Nº2. Febrero 1998
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Quién dijo que los alumnos del
siglo XXI habían huído de la literatura. Si como
muestra vale un botón, en esta página les ofrecemos
tres: dos relatos y un poema que demuestran bien a las claras
que la pasión por las "letras" no tiene fronteras
de edad o época.
Trabajos:
Relatos
El Caballero y el Espejo.
Por Francisco R. Fernández
Lágrimas. Por
Ana María Cobo
Poesía
Sin Título. Por
Noelia Montes Coya
¿Quién
es el extraño?. Por Maite Costas.
El Caballero y el Espejo
Francisco R. Fernández.
2º Ciclo Superior de Administración de Sistemas.
IES A. González Linares. Santander
Pengramel el caballero estaba triste, y no sabía cómo
alcanzar la felicidad. Durante sus años de aventuras,
correrías y combates había matado todo tipo de
bichos, monstruos y personas, pero no había sido nunca
feliz.
En sus años mozos había participado con su padre
en pequeñas incursiones al nórdico país
de Iuumersëin, arrasando sus aldeas pescadoras de gentes
altas, delgadas y de cabellos rubios con ojos como témpanos
de hielo; había violado a sus mujeres con el marco de
las sonrisas de su padre y los vítores de sus soldados;
había destripado niños para empalarlos junto con
el pescado y dejar que se secaran en el cortante aire ártico;
había torturado a orgullosos guerreros nórdicos,
valientes en el campo de batalla y silenciosos en el potro hasta
el punto de tragarse sus lenguas para no gritar.
Su familia se regozijaba con ello, pero él no era feliz.
Ya que las razzias al norte no le impresionaban, su padre le
mandó a las tórridas y exóticas tierras
del sur para que él mismo forjara su fama de caballero
y quizá así encontrar la felicidad. En su deambular
salvó doncellas de las fauces de dragones, convirtió
en piedra a miles de trolls luchando con ellos hasta el amanecer,
exterminó tribus enteras de bosquimanos para arrebatarles
los ídolos gemados que custodiaban, arrasó los
castillos de hechiceros malvados, y de otros no tan malos, y
cuando se dió cuenta sin querer había conquistado
tronos, tiranizando a súbditos y nobles hasta llegar a
conquistar él solo todo un imperio.
Pero en todos esos años nunca había ni siquiera
rozado la felicidad.
Gobernó con mano inflexible su imperio durante años
y años, y continuó conquistando más y más
naciones. Los reyes se arrodillaban temerosos ante su trono de
hueso de dragón brindándole las más exquisitas
doncellas para su disfrute.
Pero el sexo tampoco le trajo la felicidad. El amor para él
era una falacia, un engaño para amansar al siervo. Por
ello mató a toda dama que se le declaró enamorada:
no podía hacer otra cosa, ya que sabía que tras
ese engaño se ocultaba una nueva conspiración.
Pengramel no era feliz, y nadie le amaba.
El tiempo pasó y él aumento sus reinos vasallos.
Cuando solamente quedaba por conquistar un reino, un resplandor
de esperanza iluminó su corazón de piedra, o de
dragón, como le gustaba decir. Si engullía aquel
último país quizá alcanzase su tan deseada
felicidad. Envió un ejercito colosal, el mayor que nunca
se hubiera visto en el mundo, y arrasó la tierra. Uno
a uno cayeron los bastiones y cuando ardió el último,
que era la capital, cuando mató con sus propias manos
al último rey, no sintió esa luz del alma a la
que llaman felicidad. Ni siquiera cuando la sangre del tirano
de su padre manchó sus manos, cuando los llantos de su
madre se convirtieron en blasfemias, ni siquiera cuando el último
reino libre, aquel en que nació, le dió sus campos
tornados cenizas para que construyera con ellos la última
provincia de su vasto imperio, ni siquiera entonces fue feliz.
El tiempo transcurría más monótono que nunca,
y Pengramel seguía sin ser feliz. Las artes, música,
pintura, escultura, nada de aquellas memeces femeninas le podía
hacer feliz. Sabía que sólo en la batalla o en
el combate singular alcanzaría su objetivo. Los años
iban pasando como las hojas marchitas de un libro sin fin, y
Pengramel odiaba la lectura.
Un día su consejero imperial le informó con voz
cantarina de la llegada de un embajada extranjera (a Pengramel
le gustaba oir la voz del consejero imperial alabándole
con cánticos, aunque no sabía que ésa era
la única manera que tenía el hombre de hablar sin
sentir nausea por su soberano). La nueva le irritó a la
vez que le causó gran curiosidad:
- ¿Quién es aquel mensajero que osa llamarse extranjero
en este mundo que es todo mío? ¿No sabe que no
hay noble, siervo o bestia que no deba su vida a mi voluntad,
que si es mi deseo puedo matar a todo aquel que me plazca porque
toda vida que pisa este orbe es mía? ¡Que pase ese
atrevido insolente!
Las altísimas y pesadas puertas del salón del trono
deslizaron su colosal mole para dejar entrar a una figura gorda
y envuelta en amplios y bárbaros ropajes. Tras él
unos esclavos cargaban un voluminoso bulto cubierto por lonas.
La rechonca masa de telas hizo un enrevesada reverencia y mantuvo
la mirada en los pies de Pengramel.
- ¡Habla, mensajero! ¿Qué ocultas bajo esos
lienzos que pesa tanto como para hacer sudar de esa manera a
tus fornidos esclavos? ¡Habla ya, o teme mi furia!
- Poderoso y magnánimo señor de todo lo que vive
bajo este sol, habeis de saber que represento al señor
Nílrem, poderoso hechicero que gobierna en un plano cercano
al vuestro. Mi amo tuvo recientemente noticias de vuestras hazañas,
por lo que me envió a traeros éste un humilde presente
en muestra de respetuoso afecto para que aumente vuestra gloria
hasta cimas inalcanzables.
» Habeis de saber, oh triunfante guerrero, que se trata
de un espejo mágico, cuya función no quiso mi señor
revelarme. Sin embargo, con palabras de sabiduría sólo
comparable a la vuestra, indicó a este vuestro humilde
esclavo que vuestra alteza conocería su función
nada más verlo.
» Ahora, y si vuestra grandeza así lo desea, ruego
me permitais regresar a mis aposentos, ya que el viaje a sido
largo y duro - acabó diciendo el emisario, tras lo que
repitió su extraño saludo.
- Que te sean brindadas las más exquisitas de las viandas,
y que tu descanso sea un anticipo de las amistosas relaciones
que espero mantener con tu señor. Ve seguro de mi complacencia
por el presente de tu amo -dijo Pengramel despidiendole con la
mano.
Cuando los esclavos salieron arrastrandose del salón del
trono (ningún esclavo podía andar sin carga por
el suelo que Pengramel pisaba) Pengramel hizo una seña
para que viniera su consejero.
- Griomdh, que tus espías descubran todo lo posible acerca
de ese reino que todavía no he conquistado, y mañana
al alba detén a ese presuntuoso emisario bajo la acusación
de dudar que mi persona es dueña de todo lo que hay bajo
el sol.
La dulce voz del consejero imperial trinó:
- Vuestras órdenes son mandamientos divinos para mí,
magnificencia.
- Y haz que lleven el espejo a mis aposentos. ¡Marcha y
obedece!
El consejero fue visto y no visto, dejando a Pengramel contemplando
meditabundo las telas que cubrían el espejo. Extraño
presente para un guerrero, un atributo de la coquetería
femenina, ¡casi parece un insulto!, pensó Pengramel.
Sin embargo, un presentimiento ronda mi corazón de dragón:
quizá con ello alcance mi tan deseada felicidad.
Ya en la soledad de sus aposentos no reprimió su creciente
ansia por descubrir el impropio regalo provinente de más
allá de sus fronteras y desgarró con su daga ricamente
enjoyada los lienzos que lo cubrían. Sí, era un
espejo, con un marco bellamente decorado a base de los más
variados motivos: en su dorada superficie convivían animales
de leyenda como grifos y esfinges con otros reales como unicornios
y faunos; extraños símbolos que quizá fueran
palabras de un desconocido idioma se combinaban con arabescos
y grecas sin sentido. Pero lo que más le atrajo fue la
límpida imagen que de sí mismo había en
el espejo: parecía de carne y hueso, y su perfección
iba más allá de la simple reflexión de la
luz, ya que incluso su alma parecía habitar esa imagen.
- Quizá esto sea lo que he buscado durante años,
la fuente de mi felicidad.
- Y sin duda lo soy.
Pengramel palideció cuando su reflejo adquirió
voluntad propia y pronuncio con voz idéntica a la suya
aquellas palabras. Realmente la imagen había adquirido
volumen y vida. ¡Hechicería! , pensó Pengramel.
- Sí, ésto es hechicería - dijo la imagen
sonriendo - y gracias a mí alcanzarás tu destino.
Tú que has asolado un mundo entero buscando algo que nunca
creiste hallar, lo tenías enfrente cada vez que veías
tu reflejo en un espejo, en el agua o en los ojos de tus víctimas.
» Viviste por y para el combate, y nadie se te puede comparar
en el manejo del acero, nadie excepto yo. Choquemos nuestras
armas, y en mí encontrarás la felicidad, el único
rival que satisfará tu sed de sangre y muerte.
Y la imagen de Pengramel dando un paso adelante salió
del espejo para desenvainar entre carcajadas un mandoble identico
al que portaba Pengramel:
- Brindame el placer de la batalla que nunca he sentido y compartamos
la excitación del llamear del corazón en el combate,
Pengramel, mi creador.
- Ciertamente me siento ahora feliz, cuando escucho la siseante
tonada de mi filo al deslizarse en su vaina. Enfrenta mi diestra
a tu armada zurda. ¡Poder y gloria en el combate, mi reflejo,
y que sea a la primera sangre!
- Así sea, que concluya el combate cuando uno de nosotros
vierta la primera gota de sangre de su contrincante. ¡Acero!
Y el estruendo de las hojas encontrándose resonó
en estancias donde nunca antes lo había hecho. Ningún
oido quiso escuchar el combate, ningún ojo quiso contemplar
el lance, nadie quiso saber qué ocurría en los
aposentos del tirano. La lid se prolongó por horas en
las que los filos se acariciaron, se mellaron y se destrozaron,
sembrando con ellos la destrucción en los aposentos imperiales.
Ninguno de los dos contrincantes cedía terreno, ninguno
llegaba a rozar siquiera los ropajes del otro. Cuando, víctima
del cansancio, Pengramel dudó en una finta y el filo de
su imagen rasgó su brazo izquierdo, una gota rojiza surgió
con ominoso significado para él:
- ¡No ha nacido hombre, bestia o imagen de espejo que ose
vencer a Pengramel el Grande! ¡Que sea a muerte!
- ¡A muerte sea, mi creador!
Y ambos contendientes se enzarzaron en una pelea más brutal
aun, en la que se terminaron las delicadezas de la caballería:
eran dos sudorosos animales tratando de matarse el uno al otro.
Lo ruidos en la alcoba imperial incrementaron su fiereza sin
que nadie prestara la menor atención, y prosiguieron por
horas.
Silenciosamente, Griomdh entró
en la sala del trono.
- ¿Qué nuevas hay, Griomdh?
Casi se le escapó un grito cuando escuchó a sus
espaldas la voz del emperador. Era raro, pero esta vez no había
pedido que encendieran las colosales arañas que colgaban
del techo, por lo que el trono estaba envuelto en densas sombras.
Griomdh se arrodilló respetuoso ante su señor y
realizó la complicada reverencia de rigor.
- Estamos solos, Griomdh. Olvidate de formalismos y falsas reverencias.
Creo que te ordené capturar al amanecer al emisario que
me regaló el espejo, ¿no?
Desconcertado ante la unisusal franqueza de su señor,
Griomdh tardó un poco en responder:
- Así es, su magnificencia. ¿Deseais acaso que
sea prendido ahora mismo? ¿Quizá que sea ajusticiado
en la plaza del castillo y su cuerpo expuesto en la entrada principal,
empalado?
Pengramel dió desde las sombras un despreocupado manotazo
al aire:
- No, no, dejadle en paz: creo que mañana querrá
venir a verme. No se lo impidais. No deseo nada más, mi
fiel Griomdh, puedes ir.
Griomdh realizó la reverencia sin poder evitar sorprenderse
ante la sonrisa desenfada que su señor había dejado
escapar. Cuando abandonó el salón del trono su
mente era un amasijo de dudas: ¿que habría pasado
tras esa pelea con el desconocido y alocado que en su demencia
había intentado asesinar al mejor guerrero del universo?
Los gritos que siguieron al combate sin duda significaban que
el muy desgraciado había sido torturado como nunca por
el amo. Aunque lo que más le extrañaba era un detalle
insignificante que habría pasado desapercibido a cualquier
otro que no fuera él: el emperador, como la mayoría
de los grandes guerreros, era muy maniatico con sus armas; sin
embargo había visto, sin duda alguna, que el mandoble
colgaba a su derecha, cuando la posición lógica
para un diestro es la izquierda.
Prefirió no pensar más en ello. Su señor
siempre había sido raro, y esto quizá era otra
de sus rarezas. Con raudo caminar buscó algo que hacer
para olvidar todo aquello: en el reino de Pengramel pensar era
malo. Pero algo en su interior le gritaba que las cosas iban
a cambiar.
Lágrimas
Ana María Cobo.
2º B. del I.E.S. San Vicente de la Barquera.
Los padres de Elena habían decidido
separarse desde hacía un tiempo. Su madre se la llevaría
muy lejos de su pequeño pueblo y tal vez no volvería
a ver a su padre, su paisaje favorito, ni a todo lo que ella
conocía, que aunque en un momento de su vida fuera totalmente
extraño para ella, ahora eran sus recuerdos.
Pero eso no le dolía tanto como despedirse de su mejor
y más verdadero amigo. Ese amigo lo era todo para Elena,
era el eje que movía su vida, la importancia de su existencia,
quien en los momentos tristes la animaba y en los alegres se
divertía con ella, era alguien que la había comprendido
desde siempre. Aún recuerda la primera vez que se conocieron.
Aquel día había sido soleado y caluroso, y ella
decidió ira a dar un paseo por aquellos nuevos parajes
tan bellos. Siguiendo un diminuto sendero había llegado
a un campo totalmente llano, que la impresionó bastante,
pero lo que a continuación vio, la asustó e intimidó
mucho más. Al principio de aquella novedosa visión
se hallaba una gran explanada de un material dorado indescriptible,
que al contacto con las plantas de sus pies irradiaba un fuerte
calor. Pero lo que seguía a ese sedoso manto dorado y
que lo humedecía continuamente, era lo más maravilloso
que había visto en su corta vida. Tenía un intenso
color azul y una espuma blanca bordeando unos largos brazos,
que salían de él sin detenerse nunca.
Pero lo que más maravilló a Elena, fue la inmensa
infinitud de aquel celeste ser. Parecía inacabable, estaba
segura de que no tenía fin.
Desde aquel grandioso día, ya fuera verano o invierno,
Elena siempre visitaba a su mejor amigo, porque desde el día
en que se conocieron entablaron una íntima amistad, que
el ser humano no podría romper.
Ese ser infinito siempre estuvo junto a Elena, incluso cuando
ésta le contó que nunca más se volverían
a ver, él se esforzó todo lo posible en consolarla,
diciéndole que no se preocupara, que haría todo
lo posible por ir a visitarla, por muy lejos que se fuera.
Pero a Elena le dolía mucho separarse de su único
y verdadero amigo.
Llegó el día en el que tenían que marcharse.
La madre de Elena metió las maletas en el maletero y llamó
a su hija para irse. Ella ya se había despedido de su
padre el día anterior, quien en estos momentos había
desaparecido y con pasos pesados se dirigía hacia el coche.
Pero antes de subirse se acordó que le quedaba alguien
de quien despedirse y pidió a su madre que esperara un
poco. Elena fue corriendo a una pequeña colina que había
al lado de su casa y se subió a ella. Desde allí
divisó por última vez la infinitud tan grande de
su amigo, que un día le impresionó y ahora, en
esos tristes momentos la tranquilizaba. Allí subida, con
la cara ahogada en lágrimas, gritó un agudo hasta
pronto y corrió hacia el coche para no sufrir más.
Cuanto más se alejaba de la casa y de su amigo, más
sentía Elena que le robaban un pedazo de ella misma, que
no volvería a recuperar. Y con una lágrima corriéndole
por la mejilla, vio por la ventanilla del coche a su amigo, su
inmenso amigo.
Sin Título
Noelia Montes Coya 3ºA.
del I.E.S. Jose Hierro. San Vicente de la Barquera.
Estás triste,
sí, corazón,
estás muy triste.
Ya no sonríes,
ya no brillas,
ya no vibras.
Estás muerto,
apagado,
tan sólo lates
y cada vez,
con menos fuerza,
cada vez con
más tristeza.
¿Qué te hicieron,
qué te hicieron?
¿Qué fue de tu fuerza?,
¿qué pasó en ti?
Tal vez la soledad
se apoderó de ti,
tal vez su marcha
fue realmente tu fin,
tal vez con ella
la tristeza se adueñó
de ti,
tal vez, corazón,
tal vez
¿Quién es el extraño?
Maite Costas IES de El Astillero
Tu Cristo es hebreo,
tu pizza es italiana,
tus vacaciones son internacionales,
tu democracia es griega,
tu escritura es latina,
tu café es brasileño,
tus números son árabes,
tu coche es japonés,
tu reloj es suizo,
tu cerveza es alemana,
tu ordenador es americano...
...Y ¿tu vecino es el único extranjero?
La lista puede continuar
y la pregunta pide una respuesta.
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