El pasado
5 de marzo fallecía a los 65 años, en
el psiquiátrico de Las Palmas de Gran Canaria,
donde estaba encerrado por voluntad propia, el poeta
Leopoldo María Panero, un personaje fascinante,
lleno de luces y sombras, pero siempre tachado de
loco. Poseía tantos detractores como incondicionales
debido a su locura, y bendita locura.
Leopoldo María nació en Madrid el 16
de junio de 1948 en el seno de la familia Panero,
en una casa en la que todos eran escritores o poetas
y en la que las letras ocupaban un lugar muy trascendental.
Pero los Panero distaban, y mucho, de ser una familia
normal. Leopoldo, el padre, era alcohólico
y falangista; Felicidad, la madre, era oscura y siniestra,
y a ambos les unían a sus hijos una relación
de amor-odio incontrolable. Si a todo esto le sumamos
que una hermana de Felicidad era esquizofrénica,
ya tenemos las primeras piedras del camino a la locura.
El director de cine Jaime Chavarri vio que esta peculiar
familia daba para una película. Por ello rodó
en 1976 'El desencanto', un documental sobre los Panero
en el que se desmenuzan los entresijos de la familia
mediante entrevistas a todos sus miembros, excepto
a su padre ya fallecido. La película alcanzó
un gran éxito hasta el punto de convertirse
en un icono de la 'Movida' y de llegar a nuestros
días como una película de culto. También
se rodó una secuela en 1994 llamada 'Después
de tantos años', dirigida por Ricardo Franco,
que también logró notable éxito.
Pese a todo Leopoldo le debe a su familia su amor
por la literatura, que le llevó a escribir
poemas con cinco años. Tras la infancia, de
la que decía: “En la infancia vivimos
y, después, sobrevivimos” llegó
el joven Leopoldo María, decidido a ser poeta,
por lo que se decidió a estudiar Filosofía
y Letras en la Universidad Complutense de Madrid y
Filología Francesa en la Universidad Central
de Barcelona, carreras a las que, en verdad, no les
prestó demasiada atención. También
como cualquier joven del régimen franquista
tenía inquietudes políticas y se sintió
atraído por la izquierda radical, aunque no
comulgaba con la disciplina de los partidos políticos.
Leopoldo quemó su juventud ambientada en la
Movida a un ritmo frenético, en una espiral
de drogas, poesía y autodestrucción
que desembocaron en su primer intento de suicidio
en 1968. Este año también vio publicado
su primer libro y pasó por Carabanchel tras
aplicársele la Ley de Vagos y Maleantes. Pese
a este modelo de vida, Leopoldo seguía siendo
un escritor muy prolífico y su obra cada vez
más madura comenzó a llamar la atención
de la crítica, hasta el punto de ser incluido
muy joven en la antología poética de
Josep Maria Castellet 'Nueve novísimos poetas
españoles' que le señaló en 1970
como una de las grandes promesas de la literatura
española.
Pero Leopoldo no estaba bien, coqueteaba con la muerte
y la locura iba seduciendo a su mente. Por ello, a
finales de la década de los ochenta, decide
ingresar voluntariamente en el Hospital Psiquiátrico
de Mondragón, dando comienzo a su andadura
por el infierno voluntario, a través de esos
submundos de aislamiento y represión. Leopoldo
siempre se quejó del trato recibido en Mondragón,
por lo que decidió trasladarse al Hospital
Juan Carlos I de Las Palmas de Gran Canaria. Allí
pasaría los últimos 20 años de
su vida hasta su muerte, el 5 de marzo de este mismo
año. La última etapa de su vida, a pesar
de su encierro, siguió escribiendo y dando
entrevistas y dejándonos continuamente genialidades
que brotaban de una cabeza tan desordenada como indescifrable.
Leopoldo era un hombre atormentado y eso se reflejaba
en su obra. Sus poemas trataban temas tan sombríos
y aciagos como aquellos con los que tenía que
lidiar en su mente, la sombra de la muerte siempre
planeaba en todas sus composiciones. La droga y la
locura mezcladas con el amor eran temas muy recurrentes.
El amor del que hablaba Leopoldo no era un amor radiante
y dichoso, sino un amor platónico y doloroso
como el que él sentía por la poetisa
Ana María Moix. Era un amor oscuro, un amor
demente, del que provoca infelicidad y quebraderos
de cabeza.
Cuando Leopoldo hablaba siempre lo hacía mediante
citas de grandes autores a los que admiraba o de él
mismo, lo que demostraba que era un ávido lector.
En las entrevistas siempre afirmaba que él
era el único cuerdo en un mundo de locos, mientras
se bebía una Coca-Cola y se fumaba un cigarrillo,
sus dos grandes vicios.
Quizás tuviera razón. Quizás
la locura le proporcionaba una claridad para observar
el mundo que no está al alcance de todos. Por
ello los genios deben estar locos.

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