Nº40. Junio. 2003.
 


 

Trabajos:

Relatos
*** 4:37 *** Por Víctor Magaldi González
Nunca más solos Por Katia Jiménez Losa,

Poemas
Te vas Por Laura Fernández
El niño del mar Por Sara Nogales




 

 

 

 

 

 

 

 


*** 4:37 ***
Por Víctor Magaldi González, alumno de 2º Bachillerato C

Primer premio de Narrativa (Nivel I) del concurso literario
del IES Las Llamas de Santander.

A medida que los años avanzan, nos parecen los inviernos más oscuros y fríos, y la primavera destemplada y poco de fiar y el sol del verano como si enredase entre sus rayos una nube lejana y plomiza que le quitara fuerza.

Esto es lo que se me reveló súbitamente al observar mi rostro en el espejo, acaricié una vez más los surcos que las arrugas se habían empezado a cobrar en mi cara debido al paso de los años. Cerré el flujo de agua que manaba del grifo y entre penumbras regresé a mi habitación guiándome por la luz del reloj digital que marcaba las 4:37 y me tumbé sobre la cama deshecha donde yací hasta que comenzaron a despuntar los primeros rayos de luz.

La mañana siguiente transcurrió con normalidad, con demasiada normalidad... la jornada de trabajo no fue mejor que las demás ni tampoco peor que cualquier otra. Sin embargo, yo me sentía distinto, no sabría decir por qué, tal vez fue la claridad que aquel nítido día de mayo dejaba entrar por mi ventana, o quizá el aroma de la taza de café que tomé tras el almuerzo.

Una vez anduve de camino a casa, me fijé en el rótulo de un bar en el que nunca antes había reparado, tampoco es de extrañar puesto que no suelo frecuentar ese tipo de lugares, pero algo que en su momento no pude explicar me empujó a entrar y sin darme apenas cuenta, había cruzado el umbral de la puerta y estaba dentro del establecimiento.

Una vez dentro, me sobrecogió la grotesca decoración de aquel tugurio, lámparas nacaradas aparentemente carísimas iluminaban la barra que se extendía en forma circular ocupando el centro mismo del local mientras que tenues focos halógenos apuntaban lugares muy concretos dejando en penumbras una zona reservada para las mesas, los haces de luz dejaban entrever hebras azuladas de humo que ascendían hasta dar a parar con el techo, éste tenía dos grandes agujeros situados sobre una de las esquinas visibles producidos seguramente por la humedad ya que justo debajo estaba la puerta de acceso a los servicios. Intenté caminar y la suela de mi mocasín se quedó pegada, sin duda, debido a la mugre que se acumulaba en el suelo que pedía a gritos varios botes de lejía.

Llegué hasta la barra y un camarero de tez cenicienta y con pinta de extranjero me preguntó, escatimando en educación, qué es lo que deseaba.
- Un... una copa - acerté a titubear.

El camarero puso los ojos en blanco y dedicándome una mueca de desprecio me dio la espalda y comenzó a prepararme un brebaje verdoso a base de vodka y licor de menta. Me senté en un taburete y dediqué toda mi atención a las personas que me rodeaban, habría unas veinte agrupadas por parejas o cuartetos casi todos y otro par de tipos que como yo estaban en solitario apurando sus consumiciones con avidez sentados en taburetes y apoyados sobre la sucia barra de mármol simulado.

Yo podía percibir el murmullo de algunas conversaciones que se alzaban sobre una música instrumental grave y repetitiva que el apático camarero controlaba desde el equipo musical; cuando una canción terminaba, las conversaciones cesaban durante un instante y eran retomadas en un tono más bajo cuando la música de la siguiente canción comenzaba a sonar. Me levanté del taburete para ir al servicio, pero, cuando llegué hasta él, un terrible hedor me hizo cambiar de opinión y regresar a mi asiento frente a mi copa intacta. Sentía mucho calor, los aparatos de ventilación estaban desconectados y el ambiente estaba muy cargado, los ojos se me estaban irritando y los cerré para mitigar el picor; cuando los abrí de nuevo, uno de los tipos que estaba en la barra se tambaleaba hacia mí mostrando claros síntomas de su estado ebrio, me miró fijamente y balbuceó unas palabras ininteligibles; por mi parte, traté de responder, pero no tuve ocasión ya que aquel pobre diablo cayó de bruces contra el suelo.

- Ya he visto suficiente por hoy - pensé.

De modo que dejé sobre la barra un billete cuantioso y, sin esperar el cambio, abandoné aquel antro escuchando tras de mí las carcajadas de la gente que había presenciado la escena.

Al salir del bar aprecié que había oscurecido y un viento gélido me azotaba al caminar calle abajo; cambié de acera para que la pared me sirviera a modo de parapeto. En mi mente se dibujaban continuamente las facciones del hombre borracho y la decadencia del bar; en mi interior algo se compadecía de todo aquello y mi conciencia quedó más tranquila cuando lo justifiqué diciéndome a mí mismo que tal vez hubieran conocido tiempos mejores. ¿Realmente aquel pobre borracho habría sido feliz alguna vez? ¿El negocio del bar habría sido próspero? ¿Aquel camarero con cara de pocos amigos estaría realmente contento con su vida?

- Bueno, ¿y eso para mi qué importancia tiene? - me dije.

Y mi cuerpo se estremeció de repente, la piel se erizó y me percaté de que había torcido una esquina y el viento soplaba de nuevo con fuerza. Cesé de caminar y advertí que después de tantos años transitando las calles de aquella ciudad que se me antojaba cada vez más lóbrega, nunca había deambulado tan desamparado del abrigo de las masas de personas que a la luz del día se cruzaban entre si, extraños unos de otros, coexistiendo bajo la atenta mirada de las altas edificaciones, los ruidosos vehículos, o las farolas que ahora me ayudaban a orientarme en las frías y empedradas calles.

En esta zona de la ciudad, el viento y la lluvia habían dejado una profunda huella con el paso de los años en las fachadas de los edificios, y entre unos contenedores de basura advertí unas pintadas que algún simpatizante radical de un partido político extremista había dedicado en un tono bastante obsceno a todas las personas que no compartieran ciertos ideales. Tras uno de los contenedores de basura creí ver una sombra, agucé mis sentidos y como una exhalación salió corriendo un indigente aferrado a una botella cuyo contenido intentaba por todos los medios preservar en su huida.

- ¿Acaso trataba de escapar de mí? ¿Qué podría hacerle yo?

En aquel momento no supe concretar muy bien qué es lo que tanto temía aquel pobre hombre.

El maullido de un gato me hizo girar, no logré visualizar al animal; sin embargo había un cartel que me llamó la atención. Se trataba de un proyecto urbanístico que consistía en la construcción de unas cuantas casas de lujo ubicadas en la misma parcela en la que me hallaba. Movido por algo en mi interior volví a mirar la fachada del antiguo edificio de las pintadas y entonces comprendí que iba a ser derruido. Tal vez por eso corría el indigente de la botella, quizá escapaba de derruir su vida, ¿Correría el edificio si pudiera salvar su vida?

Llegué a casa y abrí un viejo armario donde guardaba algunas botellas con licores, la mayoría estaban precintadas aún. Tomé una de ellas al azar y bebí un largo trago mientras un sentimiento de desasosiego me invadía; de repente rompí a llorar y todo en mi cabeza cobró sentido.

Mi mente se convirtió en un campo de batalla asediado por ideas de las que mi corazón intentaba resistirse, pero siempre estaban ahí acechándome incansables,... Después de media botella, mi cara humedecida por el llanto, me entregué a comprender que yo también necesito correr para sobrevivir ante la decadencia, y mi único medio de transporte es un monótono trabajo que no soporto o un teléfono que nunca suena o una casa que se queda sola cuando yo no estoy. Mi rival en esta carrera es más veloz que yo y cruzará la línea de meta antes de que yo pueda encontrar el camino del que me perdí hace tanto tiempo.

Es ahora cuando me identifico con tantos otros que tomaron derroteros equivocados que no tienen salida y siento que para ganar esta carrera sólo me queda utilizar un atajo que nos está prohibido o no tenemos valor para cruzar. Y ahora, mientras escribo estas palabras, necesito abrir la ventana para tomar un poco de aire y visualizar mi atajo; precipitarme al vacío ciertamente sería ganar al tiempo en esta carrera; ver cómo él me gana sería admitir una derrota y una lenta humillación, y soñar por unos ideales es lo que me queda ante la imposibilidad de obtener eso que llaman felicidad.

Escribo las últimas líneas de mi cuaderno mientras apoyo mi pierna sobre el alféizar de la ventana y siento una leve brisa que golpea mi rostro; miro hacia arriba e intento ver a través de un cielo encapotado, buscando algún tipo de señal que pueda interpretar; miro, quizá por última vez, hacia el interior de mi habitación y entre sombras veo un reloj que destella marcando las 4:37.

 

 

 

Nunca más solos
Por Katia Jiménez Losa, alumna de 3º A

Primer premio de Narrativa (Nivel II) del concurso literario
del IES Las Llamas de Santander.

El Sr. Otaola había terminado, con su acostumbrada normalidad, la clase de segundo. El timbre anunció la hora. Eran las diez. Bajaba, como siempre, por la escalera. Se le notaba cansado y caminaba muy despacio. Iba a la sala de profesores para calificar a los alumnos que cursaban su asignatura de Ciencias. Don Claudio, que era su nombre de pila, era una persona bastante estricta y exigente con sus alumnos, pero tenía un buen corazón y era generoso con los demás, aunque su carácter se había vuelto un poco agrio con el paso de la vida que, al menos hasta ahora, no había sido muy generosa con él. En el Instituto Garcilaso de la Vega de Avilés era una persona muy respetada por su gran inteligencia y su amplia experiencia docente, aunque había un grupo de profesores que deseaban que llegase el momento de su jubilación y hacían todo lo posible para que eso ocurriese; en cierto modo, porque suscitaba envidia.

- Buenos días -saludó Don Claudio a todos los presentes en la sala. El único que contestó fue Manuel, el jefe de estudios, que era su cómplice y amigo en el instituto.

- ¿Qué tal has pasado el fin de semana? Mis hijos han estado insistiendo en ir a Carrefour
a comprar sus regalos para Reyes y me han dejado sin un duro -dijo Manuel.

- Me gustaría tener unos nietos a los que poder regalar algo en el día de Reyes. El fin de semana lo he dedicado a corregir exámenes y a dedicarme a mis cosas.
A Claudio no le gustaba demasiado hablar de su vida privada en público, quizá porque no la consideraba interesante.

Unos minutos después comenzó la reunión y cada profesor comentó a los demás el comportamiento de los alumnos y sus calificaciones. Cuando le llegó el turno al Sr. Otaola, dijo que el nivel de su clase era bastante satisfactorio y que la mayoría de los chicos eran buenos estudiantes. Pero en su clase de 4° de ESO había un muchacho que le inquietaba. Se llamaba Jon y se solía sentar en la última fila. Sus notas eran aceptables y hacía menos de un mes que se había incorporado al centro. Claudio ni siquiera conocía su voz, ya que apenas hablaba con nadie. Parecía como si estuviese inmerso en otro mundo y nada de su alrededor le importaba, ni siquiera el interesante estudio de la "célula eucariota". Un día, al terminar la clase, el profesor se acercó a él para hablarle un momento. Tuvo la sensación de que aquel chico estaba perdido y necesitaba su ayuda.

- ¿Qué tal te va con mi asignatura, Jon? Sabes que, si tienes dudas, debes preguntarlas cuando estemos en clase. Aunque parece no interesarte mucho -comentó Claudio.

- Su asignatura me interesa como otra cualquiera y no tengo dudas.

- Pues eso está muy bien. De todos modos, me gustaría hablar con tu padre.

- Mi padre no va a venir a hablar con usted. No necesito que se interese por mí.

- Si no me dejas otra elección, seré yo quien llame a tu padre para citarlo -dijo seriamente Claudio.

- ¿Puedo irme ya? Mis amigos me esperan.

Otaola asintió y Jon se alejó corriendo.
El profesor se quedó algo preocupado, pero luego pensó que no tenía por qué complicarse la vida. Al fin y al cabo, sólo era un adolescente.

Cuando Jon llegó a su casa, su padre y la pareja de éste estaban en plena disputa. Peleaban constantemente por banalidades; Rita, la novia de Miguel (el padre de Jon) era odiosa y no tenía ningún aprecio a los hijos de su pareja. Hace unos años, cuando la madre de Jon aún vivía, todos eran felices y se querían. Jon recordaba las fiestas navideñas que pasaba en casa de los abuelos, la Semana Santa en Sevilla...: Todo ello vivido con su madre. Pero ya hacía cuatro años de algo horrible: En un caluroso día de agosto, Mary, que así se llamaba su madre, fue a la playa a darse un chapuzón y se adentró demasiado en el agua. No pudo seguir nadando y en la playa no había socorrista. Jon y Miguel fueron a rescatarla, pero ya era demasiado tarde. Jon no podía dejar de llorar y su hermana, que entonces tenía siete años, no quería ni salir de casa. El padre tardó en asimilarlo; pero, pasados dos años, se enamoró o al menos eso parecía, de Rita. Su hijo le guarda cierto rencor por haber olvidado tan pronto a su añorada madre.

Pasaron los días y el padre acudió a la cita con Otaola. El profesor le hizo todo tipo de preguntas sobre el comportamiento de su hijo en casa, su círculo de amistades, su ambiente familiar y sobre muchas más cosas. Miguel trató de esquivarlas y contestaba de forma imprecisa. El profesor le preguntó también si el chico había sufrido algún disgusto o alguna pérdida sentimental.

- Sí, hace cuatro años que falleció su madre -dijo Miguel.
- ¿Y cómo no me lo ha dicho? Ahí esta la raíz de todos sus problemas. El chico tiene una depresión debido a esa pérdida tan fuerte. Por eso se muestra incomunicativo y huraño. Necesita ayuda, apoyo y comprensión de su parte. Ahora es cuando más lo necesita, está en un periodo muy crítico,

- ¿Y usted cómo lo sabe? Mi hijo está perfectamente y no tiene ninguna depresión. Es fuerte y lo ha superado o lo intenta, al menos.

- Miré, yo estudié Psicología. Si quiere puedo ayudarle en su recuperación. Se va a sentir mucho mejor. Pero, sobre todo, pase mucho tiempo con él. Necesita cariño.

- Mi hijo no necesita atención psicológica. Está perfectamente. Yo soy su padre y sé lo que le conviene. Lo siento, tengo que irme. Muchas gracias por su atención.

- De nada, pero piénselo. Se trata de la salud de su hijo.

A la semana siguiente Miguel llamó al centro preguntando por Otaola. Hablaron sobre la terapia y al final el padre aceptó. A Jon no parecía importarle mucho.

Don Claudio atendió a Jon en su despacho durante unas cuantas semanas y, además, sin cobrar. Al principio el chico no se mostraba receptivo, no quería hablar de nada que estuviese relacionado con su vida anterior. Pero, poco a poco, fue cogiendo confianza con D. Claudio y surgió una especie de amistad entre los dos. Se sentían solos, pero ahora se tenían el uno al otro. Pasado ya un mes, salieron a pasear. Jon se sinceró con el profesor.

- Yo tuve la culpa de que mi madre se ahogase. Hacía poco tiempo que había aprendido a nadar y la animé para que fuese a una zona más honda. Ojalá nunca hubiese entrado al agua -dijo Jon compungido.

- No debes culparte. Lo que pasó, pasó y nadie tuvo la culpa. Pero, si de verdad quieres volver a ser feliz como lo eras de antes, debes seguir teniendo su recuerdo presente en tu memoria, mientras luchas por tu vida y sigues adelante. Eres joven, te queda mucho camino por recorrer. En cambio yo...

- ¿También te sientes solo, verdad?

- La verdad es que echo de menos lo que nunca he tenido -dijo Claudio.

- ¿Quieres decir que nunca has estado casado?

- No, y me hubiese gustado tener hijos, cuidarlos, comprar sus Reyes... Pero para qué voy a hablarte de eso. No creo que te interese mucho mi vida. Lo que sí puedo hacer es aconsejarte: Sal con tus amigos, diviértete, estudia y, sobre todo, intenta ser más amable con tu padre. Perdónale. Él te quiere.

- Lo haré. A nadie le gusta estar solo. Y en cuanto a lo de mi padre, las cosas han mejorado mucho. Ya nos hablamos y Miriam está muy contenta. La pobre no podía soportar vernos así.

- Me alegro mucho de que las cosas vayan mejorando. A veces sólo se necesita un empujoncito para salir del bache.

 

 

Te Vas
Por Laura Fernández

Primer premio de poesía (Nivel I) del concurso literario
del IES Las Llamas de Santander.


Te vas, y todo el sonrosado cielo llora,
dejando que las goteras tiñan las nubes.
Te vas, y las olas recogen todas las caracolas
dejando la arena vana.
Te vas, y los caminos se enternecen dejando que mis ojos
se postren como una luna frente a un sol.
Te vas, y mi río deja reseco el caudal, permitiendo
que las flores se vuelvan puños tristes.
Te vas, y mis labios se agrietan
manteniendo mi ultima palabra a tu espera.
Te vas, y la brisa enreda mi pelo a una caricia
que viaja en el tiempo.
Te vas: el soplo de mañana me trae tu esencia;
el ocaso, el relente negro que tibia mi lecho.
Te vas, y los pájaros guardarán sus alas,
hasta que mis lágrimas dejen de salpicar el cielo.
Te vas, y mi candil deja de tener tu fuerza,
mi guía se vuelve sombra.
Te vas, quizás aun espero ver tu silueta no tan lejos,
y tras ella seguir mi luz.

 

 

 

 

El niño del mar
Por Sara Nogales, 3º A
Primer premio de poesía (Nivel II) del concurso literario
del IES Las Llamas de Santander.

Sobre la arena tendido
como despojo del mar,
se encuentra un niño dormido
sin horizonte donde mirar.

Ante sus ojos ve espuma,
somnoliento al despertar,
y espera con impaciencia
las olas que llegarán.

El mar es un manto de sueños
mojados, sin dar promesas,
sólo ofrece fantasías
que brotan de sus arenas.

Niño que adoras el mar
nunca podrás olvidar,
en la senda de tu vida
las olas junto a tu cuerpo al chocar.

De su madre caricias parecen
tan infinitas las olas
que siempre desaparecen
en saladas caracolas.

Susurra el viento canciones
de agonía y soledad,
compañía y felicidad,
al ver que tú aún le quieres,
al ver que tú aún le sientes,
al ver que en tus manos tienes
mil caricias trasparentes.

¡Que dichoso eres, mi niño,
de dormir junto al mar!
y si tienes miedo al despertar,
corazón no te preocupes…
que ya dormirás.

Cuando llega el frío invierno
sólo puede ver el mar desde lejos.
Cada vez más bravo,
cada vez más bello.