Un año
más el instituto Las Llamas de Santander ha
convocado los premios de narrativa y poesía.
En este número publicaremos los trabajos que
obtuvieron el primer premio y en el próximo
los accésit.
|
Margarita para
descubrir los sentimientos de la persona amada. |
POESÍA PRIMER NIVEL
PRIMER PREMIO
AMOR
PLATÓNICO
Te quiero hablar, no puedo,
no puedo decir palabra.
Me has hecho ser un mudo
incapaz de decir nada.
Eres todo lo que quiero,
con tu cabello tostado.
Sé que no tengo dinero
mas seré un tipo honrado.
Con tus ojos color prado,
(qué luz de fuego, morena),
Estaré siempre a tu lado.
Seré la luz de tu linterna.
Tu cuello es de cisne
tapado por tu melena.
Sabes, siempre te querré.
Seré el calor en tu hoguera.
Sabes que tu boca es
para mí tan suave y bella
tan bonita y dulce tez.
Seré miel en tu colmena.
Perfecta es tu clara cara
para mí, tú eres única,
nadie se te compara.
Yo seré un bebé en tu cuna.
Mi amor no tiene barreras
no tiene verjas ni vallas.
Asaltaré fortalezas
te buscaré donde vayas.
No siento dolor alguno
aunque me digas que no.
No hay sentimiento tan puro
como el de mi corazón.
Con esto acabo, termino.
Yo te pido, por favor
Que aunque siendo sólo amigos,
no te olvides de mi amor.
Aarón Sánchez Molina
NARRATIVA SEGUNDO NIVEL
PRIMER PREMIO
LA SOMBRA DE UNA VIDA
Cinco años después de
aquella funesta tragedia, contemplaba el sol con el
pavor pintado en las pupilas; contemplaba ese gran
astro tan susceptible a ser adorado por su poderío
y majestuosidad, cuyas hebras de oro incandescente,
fúlgidos componentes de aquella excelsa cabellera,
comenzaban ya a destellar con gran potencia y a derramarse,
a esas altas horas de la mañana, sobre la faz
de un parcial del planeta, calcinando a su paso los
abrojos de los remordimientos y de los miedos que
moraban en mi alma. Armándome de todo el valor
que fui capaz de hallar y considerando por momentos
que mi mente se había vuelto a tornar en un
fortín inexpugnable, como antaño, me
resolví a subir al tren.
Luego, comprobaría que, obviamente, habría
resultado más propicio permanecer dormitando
en mi lecho, mientras mi hija se encontrara viajando
sumergida en una profunda y silenciosa soledad.
Lo primero que recuerdo de aquella caótica
jornada, en ese singular y voluble mundo fruto de
la elaboración onírica, fue que yo,
desnudo, caminaba con parsimonia de la mano de mi
pequeño hijo por un andén lóbrego
e inmerso en una bruma insondable. Al mirar en derredor,
reparé inmediatamente en que allí se
agolpaba una gran muchedumbre integrada por hombres
y por mujeres adultos, todos igualmente desnudos,
pero impecablemente pertrechados con diverso material
de utilidad laboral. Extrañamente, me percaté
de que aquella anomalía en el ambiente no me
sorprendía lo más mínimo. El
alud de trabajadores avanzaba –y yo con él–
muy desordenado pero, en el fondo, guardando un desplazamiento
rítmico muy semejante, como si se hubieran
fundido en una enorme masa de carne a la cual le aguardaba
un mismo y deplorable hado: el derrame de sangre por
parte de terroristas iracundos.
De súbito, las bocas de los vagones del tren
se abrieron profiriendo de sus labios rectangulares
un grito de terror ensordecedor. No sé con
certeza si el propósito de este bramido era
alertarnos del peligro inminente o amenazarnos de
muerte; pero me inclino más por el segundo.
Repentinamente, varios vagones estallaron al unísono,
desencadenando al momento la trágica mutilación
y defunción de centenares de personas. Alcanzado
por la portentosa y execrable explosión, volé
varios metros hacia atrás hasta caer semiconsciente
y asustado, anhelando poder volver a asir la pequeñita
mano de mi hijito y sentir su pulso. ¡No, no
podía haberse ido! ¡No podía!
Lloré brevemente, pugné por levantarme
recurriendo a todas las energías que aún
albergaba en mi interior y, finalmente, me incorporé
resistiendo a duras penas la inmensa cantidad de heridas,
tanto físicas como psíquicas, que me
magullaban sin piedad el alma y el cuerpo cual si
se trataran, en realidad, de afiladas dagas.
Con un pánico inefable arremetiendo una y
otra vez en cruentas acometidas contra mi sensible
corazón, atisbé en la neblinosa lontananza,
yaciendo yerto sobre el destruido pavimento, el cadáver
de mi difunto hijo, sobre el cual se inclinaba, para
incrementar todavía en mayor medida mi terror,
una figura umbrosa e inidentificable. Segundos después,
adiviné que no se trataba sino de la Muerte,
provista en una mano de una oscura guadaña,
en otra de un significativo y tal vez hasta cómico
teléfono móvil y en la espalda de una
llamativa mochila azul. Antes de tomar a mi hijo y
hacerlo desaparecer con ella bajo tierra, me fulminó
con una mirada gélida que destilaba odio y
sed de sangre. Me precipitaba ya finado hacia el suelo,
cuando, sorprendentemente, los ojos empezaron a picarme.
De repente, me vi expulsado de aquel mundo y abandoné
de improviso aquella fatal estación sumida
en el fragor de las llamas, la animadversión
y el dolor.
Desperté de aquel sueño ya familiar
con gran sobresalto y sobrecogido, casi perplejo por
el hecho de encontrarme aún vivo, casi perplejo
por haber sobrevivido a dos ataques consecutivos perpetrados
por la mismísima pálida e impertérrita
Muerte. Levanté la cabeza de la almohada al
tiempo que me palpaba la frente, demudada y perlada
por doquier de mareas de frío sudor.
Pero no estaba solo. De la alterada presencia de mi
hija, de veinticuatro años, inferí que,
anteriormente, de mi garganta debía haber manado
una cascada de gritos agónicos coincidiendo
con el instante de la explosión.
- ¿Otra vez? -inquirió mi hija Elena
con un tono de voz que transparentaba la aprensión
que le oprimía el corazón.
- Sí –musité.
- Pero vendrás aun así, ¿verdad?
Dime que subirás a ese tren conmigo…
–suplicó ella mientras las lágrimas
acudían, diligentes, a sus ojos garzos.
Me limité a asentir, incapaz de continuar la
conversación debido al malestar que todavía
imperaba en mi mente, y, acto seguido, le indiqué
con un ademán de mi mano izquierda que deseaba
permanecer solo. Elena, obediente, salió sin
articular palabra, pues no quería someterme
a más presión de la que ya sentía.
Tras mirar una última vez a la puerta, me dirigí
al sillón, donde me senté y me dispuse
a cavilar.
Sé perfectamente –gracias a mi insistente
psicólogo, por supuesto– que, desde que
sobreviviera al atentado terrorista en Madrid y perdiera
para siempre a mi hijo, sufro un potentísimo
estrés postraumático que en ocasiones
deriva a la paranoia, lo cual, además de dificultar
sobremanera mi vida diaria, determina por completo
la dirección de mis sueños. Mi psicólogo,
sobre el cual no sabría asegurar que corriente
actual sigue, ya que por un lado interpreta mis sueños
y por otro me somete a técnicas de psicoterapia
conductista, me ha identificado en numerosas ocasiones
los miedos, los deseos y los impulsos (las ideas latentes,
como, según él, los denominaba conjuntamente
Sigmmund Freud) que se detectan continuamente en mis
experiencias oníricas. En éstos, normalmente
siempre acaecen acontecimientos similares, de manera
que ya puedo valerme por mí mismo para indagar
y esclarecer su significado; como me sucede en este
caso.
Por un lado, destaca en gran medida la ubicación
de los sucesos, el lugar donde se originó mi
trauma: la estación de tren. Allí, me
encuentro junto a mi hijo, que desgraciadamente pereció
en el acto, y junto a una caótica multitud,
todos completamente desnudos, lo que representa la
persistente e inquietante sensación de fragilidad
que me invade ante un mundo plagado de peligros incesantes.
La bruma, a su vez, según las interpretaciones
de mi psicólogo, está vinculada directamente
a la seguridad que tengo de que vivimos ajenos e ignorantes
a cuanto nos rodea.
Por otro lado, llegado el instante en que el caos
comienza a azotar mis sueños y a imprimirles
una velocidad vertiginosa, escucho siempre los gritos
procedentes de las compuertas o labios de los vagones,
que, tal y como afirma el psicólogo, deberían
venir motivados por mi creencia de que los gobiernos
siempre se percatan de las cosas demasiado tarde,
o por el temor que siempre ha morado en mi cuerpo,
estremeciéndome en más de una ocasión,
de recibir una amenaza de un criminal debido a mi
antigua profesión de juez.
Pero, tras el estallido de las bombas, pasaje que
parece no haber sido alterado casi por mi mente enferma,
lo que, sin duda, más me impacta es la visión
del cadáver de mi hijo, sobre el cual se inclina
la Muerte. Cada objeto que porta ésta posee
un significado, si se piensa detenidamente, muy evidente,
pese a que a primera vista parecen muy insólitos,
a excepción de la tradicional guadaña:
el teléfono móvil es el instrumento
del que se sirvieron los terroristas islamistas para
hacer explotar las bombas; mientras que la mochila
es donde se depositaron los artefactos que destruyeron
mis ilusiones y también la vida de mi hijo…;
mi vida.
Interrumpiendo mis reflexiones, de pronto, una llamada
de impaciencia por parte de mi hija llegó hasta
mi habitación. Quería que empezara a
vestirme, pues se acercaba la hora de acudir a la
estación. Murmuré un «vale»
apenas audible y me levanté del sillón
mientras mi mente huía de allí y volvía
a deambular por parajes alejados en el tiempo y en
el espacio, pero, en este caso, notablemente menos
oscuros y caóticos.
Había retrocedido más de medio mes
y me encontraba sentado en el despacho de mi psicólogo
esperando pacientemente a que regresara con una mujer
anciana que quería presentarme y que, según
sus palabras, era el mejor ejemplo de conducta que
podía mostrarme, pese a que yo no contara con
una edad en absoluto próxima al umbral de los
cien años. De repente, a mi espalda, tras abrir
la puerta, el psicólogo y una señora
con un rostro repleto de dédalos de pronunciadísimas
arrugas penetraron en la estancia. La mujer y yo nos
conocimos y charlamos ayudados por el que yo ya consideraba
uno de mis mejores amigos, que parecía ejercer
por momentos de mediador. Me pareció una sapiente
muy simpática, magnánima y con un temple
envidiable; y enseguida me percaté de que mi
amigo pretendía que aquella anciana me contagiase
aquellas llamaradas de energía y de positivismo
que emanaban de ella. Como ya me había anticipado
él, aunque era centenaria y estaba a punto
de quedarse ciega por las cataratas, conservaba intactos
el dinamismo físico, la integridad de carácter
y el equilibrio mental, cosas de las que desde la
debacle yo carecía por completo. Así
pues, debería esforzarme a partir de entonces
por igualar o superar a la anciana; y, en lo más
recóndito de mi corazón, yo albergaba
la certidumbre de que, si ella hubiera tenido una
imperiosa necesidad de subirse a un tren, habría
transpuesto la puerta del vagón sin titubear,
convencida de que sus posibilidades de superar el
trauma no conocían límite.
Se trata de una técnica de psicoterapia conductista
que se denomina, según he sabido, de imitación,
en la cual al paciente se le presenta un modelo de
conducta que le estimule y al que debe intentar emular.
Mi amigo quería que naciese en mí una
nueva fuente de optimismo y yo no deseaba en absoluto
defraudarlo una vez más, por lo que me esforzaría
en conseguir todo lo que aquella anciana pudiese lograr…
En ese momento, me sentía preparado para sortear
cada óbice que se interpusiera en mi camino
hacia la felicidad.
– Lamento decirte que en unos días tendré
que viajar a Londres para asistir a una conferencia
organizada por prestigiosos psicólogos –me
informó el hombre–. No obstante, me sustituirá
otra persona con la que podrás contactar en
caso de necesidad. Aunque planeaba iniciar yo el proceso
e intervenir en él de diversos modos, considero
que lo más conveniente es que, si te surge
cualquier tipo de duda o incertidumbre, te comuniques
con nuestra amiga y converses con ella acerca de aquello
que te inquieta. ¡Es aún más sabia
de lo que aparenta! y ya conoce mis métodos.
La anciana, sentada frente a mí, sonrió
con cordialidad.
– Bueno, pues ya nos veremos dentro de medio
mes... –se despidió él–.
Ah, mantente pendiente del teléfono, porque
supongo que en cuestión de días mi suplente
contactará contigo para concertar una cita.
Tras asentir y murmurar una retahíla de palabras
afectuosas, me retiré meditabundo, cavilando
sobre la sorprendente alegría que ostentaba
la señora y sobre el nivel que mostraría
un vulgar sustituto. Pero, extrañamente, en
ningún momento hube de inquietarme por sus
conocimientos de psicología, pues éste
no llamó ni respondió jamás a
mis permanentes solicitudes.
Retorné al presente instigado por los incesantes
gritos de mi hija, quien, ante el escaso tiempo que
restaba para que se produjera la primera intervención
de su vida en un juicio –al que anhelaba que
la acompañase– comenzaba a ser presa
de los nervios. Salí de mi habitación
corriendo y me dirigí ya vestido a la puerta,
donde Elena me observaba dedicándome una solemne
sonrisa de felicidad. Salimos apresuradamente al portal
y, mientras el ascensor descendía, me asaltó
la alegre e insidiosa a la vez sensación de
que, para ella, la importancia de aquel día
había logrado eclipsar, o al menos empañar,
la tristeza que nos provocaba permanentemente a ambos
la muerte de su hermano.
Justo acabábamos de pisar la acera de la calle,
cuando la figura de un taxi se perfiló en el
horizonte. Llegado a nuestra ubicación, le
hicimos una señal significativa con los brazos
–lo cual lo detuvo– y nos montamos, mi
hija en la parte trasera y yo en el asiento del copiloto.
Después de que el conductor, claramente de
rasgos centroasiáticos, me mirara inquisitivamente
y yo le indicara nuestro destino, el taxi arrancó
y fue adquiriendo velocidad paulatinamente, desplazándose
cada vez más raudamente por las vastas avenidas,
que empezaban a amenazar con colapsarse.
El viaje transcurrió en silencio hasta que,
al aparecérseme súbitamente una intransigente
y cruda imagen, la respiración se me dificultó
sobremanera y los acontecimientos más trágicos
que jamás he presenciado tras la explosión
del tren se sucedieron vertiginosamente, como si se
hallaran envueltos en una vorágine de sueños
gestados en la mente de un trastornado mental…
Como yo, por ejemplo. Aunque aparentaba hallarme inmerso
en el escrutinio del sol, que ya despuntaba con brío
por el este en el inicio de su cenit, fulgurando con
una luz que bañaba ya la mayoría de
Madrid, en realidad me mantenía vigilando rigurosa
pero disimuladamente a aquel conductor asiático,
probablemente pakistaní, que parecía
no cesar de arrojarme continuas miradas colmadas de
tanto odio que estoy seguro de que, de haber ostentado
tal poder, me habría fulminado con sus ojos
al igual que lo hizo la Muerte en mi sueño.
Esa imagen, la de la Dama Caprichosa provista de un
teléfono móvil y de una mochila arrastrando
con altanería a mi hijito bajo tierra, fue
la que acudió a mi cerebro, como si éste
me confirmara la real existencia de aquel peligro
que yo creía que se cernía sobre ambos.
Giré la cabeza y recorrí con los ojos
la parte trasera del taxi, donde identifiqué,
además de a Elena obsequiándome con
una grácil sonrisa, ¡una mochila azul
muy semejante a la que me atormentaba en sueños!
Entonces, todo me encajó, pieza por pieza.
Después de todo lo que había sufrido,
no me importaba demasiado fenecer allí mismo,
asesinado por aquel hombre que se proponía
volver a invocar a la devastadora Muerte en medio
de Madrid, ¡pero lo que no iba a consentir de
ninguna manera era que arrebataran la vida a la única
persona feliz de mi mellada familia! Lo único
que jamás toleraría sería que
mi hija se topase con un final semejante al de su
hermano o peor…
Sin siquiera aguardar a urdir un plan algo elaborado
y coherente el cual lograra evitar que en el coche
no quedara ninguna prueba fehaciente que me señalase
como culpable, deslicé una mano al bolsillo
donde siempre portaba oculto un cuchillo y lo empuñé
con semblante amenazador ante el rostro atónito
del conductor. Impelida mi voluntad por un paroxismo
de la cólera más gélida que jamás
se haya experimentado, me resolví a perpetrar
aquel asesinato y le lancé una mortífera
estocada directa al corazón, despojándole
de vida a los pocos segundos. Sus últimas palabras,
con los ojos casi escapando de la prisión de
sus órbitas en una expresión de puro
pavor, fueron:
– ¿Por qué me haces esto…?
¿Qué has visto en mí?
Después, expiró, inocente y aterrorizado.
Recobrando la noción de la realidad, como
si despertara de uno de mis sueños infernales,
de súbito reparé en el asesinato a sangre
fría que acababa de cometer.
- Oh, no merezco vivir entre los vivos! –me
grité gimoteando, buscando con mi mano la empuñadura
de mi cuchillo.
Pero cuando en mi cerebro se dibujaba ya la escena
de mi suicidio, recordé que mi hija todavía
existía y que, probablemente, debía
de continuar en el asiento de atrás, mermada
su integridad psíquica y con el rostro repleto
de sollozos silenciosos, la pobre incapaz de proferir
grito alguno. Nuevamente giré mi cuello y vi
que Elena, sin fuerzas suficientes para sobreponerse
a un estado de éxtasis semejante y cediendo
ante la oleada de horror que debía haberla
embargado, se había desmayado. Consciente del
grave peligro que corríamos, la zarandeé
mientras dejaba escapar un prolongado suspiro de angustia,
esperando que aquel gesto –como en una ocasión
había afirmado mi psicólogo– me
liberase de una pequeña parte de la ingente
cantidad de sufrimiento y dolor que se hacinaba en
mi corazón.
Mi hija despertó y sus pupilas enfurecidas
y apesadumbradas me atravesaron como si fueran cuchillos
untados de veneno. Después de concederme una
fracción de segundo para denegar la férrea
exigencia de mi cuerpo de sucumbir a los plañidos,
abrí la boca con la pretensión de articular
unas palabras de cariño…; pero, desgraciadamente,
de ella no manó nada excepto un soplido vacuo.
Elena, que había interpretado rápidamente
las señales que indicaban en mí un estado
de desesperación que casi rozaba la demencia,
se incorporó y tomó las riendas de la
situación. Con todo el vigor que pudo reunir,
abrió su puerta y luego la mía, y procedió
a sacarme del taxi. Las cerramos rápidamente,
en un intento de que los coches que se acercaban a
lo lejos no sospecharan que algo fatal había
acontecido hasta que se decidieran a bajar de su coche
para increparle al conductor del taxi estacionado
en medio de la carretera que acelerara. Después,
corrimos todo lo rápidamente que nuestras piernas
nos permitían.
- ¡Estamos muy cerca! ¡Debemos tomar un
tren! –me gritó mi hija.
- ¿Pero para qué? ¡No puedo escapar;
lo mejor es que me entregue! ¡Estoy loco! ¡Si
no me condenan, me pegaré un tiro yo! Merezco
morir…–repliqué yo, mientras permitía
que unas lágrimas afloraran de las córneas
de mis ojos para acabar muriendo en el pozo que ocultaban
mis labios.
- ¡No! ¡Tú no tienes la culpa de
lo que te ocurre; no eres responsable de esa muerte!
¡Vayamos al tren y allí ya pensaremos
qué hacer!
Mi hija, a causa del impacto del asesinato –supongo–,
ya no creía en la justicia y ahora quería
escapar de ella y salvarme del ingreso en prisión.
La seguí a lo largo de la calle que desembocaba
en la entrada de la estación de ferrocarriles
con el presentimiento de que aquel camino sólo
me depararía más desgracias; aunque
¿quién sería el ingenuo que se
atrevería a confiar en los dictados y en las
intuiciones de mi cerebro? Por una vez, me limité
a ignorar lo que mi mente me instaba a descartar con
una certidumbre inusual y me interné en el
enorme edificio, pensando que al fin había
aprendido a controlarme y que mi decisión era
la correcta. Pero estaba condenado a escoger la opción
equivocada…
Cuando alcanzamos los andenes, que en esta ocasión
estaban exentos de una impenetrable niebla, atisbé
un tren, el medio más cercano que podía
ayudarnos a ocultarnos momentáneamente de la
policía. Si la información que proporcionaba
el letrero electrónico era veraz, faltaban
dos escasos minutos para la partida del transporte,
de modo que debíamos apresurarnos si no queríamos
quedarnos allí, figurativamente desnudos ante
la gente vulgar, ante las autoridades judiciales y
ante el gobierno.
Como en mi sueño.
Y cinco años después de aquella funesta
tragedia, contemplaba el sol con el pavor pintado
en las pupilas; contemplaba ese gran astro tan susceptible
a ser adorado por su poderío y majestuosidad,
cuyas hebras de oro incandescente, fúlgidos
componentes de aquella excelsa cabellera, comenzaban
ya a destellar con gran potencia y a derramarse, a
esas altas horas de la mañana, sobre la faz
de un parcial del planeta, calcinando a su paso los
abrojos de los remordimientos y de los miedos que
moraban en mi alma. Armándome de todo el valor
que fui capaz de hallar y considerando por momentos
que mi mente volvía a ser un fortín
inexpugnable, como antaño, me resolví
a subir al tren.
Luego, comprobaría que, obviamente, habría
resultado más propicio permanecer dormitando
en mi lecho, mientras mi hija se encontrara viajando
envuelta en una profunda y silenciosa soledad.
Penetramos en el tren con premura y aguardamos hasta
que las puertas del vagón se cerraron con un
grito que a mí se me antojó un grito
de amenaza…, o tal vez de advertencia por lo
que iba a acaecer en escasos minutos. El miedo se
apoderó de hasta la última fibra de
mi cuerpo y me produjo la estremecedora sensación
de que mi terrible sueño estaba configurándose
a mi alrededor, escapando de los límites de
la fantasía, con los gruesos labios que componían
la boca de un tren presagiándome de un modo
evidente el advenimiento de una hecatombe. Mis emociones
debieron transparentarse en mi rostro, porque cuando
mi amada hija me devolvió la mirada en el preciso
instante en que el ferrocarril arrancaba, su rostro
se ensombreció.
Sintiendo, de pronto, unos potentes deseos de apartar
la mirada de su figura, decidí observar cuanto
me rodeaba. Aquello me sentenció a muerte.
Debido probablemente al nerviosismo que reinaba en
mí y a la aprensión que me obnubilaba
la mente, ni siquiera me había detenido a pensar
lo suficiente como para considerar seriamente, con
todo lo que ello implicaba para mi afectividad, el
hecho de que me hubiera subido a un tren. Sin embargo,
en cuanto distinguí nítidamente los
contornos del lugar donde me hallaba de pie, los recuerdos
que residían acechándome en el preconsciente
se lanzaron, desgarrada la brida del control, en una
carrera desaforada, pugnando por que yo visualizara
unos primero que otros.
Bruscamente, me vi transportado a una estación
en llamas, sumida en una inescrutable neblina, donde
la muerte y el caos habían arrasado con todo
a su paso. Yo, a diferencia de cómo lo recuerdo
y de cómo me lo muestran los sueños,
estaba de pie (la posición que yo sabía
que mantenía en la realidad) mirando con los
ojos anegados de lágrimas el cuerpo inerte
de mi hijo. ¡Mi querido hijo…!
Para mi terror, súbitamente, la Muerte surgió
de la nada, por lo cual estuve a punto de precipitarme,
atónito, hacia atrás. Esto me desconcertó
por completo, puesto que, en teoría, primero
es imposible que un recuerdo o un sueño –¡o
lo que sea!- absorba por completo la realidad en la
que hasta hace unos momentos se vivía, y segundo,
es aún más inverosímil que un
recuerdo se vea modificado por su protagonista, que
actúa en él de distinta manera, como
si se tratara de un canal abierto en una ribera de
un río, por donde se desvía parte del
caudal, modificando, así, el curso de éste.
¡Y ambos fenómenos me estaban sucediendo
a mí!; porque yo persistía allí,
medio yaciendo en el suelo y con la mirada fija en
la Muerte, quien, blandiendo en una mano su guadaña
y en la otra un teléfono móvil y cargando
en la espalda una mochila azulada, se abalanzaba sobre
mi hijito exánime. Desesperado, corrí
hacia ellos apelando al más recóndito
resquicio de mi cuerpo donde se agazapase la última
unidad de energía disponible.
Pero lo que yo intentaba realizar era algo sobrehumano,
física y psíquicamente, e, inexorablemente,
mi corazón y mi mente, exhaustos de tantísimo
esfuerzo y sufrimiento, terminaron por estallar…
y mis manos se relajaron, y mis pensamientos fueron
desintegrándose paulatinamente, y mis venas
dejaron de recibir sangre, y mi cuerpo se estrelló
contra el suelo, y mi cuello cayó hacia atrás,
y mis ojos, cuya última imagen percibida fue
la cara desesperada de mi queridísima hija
Elena, se velaron. Y así me despedí
de aquella amadísima niña a la que tanto
adoré, para la que dediqué, con todo
mi esfuerzo y mi cariño, los últimos
rastrojos de felicidad que permanecieron en mi alma
tras la muerte de mi desgraciado hijo… Pero,
antes de perecer, de mi boca brotó una palabra
que llevaba cinco años anhelando poder volver
a pronunciar sin que resultara vana:
- Mario…
Mi hija, sintiendo que su cuerpo se partía
en mil pedazos y que su corazón era arrancado
de golpe y sin compasión, me cogió la
mano sollozando convulsivamente; pero la responsable
de mis actos ya abandonaba, inexorablemente, el elemento
corpóreo.
Aunque yo jamás lo percibí, los oídos
de mi cadáver sí pudieron captar el
estremecedor sonido que se desprendió del cuerpo
de Elena cuando las ruedas del tren lo arrollaron
después de que ella se arrojase a las vías.
Luego, el grito de agonía con que concluyó
su vida alcanzó mi cadáver…
Mientras, en una esquina, un niño lloraba.
POESIA SEGUNDO NIVEL
PRIMER PREMIO
HIDALGOS DE ALCANTARILLA
"Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidos de un naufragio de sangre"
Sinuosos caminantes de zapatos tristes
que serpentean las calles sin destino alegre.
Allí llueven humos de luz y gotas de arena.
La calle está sitiada por amantes de la gasolina.
Vivos sin rumbo alternan en callejones.
Son aquellos que no acaban y huyen del asfalto.
Que sin nada de ilusión duermen en cartones.
Sólo tienen un recuerdo borracho de días
baratos.
Se levantan sin condición ni
horario ajeno,
disfrutan de sueños en vida, de libertad propia.
Sólo son transeúntes durmientes entre
cristal y acero.
Están comiendo del aire por
no pagar banquetes,
triunfan sin motivos en el mundo del suelo,
no se les está permitido ser dueños
con dientes.
La pobreza invade su bolsillo derecho con boquetes.
Su soledad es la compañía
de su libre vuelo.
No queda verde ni blanco en sus vidas,
por eso siempre están durmiendo
de donde buscan verdades en su recuerdo
memorizando sus últimos días en un banco.
Ellos van sin status y con locura
variada.
Son los apartados del lujo, de la suerte del nacer.
Sin abrigo de piel, con chaqueta de noticia.
Ven el mundo artificial, un mundo de placer
en el que no saben que no existen
al no tener un papel dibujado,
al no poseer un papel plastificado.
Sus voces roncas sólo llegan
hasta su propio oído
sus brazos sólo agarran un futuro embotellado
que entra por la boca y por los ojos
y les hace notar que el mundo está un tanto
mareado.
Desarraigados del caliente colchón
dejaron de soñar para vivir su sueño:
el de no estar pendiente de su muñeca,
el de no asociarse con la divisa,
el de ser un libre y hábil caballero,
capaz de enfrentarse al tirano Dinero
y a su peor enemigo la Visa.
Gobernante de gobernados gobernadores.
Pero sólo son borrachos insomnes
que se columpian en su real duda
son: hidalgos de alcantarilla.
Pablo Bargé del Solar

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