No sé
muy bien si la necesidad agudiza el ingenio o si más
bien la opulencia fomenta la estupidez. Un año
más, algunos miles de familias españolas
deambularon por los cementerios españoles entre
la costumbre, las preguntas sin respuesta y el ocio
gótico. En un mundo sostenido a veces por los
efectos especiales, y otras por la virtualidad de
lo ficticio no es ocioso cada uno de noviembre reencontrarnos
con nuestro destino y nuestro origen.
Por que cada tumba que jalona las calles de nuestros
cementerios nos recuerda vivamente a quienes plagados,
como nosotros, de sueños yacen en el anonimato
de la historia. Quienes con su esfuerzo construyeron
el camino que pisamos, haciéndonos sus deudos.
Quienes desde su impavidez nos adelantan nuestro destino
final, rebajándonos los humos y permitiéndonos
recuperar la conciencia de nuestras limitaciones y
exigibles humildades.
Sin embargo, poco escapa a la banalidad de nuestras
actuales vidas. Muy poco. La fiesta de difuntos, el
acto de gracias a quien nos abrió a la vida
y el reencuentro con nuestras raíces se ha
convertido, como tantas cosas, en un mercadillo hortera.
Lo de mercadillo está claro. Buñuelos,
huesos de santo, flores y puentes de tres días
han desembarcado en nuestras vidas, ya hace mucho,
pero cada vez más al olor del dinero. Tal es
la fruición por sangrar nuestros bolsillos,
que cuando en nuestra cultura ya no caben más
pretextos, los importamos.
Curioso resulta comprobar estos días como
algunos de nuestros convecinos luchan por mantener
vivas nuestras tradiciones, como las magostas cántabras
o la fiesta del Samhain pontevedresa. Nuestros antepasados
celebraban el fin de año en estas fechas, empezando
el año nuevo en el solsticio. A tal fin, las
gentes de estas tierras daban gracias a los dioses,
recordaban a sus muertos invocando sus almas para
no desligarse de su origen, como el que asido a una
cuerda no quiere caer al vacío, decorando calabazas,
plantando hogueras para espantar los malos espíritus
y compartiendo yantares. Visto como cosa aldeana y
de pueblo, el rito decayó, pagano como era
además a los ojos de la iglesia. Sólo
en la profunda Irlanda se guareció en los últimos
siglos. Después los emigrantes irlandeses lo
llevaron a Estados Unidos, y ahora regresa a nuestras
vidas, simplificado y envuelto en billetes, como una
fiesta gótica y alejada de su concepto, Halloween.
Unos pocos románticos gallegos pelean desde
hace años para inculcar en sus niños
el alma, que no el dinero de esta tradición
relacionada con el poder de la muerte y la Santa Compaña.
Al pairo del invento, colegios y asociaciones de vecinos
recuperan el idioma, realizan manualidades que hablan
de la naturaleza (A noite dos calacús) y promueven
sus danzas y sus cánticos, su forma de entender
el mundo y transmitirlo a fin de cuentas. Metidos
en esta lucha como estamos por rescatar nuestra cultura
y sembrar entre los chicos la profundidad de las cosas,
por encima de los gestos y las fiestas de usar y tirar,
una nueva amenaza se cierne sobre la cultura, sobre
nuestros difuntos y sobre la necesidad de dar sentido
a las cosas, por encima del aborregamiento rampante,
Deathbook.
No sé quién, ni me interesa, ha tenido
la idea de crear una red social para difuntos. Y es
que el negocio debe continuar. Las redes sociales
se nutren de efectos piramidales de contactos que
proveen a las empresa de perfiles que se venden a
las compañías, y de cadenas publicitarias
que alimentan los negocios en boga. La muerte de un
usuario rompe las cadenas y pone en cuestión
el negocio acabando con muchas relaciones virtuales.
Ahí nace un nuevo filón, curiosamente,
en el argot empresarial, un nuevo nicho de negocio.
La idea es simple, ya la contaba el cine en una de
las últimas obras de Hillary Swank, 'Posdata:
te quiero'.
Las nuevas redes permiten ahora que cualquier usuario
pueda guardar en servidores un verdadero testamento
virtual. Documentos, cartas para la pareja y los compañeros,
videos, testimonios, archivos de voz, link, contraseñas,
datos financieros o claves de un pasado desconocido.
Una vez creado tamaño archivo, el usuario debe
elegir un albacea virtual, encargado de poner en marcha
el invento. Tras el óbito, y cual caja de Pandora,
la web comenzará el reparto de todo ese material.
Con el autor ya muerto, y lejos de todo peligro para
su vida o su fortuna, sus allegados, enemigos o victimas
irán recibiendo el encargo. Una felicitación
de cumpleaños pos mortem, un "te quiero"
nunca pronunciado, un detalle inconfesable, un secreto
de esos que hunden vidas o un "me cago en tu
madre y ahora te vas a enterar que voy a decir a los
cuatro vientos lo que no me atreví en vida".
Genial.
Hasta ahora todo el mundo hablaba bien de los difuntos,
y hasta les llevaba flores. Ahora la muerte puede
ser el inicio. El inicio de una agobiante declaración
de cariño desde ultratumba, o el inicio de
una pesadilla en forma de email que pregone a los
cuatro vientos lo que una tapa de pino debería
haber ocultado.
Las venganzas son tan amenazantes en este ataque
viral indiscriminado que, y aquí sigue el negocio,
han surgido nuevas plataformas para evitar esta guerra.
Es el caso de Reputation Defender, una empresa que
se encarga de proteger el buen nombre de compañías
o personas y que ahora ve, es un decir, el enemigo,
más allá de la vida.
No hay forma de saber cuántas difamaciones,
insultos o secretos incómodos se esconden en
estos portales, cuántas amenazas o mentiras
latentes se esconden en estos lugares. Ni siquiera
cuántos muertos que nunca existieron, algo
habitual en internet, las personas inventadas. Y es
que las claves personales están encriptadas,
como las de los bancos, de forma que es imposible
entrar o desconectar estas bombas de relojería.
Pero lo que sí sabemos es que esta nueva forma
de negocio gótico florece, tanto que las propias
compañías se niegan a dar datos de lo
que parece ser un filón (desde 9,95 dólares
por cada 20 megabytes de espacio, 29,95 por un gigabyte,
30 dólares anuales de mantenimiento).
Estábamos ya acostumbrados a que los difuntos
perpetuaran su memoria en forma de pinturas, libros,
imágenes o ex votos, pero no que nos manden
tales reliquias a casa o a nuestro enterrador. Deberíamos
crecer viendo en nuestros muertos la huella de la
vida, honrándoles u olvidándoles. Ahora
debemos cambiar de mentalidad. Debemos temerles o
hacer de ellos nuestro negocio. Creo que se llama
reciclaje.

SUBIR
|
|