Un año 
                            más el instituto Las Llamas de Santander ha 
                            convocado los premios de narrativa y poesía. 
                            En este número publicaremos los trabajos que 
                            obtuvieron el primer premio y en el próximo 
                            los accésit. 
                          
                             
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                              Margarita para 
                                  descubrir los sentimientos de la persona amada.  | 
                             
                           
                          POESÍA PRIMER NIVEL 
                            PRIMER PREMIO 
                                                                       AMOR 
                            PLATÓNICO 
                          Te quiero hablar, no puedo, 
                            no puedo decir palabra. 
                            Me has hecho ser un mudo 
                            incapaz de decir nada. 
                          Eres todo lo que quiero, 
                            con tu cabello tostado. 
                            Sé que no tengo dinero 
                            mas seré un tipo honrado. 
                          Con tus ojos color prado, 
                            (qué luz de fuego, morena), 
                            Estaré siempre a tu lado. 
                            Seré la luz de tu linterna. 
                          Tu cuello es de cisne  
                            tapado por tu melena. 
                            Sabes, siempre te querré. 
                            Seré el calor en tu hoguera. 
                          Sabes que tu boca es 
                            para mí tan suave y bella 
                            tan bonita y dulce tez. 
                            Seré miel en tu colmena. 
                          Perfecta es tu clara cara 
                            para mí, tú eres única, 
                            nadie se te compara. 
                            Yo seré un bebé en tu cuna. 
                          Mi amor no tiene barreras 
                            no tiene verjas ni vallas. 
                            Asaltaré fortalezas 
                            te buscaré donde vayas. 
                          No siento dolor alguno 
                            aunque me digas que no. 
                            No hay sentimiento tan puro 
                            como el de mi corazón. 
                          Con esto acabo, termino. 
                            Yo te pido, por favor 
                            Que aunque siendo sólo amigos, 
                            no te olvides de mi amor. 
                          Aarón Sánchez Molina 
                            
                          NARRATIVA SEGUNDO NIVEL 
                            PRIMER PREMIO  
                          LA SOMBRA DE UNA VIDA 
                          Cinco años después de 
                            aquella funesta tragedia, contemplaba el sol con el 
                            pavor pintado en las pupilas; contemplaba ese gran 
                            astro tan susceptible a ser adorado por su poderío 
                            y majestuosidad, cuyas hebras de oro incandescente, 
                            fúlgidos componentes de aquella excelsa cabellera, 
                            comenzaban ya a destellar con gran potencia y a derramarse, 
                            a esas altas horas de la mañana, sobre la faz 
                            de un parcial del planeta, calcinando a su paso los 
                            abrojos de los remordimientos y de los miedos que 
                            moraban en mi alma. Armándome de todo el valor 
                            que fui capaz de hallar y considerando por momentos 
                            que mi mente se había vuelto a tornar en un 
                            fortín inexpugnable, como antaño, me 
                            resolví a subir al tren.  
                            Luego, comprobaría que, obviamente, habría 
                            resultado más propicio permanecer dormitando 
                            en mi lecho, mientras mi hija se encontrara viajando 
                            sumergida en una profunda y silenciosa soledad.  
                          Lo primero que recuerdo de aquella caótica 
                            jornada, en ese singular y voluble mundo fruto de 
                            la elaboración onírica, fue que yo, 
                            desnudo, caminaba con parsimonia de la mano de mi 
                            pequeño hijo por un andén lóbrego 
                            e inmerso en una bruma insondable. Al mirar en derredor, 
                            reparé inmediatamente en que allí se 
                            agolpaba una gran muchedumbre integrada por hombres 
                            y por mujeres adultos, todos igualmente desnudos, 
                            pero impecablemente pertrechados con diverso material 
                            de utilidad laboral. Extrañamente, me percaté 
                            de que aquella anomalía en el ambiente no me 
                            sorprendía lo más mínimo. El 
                            alud de trabajadores avanzaba –y yo con él– 
                            muy desordenado pero, en el fondo, guardando un desplazamiento 
                            rítmico muy semejante, como si se hubieran 
                            fundido en una enorme masa de carne a la cual le aguardaba 
                            un mismo y deplorable hado: el derrame de sangre por 
                            parte de terroristas iracundos.  
                          De súbito, las bocas de los vagones del tren 
                            se abrieron profiriendo de sus labios rectangulares 
                            un grito de terror ensordecedor. No sé con 
                            certeza si el propósito de este bramido era 
                            alertarnos del peligro inminente o amenazarnos de 
                            muerte; pero me inclino más por el segundo. 
                            Repentinamente, varios vagones estallaron al unísono, 
                            desencadenando al momento la trágica mutilación 
                            y defunción de centenares de personas. Alcanzado 
                            por la portentosa y execrable explosión, volé 
                            varios metros hacia atrás hasta caer semiconsciente 
                            y asustado, anhelando poder volver a asir la pequeñita 
                            mano de mi hijito y sentir su pulso. ¡No, no 
                            podía haberse ido! ¡No podía! 
                            Lloré brevemente, pugné por levantarme 
                            recurriendo a todas las energías que aún 
                            albergaba en mi interior y, finalmente, me incorporé 
                            resistiendo a duras penas la inmensa cantidad de heridas, 
                            tanto físicas como psíquicas, que me 
                            magullaban sin piedad el alma y el cuerpo cual si 
                            se trataran, en realidad, de afiladas dagas.  
                          Con un pánico inefable arremetiendo una y 
                            otra vez en cruentas acometidas contra mi sensible 
                            corazón, atisbé en la neblinosa lontananza, 
                            yaciendo yerto sobre el destruido pavimento, el cadáver 
                            de mi difunto hijo, sobre el cual se inclinaba, para 
                            incrementar todavía en mayor medida mi terror, 
                            una figura umbrosa e inidentificable. Segundos después, 
                            adiviné que no se trataba sino de la Muerte, 
                            provista en una mano de una oscura guadaña, 
                            en otra de un significativo y tal vez hasta cómico 
                            teléfono móvil y en la espalda de una 
                            llamativa mochila azul. Antes de tomar a mi hijo y 
                            hacerlo desaparecer con ella bajo tierra, me fulminó 
                            con una mirada gélida que destilaba odio y 
                            sed de sangre. Me precipitaba ya finado hacia el suelo, 
                            cuando, sorprendentemente, los ojos empezaron a picarme. 
                            De repente, me vi expulsado de aquel mundo y abandoné 
                            de improviso aquella fatal estación sumida 
                            en el fragor de las llamas, la animadversión 
                            y el dolor. 
                          Desperté de aquel sueño ya familiar 
                            con gran sobresalto y sobrecogido, casi perplejo por 
                            el hecho de encontrarme aún vivo, casi perplejo 
                            por haber sobrevivido a dos ataques consecutivos perpetrados 
                            por la mismísima pálida e impertérrita 
                            Muerte. Levanté la cabeza de la almohada al 
                            tiempo que me palpaba la frente, demudada y perlada 
                            por doquier de mareas de frío sudor. 
                            Pero no estaba solo. De la alterada presencia de mi 
                            hija, de veinticuatro años, inferí que, 
                            anteriormente, de mi garganta debía haber manado 
                            una cascada de gritos agónicos coincidiendo 
                            con el instante de la explosión.  
                            - ¿Otra vez? -inquirió mi hija Elena 
                            con un tono de voz que transparentaba la aprensión 
                            que le oprimía el corazón.  
                            - Sí –musité.  
                            - Pero vendrás aun así, ¿verdad? 
                            Dime que subirás a ese tren conmigo… 
                            –suplicó ella mientras las lágrimas 
                            acudían, diligentes, a sus ojos garzos. 
                            Me limité a asentir, incapaz de continuar la 
                            conversación debido al malestar que todavía 
                            imperaba en mi mente, y, acto seguido, le indiqué 
                            con un ademán de mi mano izquierda que deseaba 
                            permanecer solo. Elena, obediente, salió sin 
                            articular palabra, pues no quería someterme 
                            a más presión de la que ya sentía. 
                            Tras mirar una última vez a la puerta, me dirigí 
                            al sillón, donde me senté y me dispuse 
                            a cavilar. 
                          Sé perfectamente –gracias a mi insistente 
                            psicólogo, por supuesto– que, desde que 
                            sobreviviera al atentado terrorista en Madrid y perdiera 
                            para siempre a mi hijo, sufro un potentísimo 
                            estrés postraumático que en ocasiones 
                            deriva a la paranoia, lo cual, además de dificultar 
                            sobremanera mi vida diaria, determina por completo 
                            la dirección de mis sueños. Mi psicólogo, 
                            sobre el cual no sabría asegurar que corriente 
                            actual sigue, ya que por un lado interpreta mis sueños 
                            y por otro me somete a técnicas de psicoterapia 
                            conductista, me ha identificado en numerosas ocasiones 
                            los miedos, los deseos y los impulsos (las ideas latentes, 
                            como, según él, los denominaba conjuntamente 
                            Sigmmund Freud) que se detectan continuamente en mis 
                            experiencias oníricas. En éstos, normalmente 
                            siempre acaecen acontecimientos similares, de manera 
                            que ya puedo valerme por mí mismo para indagar 
                            y esclarecer su significado; como me sucede en este 
                            caso.  
                          Por un lado, destaca en gran medida la ubicación 
                            de los sucesos, el lugar donde se originó mi 
                            trauma: la estación de tren. Allí, me 
                            encuentro junto a mi hijo, que desgraciadamente pereció 
                            en el acto, y junto a una caótica multitud, 
                            todos completamente desnudos, lo que representa la 
                            persistente e inquietante sensación de fragilidad 
                            que me invade ante un mundo plagado de peligros incesantes. 
                            La bruma, a su vez, según las interpretaciones 
                            de mi psicólogo, está vinculada directamente 
                            a la seguridad que tengo de que vivimos ajenos e ignorantes 
                            a cuanto nos rodea. 
                          Por otro lado, llegado el instante en que el caos 
                            comienza a azotar mis sueños y a imprimirles 
                            una velocidad vertiginosa, escucho siempre los gritos 
                            procedentes de las compuertas o labios de los vagones, 
                            que, tal y como afirma el psicólogo, deberían 
                            venir motivados por mi creencia de que los gobiernos 
                            siempre se percatan de las cosas demasiado tarde, 
                            o por el temor que siempre ha morado en mi cuerpo, 
                            estremeciéndome en más de una ocasión, 
                            de recibir una amenaza de un criminal debido a mi 
                            antigua profesión de juez. 
                          Pero, tras el estallido de las bombas, pasaje que 
                            parece no haber sido alterado casi por mi mente enferma, 
                            lo que, sin duda, más me impacta es la visión 
                            del cadáver de mi hijo, sobre el cual se inclina 
                            la Muerte. Cada objeto que porta ésta posee 
                            un significado, si se piensa detenidamente, muy evidente, 
                            pese a que a primera vista parecen muy insólitos, 
                            a excepción de la tradicional guadaña: 
                            el teléfono móvil es el instrumento 
                            del que se sirvieron los terroristas islamistas para 
                            hacer explotar las bombas; mientras que la mochila 
                            es donde se depositaron los artefactos que destruyeron 
                            mis ilusiones y también la vida de mi hijo…; 
                            mi vida.  
                          Interrumpiendo mis reflexiones, de pronto, una llamada 
                            de impaciencia por parte de mi hija llegó hasta 
                            mi habitación. Quería que empezara a 
                            vestirme, pues se acercaba la hora de acudir a la 
                            estación. Murmuré un «vale» 
                            apenas audible y me levanté del sillón 
                            mientras mi mente huía de allí y volvía 
                            a deambular por parajes alejados en el tiempo y en 
                            el espacio, pero, en este caso, notablemente menos 
                            oscuros y caóticos. 
                          Había retrocedido más de medio mes 
                            y me encontraba sentado en el despacho de mi psicólogo 
                            esperando pacientemente a que regresara con una mujer 
                            anciana que quería presentarme y que, según 
                            sus palabras, era el mejor ejemplo de conducta que 
                            podía mostrarme, pese a que yo no contara con 
                            una edad en absoluto próxima al umbral de los 
                            cien años. De repente, a mi espalda, tras abrir 
                            la puerta, el psicólogo y una señora 
                            con un rostro repleto de dédalos de pronunciadísimas 
                            arrugas penetraron en la estancia. La mujer y yo nos 
                            conocimos y charlamos ayudados por el que yo ya consideraba 
                            uno de mis mejores amigos, que parecía ejercer 
                            por momentos de mediador. Me pareció una sapiente 
                            muy simpática, magnánima y con un temple 
                            envidiable; y enseguida me percaté de que mi 
                            amigo pretendía que aquella anciana me contagiase 
                            aquellas llamaradas de energía y de positivismo 
                            que emanaban de ella. Como ya me había anticipado 
                            él, aunque era centenaria y estaba a punto 
                            de quedarse ciega por las cataratas, conservaba intactos 
                            el dinamismo físico, la integridad de carácter 
                            y el equilibrio mental, cosas de las que desde la 
                            debacle yo carecía por completo. Así 
                            pues, debería esforzarme a partir de entonces 
                            por igualar o superar a la anciana; y, en lo más 
                            recóndito de mi corazón, yo albergaba 
                            la certidumbre de que, si ella hubiera tenido una 
                            imperiosa necesidad de subirse a un tren, habría 
                            transpuesto la puerta del vagón sin titubear, 
                            convencida de que sus posibilidades de superar el 
                            trauma no conocían límite.  
                          Se trata de una técnica de psicoterapia conductista 
                            que se denomina, según he sabido, de imitación, 
                            en la cual al paciente se le presenta un modelo de 
                            conducta que le estimule y al que debe intentar emular. 
                            Mi amigo quería que naciese en mí una 
                            nueva fuente de optimismo y yo no deseaba en absoluto 
                            defraudarlo una vez más, por lo que me esforzaría 
                            en conseguir todo lo que aquella anciana pudiese lograr… 
                            En ese momento, me sentía preparado para sortear 
                            cada óbice que se interpusiera en mi camino 
                            hacia la felicidad.  
                            – Lamento decirte que en unos días tendré 
                            que viajar a Londres para asistir a una conferencia 
                            organizada por prestigiosos psicólogos –me 
                            informó el hombre–. No obstante, me sustituirá 
                            otra persona con la que podrás contactar en 
                            caso de necesidad. Aunque planeaba iniciar yo el proceso 
                            e intervenir en él de diversos modos, considero 
                            que lo más conveniente es que, si te surge 
                            cualquier tipo de duda o incertidumbre, te comuniques 
                            con nuestra amiga y converses con ella acerca de aquello 
                            que te inquieta. ¡Es aún más sabia 
                            de lo que aparenta! y ya conoce mis métodos. 
                            La anciana, sentada frente a mí, sonrió 
                            con cordialidad.  
                            – Bueno, pues ya nos veremos dentro de medio 
                            mes... –se despidió él–. 
                            Ah, mantente pendiente del teléfono, porque 
                            supongo que en cuestión de días mi suplente 
                            contactará contigo para concertar una cita. 
                            Tras asentir y murmurar una retahíla de palabras 
                            afectuosas, me retiré meditabundo, cavilando 
                            sobre la sorprendente alegría que ostentaba 
                            la señora y sobre el nivel que mostraría 
                            un vulgar sustituto. Pero, extrañamente, en 
                            ningún momento hube de inquietarme por sus 
                            conocimientos de psicología, pues éste 
                            no llamó ni respondió jamás a 
                            mis permanentes solicitudes.  
                             
                            Retorné al presente instigado por los incesantes 
                            gritos de mi hija, quien, ante el escaso tiempo que 
                            restaba para que se produjera la primera intervención 
                            de su vida en un juicio –al que anhelaba que 
                            la acompañase– comenzaba a ser presa 
                            de los nervios. Salí de mi habitación 
                            corriendo y me dirigí ya vestido a la puerta, 
                            donde Elena me observaba dedicándome una solemne 
                            sonrisa de felicidad. Salimos apresuradamente al portal 
                            y, mientras el ascensor descendía, me asaltó 
                            la alegre e insidiosa a la vez sensación de 
                            que, para ella, la importancia de aquel día 
                            había logrado eclipsar, o al menos empañar, 
                            la tristeza que nos provocaba permanentemente a ambos 
                            la muerte de su hermano. 
                          Justo acabábamos de pisar la acera de la calle, 
                            cuando la figura de un taxi se perfiló en el 
                            horizonte. Llegado a nuestra ubicación, le 
                            hicimos una señal significativa con los brazos 
                            –lo cual lo detuvo– y nos montamos, mi 
                            hija en la parte trasera y yo en el asiento del copiloto. 
                            Después de que el conductor, claramente de 
                            rasgos centroasiáticos, me mirara inquisitivamente 
                            y yo le indicara nuestro destino, el taxi arrancó 
                            y fue adquiriendo velocidad paulatinamente, desplazándose 
                            cada vez más raudamente por las vastas avenidas, 
                            que empezaban a amenazar con colapsarse.  
                          El viaje transcurrió en silencio hasta que, 
                            al aparecérseme súbitamente una intransigente 
                            y cruda imagen, la respiración se me dificultó 
                            sobremanera y los acontecimientos más trágicos 
                            que jamás he presenciado tras la explosión 
                            del tren se sucedieron vertiginosamente, como si se 
                            hallaran envueltos en una vorágine de sueños 
                            gestados en la mente de un trastornado mental… 
                            Como yo, por ejemplo. Aunque aparentaba hallarme inmerso 
                            en el escrutinio del sol, que ya despuntaba con brío 
                            por el este en el inicio de su cenit, fulgurando con 
                            una luz que bañaba ya la mayoría de 
                            Madrid, en realidad me mantenía vigilando rigurosa 
                            pero disimuladamente a aquel conductor asiático, 
                            probablemente pakistaní, que parecía 
                            no cesar de arrojarme continuas miradas colmadas de 
                            tanto odio que estoy seguro de que, de haber ostentado 
                            tal poder, me habría fulminado con sus ojos 
                            al igual que lo hizo la Muerte en mi sueño. 
                            Esa imagen, la de la Dama Caprichosa provista de un 
                            teléfono móvil y de una mochila arrastrando 
                            con altanería a mi hijito bajo tierra, fue 
                            la que acudió a mi cerebro, como si éste 
                            me confirmara la real existencia de aquel peligro 
                            que yo creía que se cernía sobre ambos. 
                           
                          Giré la cabeza y recorrí con los ojos 
                            la parte trasera del taxi, donde identifiqué, 
                            además de a Elena obsequiándome con 
                            una grácil sonrisa, ¡una mochila azul 
                            muy semejante a la que me atormentaba en sueños! 
                            Entonces, todo me encajó, pieza por pieza. 
                           
                          Después de todo lo que había sufrido, 
                            no me importaba demasiado fenecer allí mismo, 
                            asesinado por aquel hombre que se proponía 
                            volver a invocar a la devastadora Muerte en medio 
                            de Madrid, ¡pero lo que no iba a consentir de 
                            ninguna manera era que arrebataran la vida a la única 
                            persona feliz de mi mellada familia! Lo único 
                            que jamás toleraría sería que 
                            mi hija se topase con un final semejante al de su 
                            hermano o peor…  
                          Sin siquiera aguardar a urdir un plan algo elaborado 
                            y coherente el cual lograra evitar que en el coche 
                            no quedara ninguna prueba fehaciente que me señalase 
                            como culpable, deslicé una mano al bolsillo 
                            donde siempre portaba oculto un cuchillo y lo empuñé 
                            con semblante amenazador ante el rostro atónito 
                            del conductor. Impelida mi voluntad por un paroxismo 
                            de la cólera más gélida que jamás 
                            se haya experimentado, me resolví a perpetrar 
                            aquel asesinato y le lancé una mortífera 
                            estocada directa al corazón, despojándole 
                            de vida a los pocos segundos. Sus últimas palabras, 
                            con los ojos casi escapando de la prisión de 
                            sus órbitas en una expresión de puro 
                            pavor, fueron:  
                            – ¿Por qué me haces esto…? 
                            ¿Qué has visto en mí? 
                            Después, expiró, inocente y aterrorizado. 
                           
                          Recobrando la noción de la realidad, como 
                            si despertara de uno de mis sueños infernales, 
                            de súbito reparé en el asesinato a sangre 
                            fría que acababa de cometer. 
                            - Oh, no merezco vivir entre los vivos! –me 
                            grité gimoteando, buscando con mi mano la empuñadura 
                            de mi cuchillo.  
                          Pero cuando en mi cerebro se dibujaba ya la escena 
                            de mi suicidio, recordé que mi hija todavía 
                            existía y que, probablemente, debía 
                            de continuar en el asiento de atrás, mermada 
                            su integridad psíquica y con el rostro repleto 
                            de sollozos silenciosos, la pobre incapaz de proferir 
                            grito alguno. Nuevamente giré mi cuello y vi 
                            que Elena, sin fuerzas suficientes para sobreponerse 
                            a un estado de éxtasis semejante y cediendo 
                            ante la oleada de horror que debía haberla 
                            embargado, se había desmayado. Consciente del 
                            grave peligro que corríamos, la zarandeé 
                            mientras dejaba escapar un prolongado suspiro de angustia, 
                            esperando que aquel gesto –como en una ocasión 
                            había afirmado mi psicólogo– me 
                            liberase de una pequeña parte de la ingente 
                            cantidad de sufrimiento y dolor que se hacinaba en 
                            mi corazón. 
                          Mi hija despertó y sus pupilas enfurecidas 
                            y apesadumbradas me atravesaron como si fueran cuchillos 
                            untados de veneno. Después de concederme una 
                            fracción de segundo para denegar la férrea 
                            exigencia de mi cuerpo de sucumbir a los plañidos, 
                            abrí la boca con la pretensión de articular 
                            unas palabras de cariño…; pero, desgraciadamente, 
                            de ella no manó nada excepto un soplido vacuo. 
                            Elena, que había interpretado rápidamente 
                            las señales que indicaban en mí un estado 
                            de desesperación que casi rozaba la demencia, 
                            se incorporó y tomó las riendas de la 
                            situación. Con todo el vigor que pudo reunir, 
                            abrió su puerta y luego la mía, y procedió 
                            a sacarme del taxi. Las cerramos rápidamente, 
                            en un intento de que los coches que se acercaban a 
                            lo lejos no sospecharan que algo fatal había 
                            acontecido hasta que se decidieran a bajar de su coche 
                            para increparle al conductor del taxi estacionado 
                            en medio de la carretera que acelerara. Después, 
                            corrimos todo lo rápidamente que nuestras piernas 
                            nos permitían. 
                            - ¡Estamos muy cerca! ¡Debemos tomar un 
                            tren! –me gritó mi hija. 
                            - ¿Pero para qué? ¡No puedo escapar; 
                            lo mejor es que me entregue! ¡Estoy loco! ¡Si 
                            no me condenan, me pegaré un tiro yo! Merezco 
                            morir…–repliqué yo, mientras permitía 
                            que unas lágrimas afloraran de las córneas 
                            de mis ojos para acabar muriendo en el pozo que ocultaban 
                            mis labios. 
                            - ¡No! ¡Tú no tienes la culpa de 
                            lo que te ocurre; no eres responsable de esa muerte! 
                            ¡Vayamos al tren y allí ya pensaremos 
                            qué hacer!  
                          Mi hija, a causa del impacto del asesinato –supongo–, 
                            ya no creía en la justicia y ahora quería 
                            escapar de ella y salvarme del ingreso en prisión. 
                            La seguí a lo largo de la calle que desembocaba 
                            en la entrada de la estación de ferrocarriles 
                            con el presentimiento de que aquel camino sólo 
                            me depararía más desgracias; aunque 
                            ¿quién sería el ingenuo que se 
                            atrevería a confiar en los dictados y en las 
                            intuiciones de mi cerebro? Por una vez, me limité 
                            a ignorar lo que mi mente me instaba a descartar con 
                            una certidumbre inusual y me interné en el 
                            enorme edificio, pensando que al fin había 
                            aprendido a controlarme y que mi decisión era 
                            la correcta. Pero estaba condenado a escoger la opción 
                            equivocada… 
                          Cuando alcanzamos los andenes, que en esta ocasión 
                            estaban exentos de una impenetrable niebla, atisbé 
                            un tren, el medio más cercano que podía 
                            ayudarnos a ocultarnos momentáneamente de la 
                            policía. Si la información que proporcionaba 
                            el letrero electrónico era veraz, faltaban 
                            dos escasos minutos para la partida del transporte, 
                            de modo que debíamos apresurarnos si no queríamos 
                            quedarnos allí, figurativamente desnudos ante 
                            la gente vulgar, ante las autoridades judiciales y 
                            ante el gobierno.  
                            Como en mi sueño.  
                          Y cinco años después de aquella funesta 
                            tragedia, contemplaba el sol con el pavor pintado 
                            en las pupilas; contemplaba ese gran astro tan susceptible 
                            a ser adorado por su poderío y majestuosidad, 
                            cuyas hebras de oro incandescente, fúlgidos 
                            componentes de aquella excelsa cabellera, comenzaban 
                            ya a destellar con gran potencia y a derramarse, a 
                            esas altas horas de la mañana, sobre la faz 
                            de un parcial del planeta, calcinando a su paso los 
                            abrojos de los remordimientos y de los miedos que 
                            moraban en mi alma. Armándome de todo el valor 
                            que fui capaz de hallar y considerando por momentos 
                            que mi mente volvía a ser un fortín 
                            inexpugnable, como antaño, me resolví 
                            a subir al tren.  
                          Luego, comprobaría que, obviamente, habría 
                            resultado más propicio permanecer dormitando 
                            en mi lecho, mientras mi hija se encontrara viajando 
                            envuelta en una profunda y silenciosa soledad.  
                          Penetramos en el tren con premura y aguardamos hasta 
                            que las puertas del vagón se cerraron con un 
                            grito que a mí se me antojó un grito 
                            de amenaza…, o tal vez de advertencia por lo 
                            que iba a acaecer en escasos minutos. El miedo se 
                            apoderó de hasta la última fibra de 
                            mi cuerpo y me produjo la estremecedora sensación 
                            de que mi terrible sueño estaba configurándose 
                            a mi alrededor, escapando de los límites de 
                            la fantasía, con los gruesos labios que componían 
                            la boca de un tren presagiándome de un modo 
                            evidente el advenimiento de una hecatombe. Mis emociones 
                            debieron transparentarse en mi rostro, porque cuando 
                            mi amada hija me devolvió la mirada en el preciso 
                            instante en que el ferrocarril arrancaba, su rostro 
                            se ensombreció.  
                          Sintiendo, de pronto, unos potentes deseos de apartar 
                            la mirada de su figura, decidí observar cuanto 
                            me rodeaba. Aquello me sentenció a muerte. 
                           
                          Debido probablemente al nerviosismo que reinaba en 
                            mí y a la aprensión que me obnubilaba 
                            la mente, ni siquiera me había detenido a pensar 
                            lo suficiente como para considerar seriamente, con 
                            todo lo que ello implicaba para mi afectividad, el 
                            hecho de que me hubiera subido a un tren. Sin embargo, 
                            en cuanto distinguí nítidamente los 
                            contornos del lugar donde me hallaba de pie, los recuerdos 
                            que residían acechándome en el preconsciente 
                            se lanzaron, desgarrada la brida del control, en una 
                            carrera desaforada, pugnando por que yo visualizara 
                            unos primero que otros.  
                          Bruscamente, me vi transportado a una estación 
                            en llamas, sumida en una inescrutable neblina, donde 
                            la muerte y el caos habían arrasado con todo 
                            a su paso. Yo, a diferencia de cómo lo recuerdo 
                            y de cómo me lo muestran los sueños, 
                            estaba de pie (la posición que yo sabía 
                            que mantenía en la realidad) mirando con los 
                            ojos anegados de lágrimas el cuerpo inerte 
                            de mi hijo. ¡Mi querido hijo…!  
                          Para mi terror, súbitamente, la Muerte surgió 
                            de la nada, por lo cual estuve a punto de precipitarme, 
                            atónito, hacia atrás. Esto me desconcertó 
                            por completo, puesto que, en teoría, primero 
                            es imposible que un recuerdo o un sueño –¡o 
                            lo que sea!- absorba por completo la realidad en la 
                            que hasta hace unos momentos se vivía, y segundo, 
                            es aún más inverosímil que un 
                            recuerdo se vea modificado por su protagonista, que 
                            actúa en él de distinta manera, como 
                            si se tratara de un canal abierto en una ribera de 
                            un río, por donde se desvía parte del 
                            caudal, modificando, así, el curso de éste. 
                           
                           ¡Y ambos fenómenos me estaban sucediendo 
                            a mí!; porque yo persistía allí, 
                            medio yaciendo en el suelo y con la mirada fija en 
                            la Muerte, quien, blandiendo en una mano su guadaña 
                            y en la otra un teléfono móvil y cargando 
                            en la espalda una mochila azulada, se abalanzaba sobre 
                            mi hijito exánime. Desesperado, corrí 
                            hacia ellos apelando al más recóndito 
                            resquicio de mi cuerpo donde se agazapase la última 
                            unidad de energía disponible.  
                          Pero lo que yo intentaba realizar era algo sobrehumano, 
                            física y psíquicamente, e, inexorablemente, 
                            mi corazón y mi mente, exhaustos de tantísimo 
                            esfuerzo y sufrimiento, terminaron por estallar… 
                            y mis manos se relajaron, y mis pensamientos fueron 
                            desintegrándose paulatinamente, y mis venas 
                            dejaron de recibir sangre, y mi cuerpo se estrelló 
                            contra el suelo, y mi cuello cayó hacia atrás, 
                            y mis ojos, cuya última imagen percibida fue 
                            la cara desesperada de mi queridísima hija 
                            Elena, se velaron. Y así me despedí 
                            de aquella amadísima niña a la que tanto 
                            adoré, para la que dediqué, con todo 
                            mi esfuerzo y mi cariño, los últimos 
                            rastrojos de felicidad que permanecieron en mi alma 
                            tras la muerte de mi desgraciado hijo… Pero, 
                            antes de perecer, de mi boca brotó una palabra 
                            que llevaba cinco años anhelando poder volver 
                            a pronunciar sin que resultara vana: 
                            - Mario… 
                          Mi hija, sintiendo que su cuerpo se partía 
                            en mil pedazos y que su corazón era arrancado 
                            de golpe y sin compasión, me cogió la 
                            mano sollozando convulsivamente; pero la responsable 
                            de mis actos ya abandonaba, inexorablemente, el elemento 
                            corpóreo.  
                          Aunque yo jamás lo percibí, los oídos 
                            de mi cadáver sí pudieron captar el 
                            estremecedor sonido que se desprendió del cuerpo 
                            de Elena cuando las ruedas del tren lo arrollaron 
                            después de que ella se arrojase a las vías. 
                            Luego, el grito de agonía con que concluyó 
                            su vida alcanzó mi cadáver…  
                            Mientras, en una esquina, un niño lloraba. 
                             
                           
                           
                           
                          POESIA SEGUNDO NIVEL 
                            PRIMER PREMIO 
                          HIDALGOS DE ALCANTARILLA 
                             
                            "Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes 
                            como recién salidos de un naufragio de sangre" 
                          Sinuosos caminantes de zapatos tristes 
                            que serpentean las calles sin destino alegre. 
                            Allí llueven humos de luz y gotas de arena. 
                            La calle está sitiada por amantes de la gasolina. 
                          Vivos sin rumbo alternan en callejones. 
                            Son aquellos que no acaban y huyen del asfalto. 
                            Que sin nada de ilusión duermen en cartones. 
                            Sólo tienen un recuerdo borracho de días 
                            baratos. 
                          Se levantan sin condición ni 
                            horario ajeno, 
                            disfrutan de sueños en vida, de libertad propia. 
                            Sólo son transeúntes durmientes entre 
                            cristal y acero. 
                          Están comiendo del aire por 
                            no pagar banquetes, 
                            triunfan sin motivos en el mundo del suelo, 
                            no se les está permitido ser dueños 
                            con dientes. 
                            La pobreza invade su bolsillo derecho con boquetes. 
                          Su soledad es la compañía 
                            de su libre vuelo. 
                            No queda verde ni blanco en sus vidas, 
                            por eso siempre están durmiendo  
                            de donde buscan verdades en su recuerdo 
                            memorizando sus últimos días en un banco. 
                          Ellos van sin status y con locura 
                            variada. 
                            Son los apartados del lujo, de la suerte del nacer. 
                            Sin abrigo de piel, con chaqueta de noticia. 
                            Ven el mundo artificial, un mundo de placer 
                            en el que no saben que no existen  
                            al no tener un papel dibujado, 
                            al no poseer un papel plastificado. 
                          Sus voces roncas sólo llegan 
                            hasta su propio oído 
                            sus brazos sólo agarran un futuro embotellado 
                            que entra por la boca y por los ojos 
                            y les hace notar que el mundo está un tanto 
                            mareado. 
                          Desarraigados del caliente colchón 
                            dejaron de soñar para vivir su sueño: 
                            el de no estar pendiente de su muñeca, 
                            el de no asociarse con la divisa, 
                            el de ser un libre y hábil caballero, 
                            capaz de enfrentarse al tirano Dinero 
                            y a su peor enemigo la Visa. 
                            Gobernante de gobernados gobernadores. 
                            Pero sólo son borrachos insomnes 
                            que se columpian en su real duda 
                            son: hidalgos de alcantarilla. 
                           Pablo Bargé del Solar  
                           
                             
                           
                           
                            
                               
                                  
                                      
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