los bandoleros
Por Daniel Rubio

Eran ya casi las siete y media de la tarde y aun seguíamos sin saber donde estábamos, no había rastro alguno del ser humano en aquellos montes cubiertos de urces, que solamente dejaban una estrecha senda entre ellas, seguramente formada por el paso de los animales salvajes, y por la cual caminábamos nosotros, cada vez más nerviosos. Habíamos dejado el Centro Medioambiental de Villardeciervos hacía ya más de tres horas.

Yo formaba parte de un grupo de cinco personas, que realizaba una actividad organizada por los monitores, llamada "la gymkhana". Debíamos buscar unos pedazos de papel, colocados en un lugar concreto del monte, por los instructores del centro y en los cuales se nos indicaba la localización de la siguiente pista. Mi grupo y yo habíamos logrado encontrar cinco de estos folios, pero nos había sido imposible dar con el sexto. Habíamos dedicado las últimas tres horas a buscar este folio, sin embargo, ahora estábamos decididos a desistir, ya que ninguno de nosotros sabía donde estábamos, ni siquiera en que dirección caminábamos. En ese momento sólo nos importaba encontrar el camino de vuelta al Centro o al menos algún vestigio de vida humana.

El camino que seguíamos era realmente tortuoso y difícil de continuar, supuestamente debíamos de seguir el curso del río, pero hacía tiempo que lo habíamos perdido. Pese a que nuestros pies ya estaban algo doloridos, de caminar cada vez más rápido; continuamos andando y andando, hasta llegar al punto en el que el sendero que seguíamos desapareció repentinamente, tras una curva. No volvimos atrás, porque según la brújula que llevábamos el pueblo quedaba a nuestro frente, no obstante, ninguno de nosotros estaba muy seguro de cómo utilizar este artilugio. De modo que seguimos caminando, abriéndonos paso como podíamos entre la maleza. Al cabo de algo menos de media hora, todos nos percatamos al tiempo y comenzamos a preocuparnos de algo que antes ni tan siquiera habíamos pensado: la noche y el frío que esta conlleva. Nuestras manos empezaban a estar ateridas, al igual que nuestros pies, nuestras caras y, en menos de lo que nunca hubiéramos imaginado, todo nuestro cuerpo estaba totalmente aturdido y terriblemente dolorido.

Después de seguir largo rato caminando, la helada había comenzado a caer y nosotros habíamos dejado de sentir todo nuestro cuerpo, como si estuviéramos dentro de un muñeco de goma, que no siente, pero que apenas puede andar. Además sin darnos cuenta de ello la noche se había tragado el monte y las nubes cubrían la luna, impidiéndonos ver prácticamente nada.

Alguno de nosotros tuvo la idea de agruparnos, los unos junto a los otros, para perder el mínimo calor corporal. Y así lo hicimos, todos juntos, como una piña, caminábamos ahora cada vez más lentos, mientras que los matorrales nos atacaban, haciendo heridas en nuestra piel, que aunque muy superficiales, aliadas con el frío eran como cuchillos en el corazón.

Ya habíamos dejado atrás la montaña y ante nosotros se extendía una inmensa llanura, sin luces, ni ningún rastro humano aparente. Parecía que ya todo estaba perdido, que ya era imposible que pudiéramos regresar. Sin embargo aun había algo de esperanza en nosotros, mantenida quizás por el compañerismo y la amistad, que todavía quedaba en el grupo. Y esta esperanza, fue la que hizo que no dejáramos de caminar y que tras un montículo, en plena llanura, escondida entre la vegetación, halláramos una pequeña construcción de piedra y madera. Parecía deshabitada desde mucho tiempo atrás, no obstante, estaba en buen estado y pensamos que era un refugio de pastores que nos iba a salvar la vida. Al acercarnos más vimos que había restos de una vieja tapia, ahora caída, alrededor de la casa. Sin pensarlo dos veces empujamos la puerta, pero esta no se habría. En la oscuridad de la noche, palpamos todo alrededor de la puerta de madera, buscando un cerrojo o una cerradura, pero sólo había telarañas.

Entre todos, chocando contra ella, conseguimos abrirla. Era la mugre que la cubría, lo que nos impedía abrirla, eso demostraba que no se había abierto en muchos, muchos años. Una vez dentro, no pudimos ver nada, buscamos a ciegas una linterna o un mechero que nos pudiera alumbrar, pero no encontramos más que una vieja lámpara de aceite y unas cerillas. De todas maneras, esto fue suficiente para dar luz. Sólo había una habitación en la cabaña y comparado con la noche en el monte, era bastante acogedora.

El farol no era capaz de alumbrar a toda la habitación, lo primero que vimos fue una cama litera, con una pequeña mesa junto a ella en la que había estado posada la lámpara. Las camas estaban deshechas y todo estaba cubierto por el polvo que había dejado el paso de muchas décadas y seguramente de algunos siglos. También había una pequeña chimenea, cerca de la cama, y una cocina al otro lado de la habitación. Nos sorprendió ver que las ventanas eran muy pequeñas, apenas tenían un palmo de grandes y el lugar de cristal, había una tabla de madera gruesa. Lo primero que hicimos fue encender la lumbre, con ayuda de las cerillas y de un atado de leña, que encontramos bajo la cama. Todos nos sentamos entonces al calor de la chimenea, lo cual era realmente placentero, después del frío que habíamos pasado. Ahora todo el conjunto de la habitación estaba iluminado, con una luz lúgubre y tenue.

En una esquina de la habitación, en la que antes no habíamos reparado, pudimos ver un armario. Me levante, movido por la curiosidad de que guardaría en su interior. Tomé el agarrador en mi mano y tiré, pero la puerta no se abrió, tiré otra vez, más enérgicamente, pero no lo conseguí. Entonces, no sé muy bien por qué, eché un vistazo a mí alrededor y en una piedra saliente de la pared distinguí una llave oxidada, la cogí y la introduje en la cerradura del viejo armario. La giré y la puerta se abrió, dejándome ver un montón de ropas y trapos antiguos, que aparté a un lado. Mi sorpresa fue notar una barra de metal fría en mi brazo, tiré de ella y tuve entre mis manos una antigua carabina, como las que nos habían explicado que usaban los bandidos, que traficaban con productos entre Castilla y Portugal. Pero al seguir retirando los trapos, ya comidos por la polilla, mis compañeros y yo, hallamos un arsenal completo de armas, pólvora y demás munición.

Rastreamos toda la casa y en un cajón hallamos un diario, que nos explicó el asunto. Sus hojas eran de un color amarillento muy oscuro, casi ocre y sus tapas eran de cuero, lo abrimos delicadamente y comenzamos a leer, todos juntos agrupados en un círculo y muy atentos a lo que se decía. Al parecer, la construcción era el refugio de un grupo de bandoleros, que asaltaba las caravanas de comercio y que estaba muy buscado por la policía de la época o los carabineros.

En aquella casa había habido más de un tiroteo, de ahí el tamaño de las ventanas, que ayudaba a disparar de dentro hacia fuera y dificultaba el proceso contrario. De estas luchas siempre habían salido victoriosos los asaltadores, aunque, en las últimas páginas se hablaba de la muerte del líder, a causa de una herida de bala, recibida durante el atraco a una caravana que transportaba oro de las Indias.

El diario estaba escrito por uno de los integrantes de la banda y en la última página hablaba del plan del asalto a una caravana, escoltada por los carabineros. De ahí en adelante las páginas estaban en blanco, así que supusimos que habían sido capturados en ese golpe.

Este hallazgo nos había sorprendido verdaderamente. Nos parecía increíble que nadie hubiera entrado en esa casa desde hacía quizás 150 o 200 años, estábamos ciertamente nerviosos. Tanto es así que aquella noche ninguno de nosotros durmió.

Muy difícilmente, entre la débil luz, intentábamos encontrar algún rastro más de aquellos fantásticos bandoleros, que nos entusiasmaban de tal manera. Abrimos cada puerta, cada cajón; miramos en cada rincón y entre cada grieta de aquella habitación.

Al cabo de largo tiempo, ya no pensábamos dar con ningún otro secreto, cuando uno de nosotros encontró algo. Algunos de los tablones del suelo de madera se movían. Entre todos los conseguimos echar a un lado, dejando a la vista un pequeño túnel subterráneo. Al principio lo miramos con miedo, no nos atrevíamos a asomarnos; pero nuestra curiosidad era más grande que nuestro temor. Con el farol por delante, los cinco comenzamos a descender lentamente y agachados. No se podía ver el final del pasadizo, sin embargo, sabíamos que algo espectacular íbamos a encontrar allí. Cada vez bajábamos más abajo, por unas escaleras mal adoquinadas y unas paredes de roca, sostenidas por vigas de madera, como las de una mina. No tardamos en llegar al término de las escaleras, ante nuestros ojos, y con ayuda de la vaga luz de la lámpara, pudimos distinguir una habitación bastante grande, llena de polvo y telarañas y con un suelo empedrado y paredes entabladas de madera.

No parecía haber nada extraño en aquella cripta, hasta que comenzamos a ver cajas de dinamita, ya húmeda por el paso del tiempo bajo tierra, estantes con trabucos y fusiles, mapas y demás documentos, en fin, un verdadero escondite de bandidos. Toda la cámara estaba llena de este tipo de objetos, no había otra cosa. Tan sólo al final de la misma vimos una diminuta puerta de madera, reforzada con oxidados barrotes de hierro; que intentamos abrir, pero por más que lo intentamos nos resultó imposible. Tampoco pudimos encontrar ninguna llave. Algo grande había tras la puerta y lo sabíamos, por eso queríamos abrirla. Tan grande era nuestra curiosidad, que uno de mis compañeros tuvo la idea de colocar un cartucho de dinamita junto a la puerta, para hacerla reventar. Con ayuda de una ganzúa que descubrimos, forzamos y desempaquetamos una de las cajas de madera con dinamita. En su interior había moho y humedad, que cubría los cartuchos de dinamita, ya preparados y envueltos en trapos para su conservación. Pese a ello aún estaban húmedos. Yo tomé uno y lo situé delante de la puerta bloqueada. Con el candil que llevábamos prendimos fuego a la mecha y corrimos cuanto pudimos al otro lado de la cripta.

De pronto en el silencio, que sólo se veía roto por nuestros murmullos, estalló un tremendo ruido. Tardamos unos minutos en atrevernos a acercarnos, ahora, no solo era la oscuridad la que nos dificultaba la visión, sino también el humo. Al llegar a la pequeña puerta de madera, nos encontramos con que aún resistía la estructura metálica y algunos pedazos de madera quemada, todavía incandescente, adheridos al hierro. A causa del humo, no se veía al otro lado de la reja y tampoco podíamos pasar. Nos sentíamos verdaderamente decepcionados, por eso uno de nosotros comenzó a dar patadas a los pedazos de metal, para desahogar su furia. Ante la admiración de todos estos restos comenzaron a desprenderse e ir cayendo al suelo, hasta dejar un hueco por el que pudimos cruzar a la otra cámara.

Apenas veíamos nada y tuvimos que esperar largo tiempo, para que se disipara el humo y poder reconocer donde estábamos. Aquí no había armas ni municiones, pero había unos enormes cofres, cerrados con llave. Contamos cuatro de estas arcas de madera, reforzadas con bandas de metal oscuro. Al fondo de la estrecha habitación distinguimos otra arca, esta vez alargada y sólo de madera, sin ningún refuerzo, como los de las anteriores, ni ninguna cerradura, estaba abierta. Una de mis compañeros se acercó corriendo a abrirla, levantó la tapa con cuidado, llegando a nuestros oídos el chirrido de las bisagras de la caja. De pronto mi camarada dio un grito, que nos hizo estremecer a todos. Tardo un poco en recuperarse y podernos decir algo, entre sollozos y tartamudeando logró decir: "Un cadáver... la caja es un ataúd". Aunque no nos atrevíamos a reconocerlo, todos nosotros estábamos terriblemente asustados.

Una vez se hubo restablecido el orden y la tranquilidad, yo me decidí a abrir de nuevo el ataúd. Alcé la cubierta, con el consiguiente chirrido y dentro pude ver un montón de amarillentos huesos, ya sin piel, en su colocación natural, vestidos con un traje antiguo y un pañuelo que cubría parte del agrietado cráneo. Un cinturón de cuero, con hebilla dorada, rodeaba su esquelética cadera y de él pendían un trabuco y unas roñosas llaves. Sin lugar a dudas, aquellos eran los restos del temido jefe de la banda, del que se hablaba en el diario. Le miré impresionado, con algo de temor. Introduje mi mano en la caja, intentando alcanzar las llaves, pero inmediatamente la retiré, movido por un miedo tremendo. Estaba seguro de que aquellas eran las llaves de los otros cuatro cofres y estaba dispuesto a conseguirlas. En un repentino arrebato de valor metí mi mano en el arca y, casi sin tener tiempo a pensarlo, agarré las llaves y saqué el brazo, todo en un abrir y cerrar de ojos.

Eché una última ojeada al esqueleto del que había sido el forajido más buscado de la zona y cerré de un golpe la tapa del arcón. Entonces mis compañeros y yo nos dispusimos a abrir los cofres. Intentamos introducir una de las llaves en la cerradura de uno de ellos, pero no entró, probamos con otra y tampoco. Mis manos temblaban, tanto por el frío como por la emoción, cuando por fin una de las llaves encajó, con mucha dificulta logré girarla y escuché un clic. La tapa era muy pesada, pero conseguí levantarla. Alrededor de mí estaban todos mis camaradas, observando cuidadosamente cada uno de mis movimientos. Dentro del baúl había un trapo, que me apresuré a retirar. Y bajo este hallé un montón de bolsas de tela. Tomé una en mis manos y retiré el cordón que las cerraba, miré dentro y una sonrisa se dibujó en mi rostro. "Oro", grité, "oro, oro" y comencé a reír.

Había unas treinta o cincuenta bolsas, cada una con más de veinte monedas de oro y plata en su interior. De este modo fuimos abriendo uno por uno todos los cofres, todos llenos de monedas o joyas. Todos nosotros estábamos realmente sorprendidos y, por otro lado, contentos y emocionados. Era magnífico, kilos y kilos de oro y plata se esparcían a nuestro alrededor. Estuvimos largo tiempo admirando nuestro hallazgo, ¿una hora?, ¿dos?, quizás más, quien sabe. Al cabo de este tiempo decidimos que debíamos descansar. De nuevo atravesamos el pasadizo, hasta llegar a la casa, nos echamos unos en la cama y otros en el suelo y dormimos.

No sé que sucedió a partir de aquí. Sólo sé que me desperté en una de las camas del albergue de Villardeciervos, al oír sonar música por la mañana. Nadie de los que habían estado conmigo durante mi aventura se acordaba de nada, ¿por qué? ¿Cómo había llegado yo hasta el Centro Medioambiental? ¿Acaso había sido un sueño? No sé, pero cuando me levanté eché la mano al bolsillo de mis vaqueros y saqué una moneda de oro.

 

Aquella misma tarde vino al Centro don Argimiro Crespo, un señor mayor, que había sido arriero y comerciante en su juventud y que ahora nos contaba historias y romances. Entre ellas nos narró una leyenda sobre un tesoro secreto, oculto en un lugar desconocido de las montañas, por bandoleros gallegos, que faenaban en la Sierra de Carvalleda. Este tesoro estaba supuestamente protegido por el fantasma del jefe de la banda. Aquello me dio que pensar.

 

 

 

Los ciervos sagrados
Por Irene Torcida

La estancia en Villardeciervos estaba resultando muy agradable. No cesábamos de aprender cosas nuevas y de pasarlo bien. Constantemente realizábamos excursiones por los alrededores, que tenían una vegetación muy hermosa. Pero para Lucía todo estaba siendo muy distinto.

Cuando llegó por primera vez a ese lugar el aire le olía distinto al olor habitual del campo, y los sonidos parecían querer decirle algo; no era el conocido murmullo de sus compañeros. Jamás se había adentrado tanto en un bosque, ni había caminado durante tanto tiempo a través de senderos, y todo esto era una sensación nueva para ella.

Aquel día el monitor que les guiaba les mandó detenerse junto a un luminoso arroyo. Les explicó que debían sentarse cerca de ese lugar, escuchar el sonido de las aguas, el canto de los pájaros, sentir la luz de sol, y de esta manera conseguirían transportarse al lugar donde habita la imaginación, sentir con todo lo que veían, y escribir una historia sobre ese arroyo.

Fue entonces cuando Lucía fijó su atención en las verdosas aguas del arroyo e intentó pensar en algún hecho que en éste pudiera acontecer. No pudo. Pero había algo mágico en el fondo de las aguas. Todo cuanto la rodeaba en ese instante desapareció, tanto sus compañeros como su incesante parloteo, y lo único que podía sentir era la fuerza que la Naturaleza le transmitía. Tuvo la sensación de que en el arroyo había algo sobrenatural.

Cuando los demás se pusieron en pie para proseguir su camino, ella aún estaba allí, con sus ojos fijos en el tranquilo movimiento de las aguas del arroyo. Pasó inadvertida para los demás y se quedó sola en aquel paraje.

De pequeña había leído mucho cuentos de hadas, y algo en su interior le indicaba podía ser un escenario de acontecimientos fantásticos.

Lucía no sentía miedo por estar allí sola, y se aproximó al arroyo. Introdujo sus manos en el agua, y resultó que estaba caliente y además olía suavemente a menta. Intentó alcanzar unos hermosos nenúfares de color blanco, cuando resbaló y cayó al agua. La profundidad era grande, e intentó subir a la superficie, pero a pesar de sus esfuerzos había una fuerza en el agua que la arrastraba hacia el fondo. El miedo se apoderó de ella, y cuando estaban a punto de faltarle las fuerzas, unas ninfas la cogieron por las piernas y brazos. Todo su miedo desapareció de repente y apareció ante sus ojos un espectáculo increíble.

Las ninfas eran jovencitas delgadas, con largos brazos y piernas, melenas onduladas, piel morena y rostros alegres y de expresión vivaz, que las hacía parecer casi perfectas. La armonía con la que nadaban aumentaba la belleza de esta asombrosa aparición.

Condujeron a Lucía bajo el agua durante un tiempo que sería incapaz de precisar, hasta que en algún momento el frío exterior y la luz del día la hicieron notar que había regresado a la superficie.

Las ninfas la depositaron suavemente en la orilla del otro arroyo distinto que se encontraba en medio de un frondoso bosque de árboles altísimos, cuyas hojas caídas, formaban una alfombra blanda y crujiente de color amarillento. Cuando Lucía miró a su alrededor tratando de orientarse, vio ante sí a una anciana bajita, casi diminuta, que tenía el pelo azul y una piel blanquísima. Tenía una mirada luminosa y penetrante que iluminaba sus pequeños ojos verdes. Sus labios eran finos y rosados y su nariz respingona. La mujer estaba cubierta por un largo manto rosa. Lucía se quedó mirándola un largo rato. No supo qué decir, cuando la anciana comenzó a hablarle:

-Hola pequeña. Soy el hada madre de los bosques de Villardeciervos.
-Hola -contestó Lucía- ¿puede usted decirme cómo he llegado hasta aquí? Hace un momento estaba junto a mis compañeros y de repente todos han desaparecido, y yo no sé dónde estoy.
-No te preocupes, soy yo quien ha mandado que te traigan hasta aquí. Estás en el bosque oculto del arroyo. A este lugar sólo se puede acceder tras sumergirse en el pozo verde al que caíste, Y sólo las ninfas pueden guiarte hasta aquí. Así que puedes considerarte una afortunada. Por cierto ¿cuál es tu nombre?
-Me llamó Lucía, señora. Pero, estoy muy confusa. Creo que esto tiene que ser un sueño.
-No lo es -contestó el hada- Te he hecho llamar porque necesito tu ayuda.
-¿Mi ayuda? -Contestó Lucía extrañada- ¿Para qué?
-Porque ha ocurrido algo espantoso, preciosa niña. Pero, ven conmigo a mi castillo y te lo contaré con detalle. Debes tener hambre y necesitas secarte. Podrás descansar y después hablaremos.

De nuevo aparecieron las ninfas ataviadas con vestidos de plumas de diversos colores, y condujeron a Lucía hasta un castillo situado en la cima de una de las montañas de la Sierra de La Culebra. En el camino que les condujo al castillo había unos ciervos blancos que eran, según le contaron las ninfas, los ciervos sagrados de Villardeciervos. Sólo las criaturas del bosque podían comunicarse con ellos. Eran los sabios del lugar, y aconsejaban a todas las criaturas cuando tenían dudas sobre como responder antes los actos de los humanos. Y también se ocupaban de proteger el lugar, bajo la dirección del hada madre.

A Lucía le parecía increíble que un ciervo pudiera pensar y dar consejos a los demás animales, pues hasta ese momento creía que sólo los humanos podían razonar y comunicarse entre sí, pero las ninfas le explicaron que se trataba de ciervos sagrados que poseían la virtud de contener en sus cornamentas la sabia de los más antiguos árboles del bosque, lo que les proporcionaba un poder que iba más allá de cualquier cosa conocida. Eso les permitía tener el conocimiento de todas las cosas que habían pasado delante de los árboles durante cientos de años.

Lucía se quedó atónita, y se sentía cada vez más intensamente atraída por esta inimaginable situación que nunca pensó que podría darse en la Naturaleza, y que ahora estaba viviendo.

Los ciervos eran nueve, y se unieron al grupo que se dirigía al castillo. Éste estaba construido de cuarzo blanco, mineral muy abundante en los alrededores de Villardeciervos. El cuarzo estaba tallado formando figuras triangulares, y con la luz del sol brillaba como si del mayor brillante se tratara. Acentuaba su belleza un conjunto de lechuzas blancas con ojos azules, que se encontraban en actitud perspicaz, posadas en los salientes del castillo. Fueron ellas quienes recibieron al grupo, y se encargaron de abrir paso a los recién llegados, apartando los cortinajes que servían de puerta. En el interior del castillo les esperaban unas hadas que se encargaron de conducir a sus aposentos, donde la llevaron una sopa caliente de castañas y la encendieron un fuero donde pudo secar sus ropas.

Lucía dejó a un lado sus preocupaciones, y tras tomar la sopa se acostó en la cama y se quedó contemplando el paisaje a través de la ventana. La oscuridad era total, y cuando comenzaba de nuevo a preocuparse apareció un hada diminuta que dijo llamarse Hilda, y que la enviaba el gran Hada para explicarle cual era la ayuda que necesitaban.

Hilda acarició su mejilla y le dijo que no pensara que iba a correr ningún peligro, y que aquello era temporal, y que se habían visto en la necesidad de pedir ayuda a un ser humano que pudiera tener acceso a las habitaciones del Albergue Juvenil de Villardeciervos.

-Yo no estoy autorizada a acceder a todas las estancias del albergue -dijo Lucía-
-Eso es lo menos importante -dijo Hilda, sonriendo para tranquilizarla- Deberás colarte, no será tan complicado.
-¿Cuál es mi misión Hilda? -dijo Lucía intrigada-.
-Somos víctimas de un grave problema - y comenzó a relatar la historia-.

Hilda, le explicó que no todo en el bosque era paz y armonía. La maldad del terrible Trol siempre les había acechado, pero ahora, más que nunca, podía causar daños irreparables tanto a los habitantes del bosque como a los humanos. El plan del Trol era hacer beber a uno de los monitores una pócima compuesta por el jugo de una clase de seta que provoca que el humano pierda el control sobre su mente y actúe bajo las órdenes del Trol.

-¡Eso es espantoso! -Exclamó Lucía, espantada- pero, ¿qué pretende el Trol que haga el monitor?
-Ahí está el problema. Pretende que el monitor vierta en las aguas de nuestro adorable y querido lago de Sanabria, el veneno de la Gran Seta Maligna que durante años ha estado acumulando, pero ese veneno sólo puede causar sus efectos si lo vierte un humano, y la conjunción de planetas en el cielo, es la adecuada, y eso sólo sucede una vez cada cien años, y mañana será el día.
-¿Y qué efectos produciría ese vertido? -preguntó Lucía asustada-.
-Las aguas enloquecerían, comenzarían a surgir tempestuosas corrientes del apacible lago, y las olas cobrarían vida propia, e irían arrasando todo lo que encontrasen a su paso, hasta aniquilar toda vida en los alrededores.
-Eso es horrible -exclamó Lucía cubriéndose el rostro con las manos- Haré lo que pueda por evitarlo, Hilda. ¿Qué debo hacer exactamente?

Hilda resplandeció de felicidad al ver los buenos sentimientos de la niña, pues eso era muy importante para ella. Pensó que el Hada Madre había hecho una buena elección.

-Deberás dejarte llevar de tu intuición -explicó Hilda- Ahora te dormirás y cuando despiertes estarás en tu cama del albergue de Villardeciervos, eso será sobre la media noche. Te acompañará Mirly, una pequeña hada con forma de mariposa, a la que sólo tú podrás ver y que te será de gran ayuda. Todo lo que ocurra después dependerá de ti misma, de tu astucia e inteligencia.
Lo intentaré con todas mis fuerzas -dijo Lucía-

En ese momento Hilda miró fijamente a Lucía, y ésta sintió una fuerza inexplicable en su interior.

Lucía siguiendo las instrucciones del hada, se quedó dormida, y al despertar todo era oscuridad y silencio en el albergue. Era medianoche, y en su habitación las chicas dormían después de un día de actividad agotadora.

De repente notó una brillante luz azul que se situó junto a su cara: era Mirly, el hada mariposa. Lucía se levantó de la cama. El suelo estaba frío y notó que estaba tiritando, pero no sabía si era de frío o de miedo. Se acercó poco a poco, sin hacer ruido, hasta el cuarto de los monitores. En ese momento vio salir de esa habitación una criatura enana y de pies grandes que alejó corriendo por la escalera.

Mirly se acercó a su oído y le dijo:

-¡Ese es el malvado Trol, y debe de haber envenenado ya al monitor!

Lucía abrió la puerta de la habitación y rápidamente supo qué monitor había sido envenenado. Sobre su cuerpo resplandecían unas luces verdosas que indicaban que la pócima estaba haciendo efecto en él.

Mirly le avisó que la única forma de interrumpir el proceso sin riesgo para la vida del monitor, era llevarle al castillo. Lucía dijo a Mirly que avisase a los ciervos sagrados para que viniesen a ayudarla, y en pocos minutos llegaron y transportaron al monitor, a Lucía y a la pequeña Mirly hasta el castillo de cuarzo, en la Sierra de la Culebra. Las lechuzas se encargaron de preparar una pócima que contrarrestase los efectos del veneno, y de administrárselo con rapidez. La recuperación fue rápida, y sin llegar a despertar y sin darse cuenta de nada, fue devuelto a su habitación en el albergue sano y salvo.

Lucía había cumplido con su misión, y tanto el Hada Madre, como las demás hadas, ninfas, ciervos sagrados, lechuzas blancas y demás animales del bosque le agradecieron entusiasmados su ayuda, porque el malvado Trol tardaría cien años en poder intentarlo de nuevo.

Entonces el Hada Madre, se aproximó a Lucía y la colgó del cuello un precioso colgante de cuarzo blanco con forma de cabeza de ciervo, y le dijo así:

-Escucha Lucía, sentimos mucho tener que separarnos de ti, pero tienes que volver con los tuyos. Ahora las ninfas te conducirán de nuevo al arroyo en el que caíste, y no podrás recordar nada de lo sucedido, pero siempre habrá una lucecita en tu interior que te incite a creer en lo que va más allá de la realidad humana, y eso, es el mejor don que pueda tener cualquier persona, porque no te limitaras a pensar sólo en lo que hay a tu alrededor. La fantasía es un mundo al que sólo tienen acceso unos pocos elegidos.
Y Lucía, después de mirarles por última vez, se sumergió en el arroyo.